5 - Capítulo 4

Las Lamentaciones de Jeremías y su aplicación al tiempo presente


Después de la confesión tan completa del capítulo 3, y de la absoluta confianza en que lo que le ha sucedido al profeta (tipo de Cristo) será también la porción de Jerusalén, pero aún antes de que la respuesta le sea dada, el capítulo 4 nos presenta el cuadro de su completa decadencia; es como una recapitulación hecha por Jehová de la pérdida de las primeras bendiciones. Se describe la ruina total, y como reconstituida y detallada, de modo que no falta ni un solo rasgo en el cuadro. Es entonces cuando la palabra de liberación resuena por fin a los oídos de Jerusalén.

5.1 - Primera división (v. 1-6)

«¡Cómo se ha ennegrecido el oro! ¡Cómo el buen oro ha perdido su brillo! Las piedras del santuario están esparcidas por las encrucijadas de todas las calles. Los hijos de Sion, preciados y estimados más que el oro puro, ¡Cómo son tenidos por vasijas de barro, obra de manos de alfarero!» (v. 1-2).

Estos versículos ponen en contraste lo que Dios había establecido al principio con la decadencia actual y las terribles consecuencias que ella ha conllevado. Dios había establecido a los hijos de Sion como oro fino, como las piedras preciosas del lugar santo. ¿Qué habían hecho de estos dones divinos, de estos privilegios elevados? El oro había perdido su brillo, las piedras del templo se habían convertido en escombros comunes, los vasos de oro se habían convertido en vasos de barro, en vasos de deshonor. Este cuadro no es solo el de Israel, sino el de todo testimonio que ha salido de la mano de Dios y ha sido confiado a la responsabilidad del hombre; siempre termina en la ruina. La historia de la cristiandad es una prueba de ello.

La ruina de Jerusalén se hizo sentir incluso en los afectos aparentemente más indestructibles, en el amor de las madres por sus hijos. El egoísmo más cruel se había adueñado de ellas; como avestruces en el desierto, habían abandonado a sus vástagos (Job 39:16-19). La consecuencia de esta iniquidad no se hizo esperar; los niños estaban faltos de todo en el día del hambre. El hambre afecta a los ricos y a los que, acostumbrados al lujo, no se negaron nada a sí mismos. El castigo por la iniquidad de Jerusalén es mayor que el de Sodoma.

En estos versículos no vemos el castigo de Jerusalén, esposa infiel, ni el de su comportamiento culpable para con Jehová y para con su profeta, sino el de un egoísmo que ya no observa los lazos formados por Dios y se entrega a los placeres del lujo y de la facilidad. ¿No encontramos aquí los principios actuales del mundo cristiano, principios que lo han conducido a los desastres que hoy pesan sobre él? El juicio de Dios sobre este estado de cosas era justo, pues todas las bendiciones iniciales habían sido despreciadas por la satisfacción de los deseos mundanos. ¿Qué queda ahora de la Jerusalén culpable? La ruina completa. Nótese que no se trata aquí del enemigo como instrumento del juicio, sino de las consecuencias necesarias del abandono de las bendiciones originales.

5.2 - Segunda división (v. 7-10)

Aquí vemos el contraste entre los nazareos de antaño y los de hoy. Al principio existía la santidad y la consagración, la pureza práctica, establecida por Dios mismo en aquellos a quienes había hecho sus testigos en medio del pueblo. Los nazareos eran más puros que la nieve, más blancos que la leche. Todo en ellos era precioso y los hacía notar por aquellos en cuya presencia caminaban. Ahora la noche ha caído sobre ellos, el mundo ya no los reconoce; su apariencia es la sequedad misma. La prueba que asola a Jerusalén pone al descubierto su miseria, imagen misma de la miseria moral en la que ha caído el nazareo. Es también la imagen de la decadencia del testimonio cristiano, tan brillante en los primeros tiempos de la Iglesia. La muerte violenta sería mejor para todos que la muerte por lenta decadencia (v. 9). La ruina va hasta negar todo lazo de sangre, todo rastro de piedad. Prevalece el hambre con todos sus horrores. Hoy, todas estas cosas pueden verse en las circunstancias externas de las naciones, pero aún más en su carácter moral.

5.3 - Tercera división (v. 11-20)

A partir del versículo 1 encontramos una descripción del estado del pueblo, dada por Dios mismo, descripción que continúa hasta el versículo 16. En contra de las expectativas de los reyes de la tierra y de los habitantes del mundo entero, Jerusalén, que pertenecía a Jehová y que podían suponer que Dios la guardaría, fue devorada hasta sus cimientos por el fuego de su ira. El enemigo entró por sus puertas (v. 11-12), porque la iniquidad había alcanzado incluso a aquellos a quienes se había confiado la custodia moral del pueblo. Profetas y sacerdotes se habían convertido en instrumentos de violencia contra los justos, cuya sangre habían derramado en medio de Jerusalén. Esto es también lo que decía el Señor: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedrea a los que te han sido enviados!» (Mat. 23:37). ¡Les sacaban los ojos, los cubrían de heridas, los manchaban de sangre y los acusaban de impureza (v. 13-14)! ¡Retiraos, un impuro!, les gritaban. ¡Retiraos, retiraos, no toquéis a nadie! En Israel se consideraba a los justos como leprosos, como si hubieran «conocido las profundidades de Satanás» (Apoc. 2:24), que habían sido contaminados por el contacto con sus perseguidores.

Así que se invirtieron las funciones. Los que pertenecían a Jehová estaban expuestos al oprobio, obligados a huir, a vagar por aquí y por allá (v. 15). A esto alude Hebreos 11:37-38: «Anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de pieles de cabras, pasando necesidades, afligidos, maltratados (de los cuales el mundo no era digno), errantes por desiertos y montañas, en cuevas y cavernas de la tierra». «Se dijo entre las naciones: Nunca más morarán aquí» (v. 15). Esta escena se repetirá en los días del fin, cuando el remanente fiel será perseguido y vagará por aquí y por allá sin hogar.

En el versículo 16, el juicio de Jehová cae finalmente sobre los impíos: «La ira de Jehová los apartó, no los mirará más; no respetaron la presencia de los sacerdotes, ni tuvieron compasión de los viejos». Son golpeados con el filo de la espada, ¡esparcidos ellos mismos! Dios «no los mirará más»; ¡palabra terrible! ¡Les da la espalda, los considera como desechos que aborrece y que ya no le interesan en modo alguno! ¿Acaso no despreciaron a quienes podían mantenerlos en contacto con Jehová? No mostraron gracia a los ancianos cuya sabiduría podría haberlos guiado (v. 16).

En el versículo 17, Jerusalén vuelve a hablar: «Aun han desfallecido nuestros ojos esperando en vano nuestro socorro; en nuestra esperanza aguardamos a una nación que no puede salvar». Cuando ya se había pronunciado contra ella el juicio de Dios, buscaba engañosa ayuda en sus amantes, confiando en Asiria y Babilonia, que no podían ni querían acudir en su ayuda. Los que habían desterrado a los justos eran ahora perseguidos hasta en las calles de la ciudad; se les prohibía ir por allí.

Entonces Jerusalén grita: «Se acercó nuestro fin, se cumplieron nuestros días; porque llegó nuestro fin» ¡Toda esperanza de vivir ha desaparecido; solo hay muerte ante los ojos del pueblo culpable (v. 18)! El juicio propio no puede ir más lejos. Perseguidos, cazados, acometidos por los aires, por las montañas, en las soledades del desierto, no había salida para ellos (v. 19). El único recurso que les quedaba, el hombre por el que Israel aún podía sobrevivir, el Ungido de Jehová, había sido echado en sus fosas, aquel de quien decían: «A su sombra tendremos vida entre las naciones» (v. 20). Alusión, tal vez, a Josías, sobre quien el profeta había pronunciado en otro tiempo Lamentaciones, pues, desaparecido el rey, el pueblo se veía ahora privado de su apoyo. Una alusión profética aún más llamativa al Mesías, el Ungido de Jehová, rechazado por su pueblo y entregado en manos de las naciones, él, su único protector, ¡que tanto hubiera querido cubrirlos con sus plumas y reunirlos bajo sus alas!

Se ha dicho la última palabra: ¡ha llegado nuestro fin! El pueblo arrepentido yace en el sepulcro, la noche se extiende sobre él, reina ahora el silencio de la muerte…

5.4 - Cuarta división (v. 21-22)

Pero he aquí que en medio del silencio se alza una voz… ¿Quién habla? ¡Es Dios mismo!

«Gózate y alégrate, hija de Edom, la que habitas en tierra de Uz; aun hasta ti llegará la copa; te embriagarás, y vomitarás».

La tierra de Uz es el territorio de Aramea, Siria, al norte de Palestina (véase Gén. 10:23; Job 1:1; Jer. 25:20). El mismo Edom ocupaba la tierra en el extremo sur del pueblo de Israel. Por ambas partes, el desdichado pueblo había estado expuesto al odio irreconciliable de estos crueles enemigos. Ahora les tocaba a ellos; la hora de la liberación había llegado para Jerusalén. El que habla, con divina ironía, llama a regocijo al enemigo del pueblo oprimido. La copa de la ira pasaría por fin también sobre ella; la bebería hasta las heces y quedaría completamente despojada; su iniquidad y su vergüenza quedarían a la vista de todos. Lo mismo le sucederá a la hija de Edom, al sur, en Idumea, como aprendemos de los profetas y también de este pasaje: «Castigará tu iniquidad, oh hija de Edom; descubrirá tus pecados» (v. 22). De norte a sur, el juicio caerá sobre los enemigos de Jerusalén.

La respuesta al llamado del capítulo 3:64: «Dales el pago» ha llegado por fin, pero solo después de que todo el estado moral de Jerusalén haya sido juzgado en su totalidad y puesto al descubierto en el capítulo 4.

Pero eso no es todo: Jerusalén había dicho: Ha llegado nuestro fin, Jehová le responde en el versículo 22: «Se ha cumplido tu castigo, oh hija de Sion; nunca más te hará llevar cautiva». Oh suprema y maravillosa respuesta: ¡este castigo ha llegado a su fin por obra del Redentor! Jerusalén ha recibido de la mano de Jehová el doble por todos sus pecados; su iniquidad ha sido absuelta y el Señor puede decir por fin: «Consolaos, consolaos, pueblo mío» (Is. 40:1-2).

Sin embargo, como veremos, esto no es todavía el gozo, ni la plena liberación, sino la seguridad de que el consuelo es cierto, de que el juicio cae sobre las naciones, opresoras del pueblo de Dios, y de que nunca más caerá sobre el verdadero Israel.