3 - Capítulo 2

Las Lamentaciones de Jeremías y su aplicación al tiempo presente


Este capítulo contiene una descripción detallada, por boca del profeta, de los juicios que caerán sobre Judá y Jerusalén. La enumeración de estos juicios ofrece una cierta gradación, pero ante todo nos encontramos con el sentimiento de que Dios se ha convertido en enemigo de su pueblo. No son, como en el capítulo 1, las naciones enemigas las que se han levantado contra Jerusalén; ya no se trata de los instrumentos que Dios utiliza para ejercer su juicio. Es solo él quien lo ha hecho todo: los pensamientos se centran en él. Por eso en este capítulo encontramos constantemente este término: el Señor. Al igual que el primer capítulo, este se divide en 3 partes.

3.1 - Primera división (v. 1-10)

La voz del profeta se alza para comprobar la ruina y detallarla. Esto ya es un alivio. El profeta no dice, como Jerusalén en el capítulo 1:22: «Venga delante de ti toda su iniquidad», sino que reconoce que todo procede de él, solo de él. Por eso encontramos la palabra «Él» en estos versículos. Lo que pesa sobre Jerusalén es la ira de Dios (v. 1, 3, 4, 6). Es Dios quien destruye su propia obra, el templo, el altar, la ciudad, el lugar de su trono, el poder civil y religioso, los sábados y las fiestas solemnes, el descanso y el gozo de su pueblo sobre cuyas cabezas pende la maldición de la Ley.

Consideremos este pasaje en detalle.

Versículo 1: El Señor, en su ira, cubrió a la hija de Sion con una nube, de manera a no volverla a ver. En el capítulo 3:44, lo veremos él mismo envolverse en una nube, de modo que la oración de Jerusalén no pueda llegar a sus oídos. Así Dios se cierra, por así decirlo, a su pueblo y le cierra todo acceso. No se acuerda del escabel de sus pies, es decir, del arca (Sal. 132:7), su propio trono que había establecido en Jerusalén en su templo. Bajo el peso de su ira, la belleza de Israel a los ojos de Dios, la belleza que él contemplaba en sus eternos consejos, fue arrojada del cielo y Dios rechazó, incluso de memoria, la sede de su gobierno en la tierra. Todavía no ha llegado el día en que él dirá: «Seré clemente en cuanto a sus injusticias, y de sus pecados no me acordaré más» (Hebr. 8:12).

Encontramos en el versículo 2 cómo Dios trató con todo el territorio de Judá. Habiendo derribado su propio trono en Jerusalén, iba a profanar el reino y a los príncipes que eran el ornato. En el versículo 3, con el cuerno, el poder real, retirado de Israel, Dios dio rienda suelta al poder del enemigo y su juicio cayó sobre todo el pueblo, «arderá sobre vosotros» como un fuego abrasador que devora todo alrededor (Jer. 15:14). Hizo mucho más que retirar su protección en presencia del enemigo; se convirtió él mismo en enemigo, sembrando la destrucción en todo Israel, aunque tenía a Judá particularmente en su punto de mira (v. 4-5). Jerusalén, el lugar de su Asamblea, está destruida. Se acabaron las fiestas solemnes y los sábados. La realeza y el sacerdocio, los dos pilares sobre los que descansaba la relación de Jehová con su pueblo, son derribados (v. 6). El versículo 7 pasa de la ciudad y las autoridades civiles y religiosas al altar, al santuario y a la casa, el lugar donde se reúne su pueblo. Los gritos de desesperación sustituyen al clamor de las fiestas. La muralla, defensa de Jerusalén, es derribada (v. 8). Encontramos en Nehemías la reconstrucción de esta, y en Esdras la del altar y el templo con vistas a la presentación del Mesías a Israel, pero habiendo sido Cristo rechazado y condenado a muerte, el templo de Esdras, restaurado por Herodes, fue destruido de nuevo y solo será reconstruido para recibir al Anticristo. Para ver la construcción de un santuario según el corazón de Dios, habrá que esperar al día futuro en que el Señor será reconocido por su pueblo. Las puertas están rotas y derribadas; el rey y sus príncipes están cautivos entre los gentiles. La Ley, la regla de la nación, ya no existe; no queda nadie que la siga. Por último, los profetas, por medio de los cuales Dios exhortaba, reprendía y animaba a su pueblo, ya no reciben comunicaciones divinas. Todas las relaciones materiales, morales y espirituales con Jehová han desaparecido (v. 9). Los sabios y los ancianos callan, las vírgenes, las joyas de Jerusalén, ahora avergonzadas, inclinan la cabeza. El juicio se acepta como irremediable; ¡no hay vuelta atrás a tiempos mejores!

3.2 - Segunda división (v. 11-17)

Después de describir detalladamente esta ruina irremediable, el profeta que tantas veces había llamado al pueblo al arrepentimiento anunciando los juicios inminentes, y cuya fidelidad había provocado el odio de todos –rey, sacerdotes, profetas y pueblo–, en lugar de triunfar cuando llega el juicio que él había predicho, se lamenta por la ruina de Jerusalén. ¡Qué compasión, qué dolor, qué conmoción de todo su ser! «¡Mis ojos desfallecieron de lágrimas, se conmovieron mis entrañas, mi hígado se derramó por tierra a causa del quebrantamiento de la hija de mi pueblo!» (v. 11). ¡Los pequeños, los inocentes sufren y mueren! ¡Cuántas veces se han repetido estas cosas en las calamidades actuales! ¡Oh, cómo quisiéramos consolar a estos afligidos! (v. 13), pero no, es imposible, ¡no hay consuelo! No hay calamidad como la ruina de Jerusalén; ¡ni siquiera el corazón de Jeremías, el más tierno de los mortales, puede ofrecer alivio alguno!

Todos los profetas de Judá le habían mentido; solo Jeremías le había dicho la verdad, pero a consecuencia de ello había sufrido persecución y se había enfrentado muchas veces a la muerte; a pesar de todo, tuvo compasión; quiso consolar, pero esto le fue negado. Solo uno, Jesús, conoció todos estos dolores de un modo mucho más perfecto, Aquel a quien le fue negado todo consuelo en el camino del sufrimiento y del testimonio, mientras que Jeremías mismo fue consolado. Hoy, es cierto, los indiferentes “aplauden” a Jerusalén, pero al final de los tiempos ella encontrará un Consolador en Aquel que vino a tomar el lugar del pueblo culpable para poder salvarlo. Le vemos sufrir en la cruz lo que aquí se dice de Jerusalén: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza» (Mat. 27:39). Pero ¡qué diferencia entre ambas! Jerusalén merecía este juicio y estos ultrajes; Jesús soportó todo el peso de ellos en gracia para liberarla. Esto nos hace comprender toda una faceta de los sufrimientos de Cristo, sí mismo sustituyéndose por su pueblo terrenal y tomando sobre sí todas las consecuencias de la Ley quebrantada, para poder presentarse ante ellos como su Libertador.

3.3 Tercera división (v. 18-22)

He aquí un hecho nuevo, y es el profeta quien lo señala: «El corazón de ellos clamaba al Señor» (v. 18). La fibra secreta de los afectos de Jerusalén se agita para clamar a Aquel a quien había deshonrado. A partir de entonces, Jeremías puede dirigirse a la ciudad culpable, asociándola consigo mismo, pues (v. 11) había llorado por ella: «Oh hija de Sion, echa lágrimas cual arroyo día y noche; no descanses, ni cesen las niñas de tus ojos» (v. 18). «Derrama», añade, «como agua tu corazón ante la presencia del Señor», en señal de humillación general y profunda, como vemos en 1 Samuel 7:6. «Alza tus manos a él implorando la vida de tus pequeñitos, que desfallecen de hambre en las entradas de todas las calles». Asocia a Jerusalén con lo que él mismo había sentido ante Dios por los niñitos que entregaban su alma en el vientre de sus madres.

Ante este llamamiento, Jerusalén toma la palabra por cuarta vez (véase 1:9, 11, 20) y vierte toda la angustia de su alma ante Jehová: «¡Mira, oh Jehová!, y considera a quién has hecho esto. ¡Mujeres devorando a sus hijos, siervos de Dios exterminados, niños y ancianos expirando en las calles, vírgenes y jóvenes cayendo a espada! Este es el día de la ira; ¡Jehová ha degollado y no ha perdonado nada! Es un día en el que no hay escapatoria ni remanente (v. 21-22).

En estos versículos, Jerusalén comprende mejor que anteriormente que su pecado iba a traerle tal ruina. Recapitula, pero ante Dios, todas las calamidades que le han sobrevenido; reconoce plenamente que trata solo con Jehová y que, si el enemigo la ha consumido, Dios así lo quería. Ya no encontramos aquí la llamada a la venganza del capítulo 1:21-22; el alma tiene mucho más que ver con Jehová que con los instrumentos de que se sirve.

Sin embargo, sigue habiendo el mismo silencio por parte de Dios, a quien Jerusalén se dirige. Para que él responda, la humillación debe ser definitiva, pero sobre todo Jerusalén debe haber llegado a conocer a Aquel que se había interpuesto por ella.