1 - Prólogo

Las Lamentaciones de Jeremías y su aplicación al tiempo presente


Las Lamentaciones son tan actuales para los dolorosos días que estamos viviendo [1], que nos ha parecido una buena idea darlas como apéndice a nuestros estudios sobre los profetas menores. Una de las cosas que nos parece que constituyen la especial importancia y significación moral de este libro es que tiene tanto valor para los creyentes como para los no creyentes. Los creyentes, que hoy atraviesan pruebas sin parangón en la historia del mundo, están llamados, por las penas que se abaten sobre ellos, a considerar sus caminos, a arrepentirse y a esperar la liberación del único Dios a quien tantas veces han deshonrado con su conducta; los no creyentes, al encontrarse con «los juicios tuyos (de Dios) en la tierra», pueden aprender allí la justicia y reconocer que esos juicios son merecidos (Is. 26:9). Están así llamados a venir, por el camino del arrepentimiento, a confesar sus pecados a Aquel a quien han ofendido, pero que, lejos de rechazarlos para siempre, se da a conocer a ellos como Dios Salvador.

[1] Publicado por primera vez en 1918.

Seamos creyentes o no creyentes, el juicio sobre nosotros mismos suele ser gradual, como veremos en el resto de este libro, y solo después de una larga preparación puede el alma decir: «Mi pecado te declaré» y: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal. 32:5; 51:4).

Sin querer anticipar lo que se desarrollará ante nosotros a medida que avancemos en el estudio de estos capítulos, digamos unas palabras sobre el significado histórico y profético y la estructura de este libro.

El libro de las Lamentaciones fue escrito sobre un acontecimiento histórico: la toma y destrucción de Jerusalén por los ejércitos de Nabucodonosor. En este sentido, su tema no tiene nada de profético; nos muestran el trabajo del corazón y de la conciencia por el que tuvo que pasar la humillada Jerusalén para llegar, a través de terribles angustias, a su recuperación. Pero, ¿se alcanzó esta meta? La historia no nos muestra nada de eso, a pesar de la restauración parcial de Judá mencionada por Esdras y Nehemías, restauración que terminó con el rechazo final del Mesías. Es entonces cuando el Espíritu profético interviene para mostrarnos cómo, a pesar de todo, Dios alcanzará su objetivo de gracia. Este pueblo que Jehová ha rechazado atravesará angustias aún peores que las de las Lamentaciones hasta llegar a su restauración final. Un hombre, Jeremías, sondeó proféticamente esta angustia, llevó él solo en su alma todo el peso del juicio de Dios, cuando Jerusalén solo lo sentía imperfectamente. Se convierte así, como a lo largo de todo el gran libro de su profecía, en el tipo de Cristo, atravesando en simpatía los sufrimientos del remanente judío del fin, sufrimientos que cayeron sobre él, el Mesías, durante la angustia de Getsemaní.

Jerusalén es el tema exclusivo de las Lamentaciones. La calamidad, ordenada por Dios, golpeó a esta ciudad, a cuyas puertas había declarado amar más que a todas las moradas de Jacob. ¿Acaso no era el centro de las bendiciones que Dios, en su favor, había concedido a su pueblo? Esto explica la causa de las incesantes lágrimas que se derraman en este libro. Hasta entonces, los juicios de Dios habían alcanzado primero a las 10 tribus, luego a Judá y a la realeza; pero ahora alcanzaban el centro mismo de la existencia de Israel, toda su razón de ser, el centro establecido de Dios, su ciudad, su trono, su templo y su altar. El mismo Jehová destruía lo que había establecido, el vínculo formado entre él y su pueblo, los testimonios de su presencia, los signos de su favor y de su elección, la sede de su gobierno temporal y espiritual, ¡el lugar mismo de las bendiciones de Israel! Siendo así, todo parecía haber terminado. Dios derribaba lo que había construido, dando una prueba de que había que abandonar toda esperanza de mantenimiento o restauración.

Este es el tema de las Lamentaciones. Pero, al final, Dios hace brillar un rayo de esperanza. Esta desolación lleva al profeta, representante del pueblo, a reconocer el justo juicio de Dios y su justo merecido. Este es el punto de partida de un arrepentimiento similar al de Jerusalén en Zacarías 12. A este arrepentimiento, parcial si se expresó históricamente en las Lamentaciones, Dios dio una respuesta, también parcial, mediante la restauración bajo Esdras y Nehemías, pero el arrepentimiento general de los últimos días está aún por llegar, porque, como hemos dicho, a pesar de su carácter histórico tan especial, las circunstancias aquí mencionadas se renovarán en el tiempo del fin.

Si, por un lado, es un tipo de Cristo, el propio Jeremías, en persona, representa a lo largo de todo al remanente judío sufriente, que atraviesa la tribulación, confiesa su pecado para arrepentirse de él, y puede decir, precisamente porque es un testigo recto de Dios en medio de la apostasía general: «Yo soy el hombre» (Lam. 3:1), y soportar el peso de los pecados del pueblo; porque forma parte de él. Jerusalén podía encontrar cierto consuelo en el hecho de que su profeta se había puesto en su lugar en medio de su ruina; pero los fieles de la ciudad afligida encontrarán mucho más alivio en el tiempo del fin cuando reconozcan que su Mesías ha ocupado ese lugar. De este pensamiento sacarán la esperanza de su liberación.

Todo esto se desarrolla progresivamente en las Lamentaciones, desde el sentimiento de la desolación traída sobre Jerusalén por su propia culpa, hasta el pleno arrepentimiento y la promesa del retorno del favor de Dios [2].

[2] El contenido profético de las Lamentaciones puede resumirse en las palabras del mismo profeta: «Tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado» (Jer. 30:7). En cuanto a Jeremías personalmente, se cumple la promesa que se le hizo: «Yo estoy contigo para guardarte y para defenderte, dice Jehová; y te libraré de la mano de los malos y te redimiré de la mano de los fuertes» (Jer. 15:20-21). Verdadero tipo de Cristo, habiendo pasado por todo en su amor por su nación, «¡siendo escuchado y atendido a causa de su piedad»! (Hebr. 5:7).

Estas observaciones preliminares no estarían completas si no nos llevaran a considerar la forma externa de las Lamentaciones y a buscar la finalidad de esta construcción.

Esta forma es bien conocida. Las Lamentaciones constan de 5 lamentos que forman otros tantos capítulos. Los capítulos 1, 2 y 4 tienen 22 versículos cada uno, cuya primera palabra comienza con una letra que sigue el orden de las 22 letras del alfabeto hebreo. El capítulo 5 tiene el mismo número de versículos, pero sin la letra hebrea inicial. Nos será fácil descubrir de vez en cuando la razón de esta anomalía. Por último, el capítulo 3, que constituye el centro de la composición, no contiene 22, sino 66 versículos. Cada versículo de un grupo de 3 comienza con la misma letra inicial, de modo que el orden alfabético de los capítulos 1, 2 y 4 se mantiene 3 veces 22. El Salmo 119 tiene una construcción similar, salvo que la letra inicial, en lugar de repetirse 3 veces, se repite 8 veces seguidas.

El orden que encontramos en los capítulos 1, 2 y 4 se encuentra de nuevo, al principio de forma irregular, en los Salmos 9 y 10, después regular en los Salmos 25, 34, 37, 111 y 112, y finalmente en el Salmo 145.

Esta construcción puede tener, sin duda, un carácter mnemotécnico y estar dada con vistas a la recitación; pero un examen de todos los pasajes que acabamos de citar revela una razón más interesante y profunda para esta disposición especial. Colocados de extremo a extremo, los Salmos en cuestión conducen, por una progresión gradual, al alma que sufre bajo la disciplina de Dios a causa de su infidelidad, hasta el punto final donde alcanza el gozo de la liberación plena. La disciplina ha dado todo su fruto: la humillación ha concluido, se ha restablecido el goce del favor divino y se da rienda suelta a las alabanzas que son su expresión.

Las Lamentaciones son como la base y el primer peldaño de esta ascensión. Sin ellas, sería imposible alcanzar la cumbre, pues es en las Lamentaciones donde vemos el alma en tinieblas bajo la ira gubernamental de Dios, sin esperanza de liberación. Clama a Dios, que no responde. Este silencio sumamente angustioso se prolonga, pero cuando todas las experiencias han terminado y la humillación es completa, Dios abre por fin la boca para pronunciar el juicio sobre el opresor y consolar a Jerusalén diciéndole que su desolación ha llegado a su fin. Esta seguridad la sostiene; se aferra a ella y se aferra a esta promesa por fe, antes de que haya llegado la hora de la liberación, por lo que el libro termina con la afirmación: «Nos has desechado; te has airado contra nosotros en gran manera» (Lam. 5:22). Todos los Salmos de los que vamos a hablar son como la respuesta a esta pregunta.

Solo diremos unas palabras sobre los Salmos 9 y 10. Según su estructura alfabética, que también es bastante defectuosa, forman un solo Salmo, presentándonos, como en un cuadro histórico, el lado exterior de los sufrimientos del pobre remanente judío al final, la maldad del opresor y el juicio despiadado que le espera. Esta condición constituye la base de todos los Salmos alfabéticos siguientes, pero el tema de las Lamentaciones, la obra del arrepentimiento en el corazón de los fieles, no se trata en estos 2 primeros Salmos.

En el Salmo 25, por el contrario, al igual que en las Lamentaciones, encontramos al alma bajo el peso de un profundo sentimiento de su pecado, de su iniquidad y de la angustia que le han acarreado, pero este sentimiento va acompañado desde el principio de la confianza en Dios, que no permitirá que se avergüence nadie que mire a él, y que le enseñará.

En el Salmo 34, el alma da otro paso adelante. Este Salmo se caracteriza por el temor a Jehová en medio del miedo y la angustia. Los justos claman y Dios escucha. Los malvados serán juzgados y los que confían en Jehová no serán considerados culpables.

Así pues, estos 2 Salmos, aunque se mueven en el mismo terreno que las Lamentaciones, las siguen y completan. Ambos están caracterizados por una gran angustia y un profundo sentimiento de pecado. En el primero encontramos la confesión de culpa, como en las Lamentaciones; en el segundo, la integridad con el corazón destrozado, pero la seguridad de no ser considerado culpable; en ambos, la confianza en que la prueba terminará.

En el Salmo 37, el alma ya ha hecho sus experiencias personales, por lo que se coloca más en presencia de la maldad de los hombres y del profundo sentimiento de su perversidad. Esto es solo una parte, y no la más importante, de los sentimientos que encontramos expresados en las Lamentaciones, pero el justo está exhortado a no enojarse por el mal; confía Jehová. El fin es la paz y la salvación.

Los Salmos 111 y 112 están unidos y tienen la misma estructura alfabética. Ya no encontramos la confesión de los pecados, como en el Salmo 25, ni el juicio de los malvados, como en el Salmo 37, sino la alabanza que sigue a la liberación. ¡Qué diferencia con las Lamentaciones! Lo que caracteriza al primero de estos Salmos es que la justicia de Jehová, sus preceptos y su alabanza permanecen para siempre, mientras que en el Salmo 112 es la justicia del que teme a Jehová la que permanece para siempre. El creyente probado es considerado bienaventurado y no teme al enemigo. Tales resultados de la prueba no están registrados en las Lamentaciones, por lo que estos 2 Salmos podrían ser el epílogo o conclusión final de las Lamentaciones, si el Salmo 145 no fuera más allá.

En los versículos 81 al 88, el Salmo 119 nos devuelve al ambiente de las Lamentaciones. Oímos el grito bajo la opresión del enemigo, y ningún consuelo y, además, en el versículo 176, la confesión: el creyente reconoce que fue «errante como oveja extraviada». Pero en medio de las mismas circunstancias externas que en las Lamentaciones, tenemos aquí, no los ejercicios de conciencia que conducen al pleno arrepentimiento y a la restauración final, sino la Ley escrita en el corazón, el estado de un alma recta a la que todas sus experiencias han llevado a encontrar su complacencia en la ley de Jehová. Este Salmo describe el buen estado interior de los fieles que han superado la humillación y la confesión de los pecados de las Lamentaciones, pero que todavía no han llegado ni a la alabanza de los Salmos 111 y 112, ni a la comunión del Salmo 145.

En efecto, el Salmo 145, coronación de toda la serie de Salmos alfabéticos que siguen a las Lamentaciones, es un Salmo de comunión. El alma se levanta plenamente de su caída. En comunión con Cristo, celebra, por los siglos de los siglos, todo lo que Dios es: su grandeza, su majestad, sus actos, su bondad y su justicia, su gracia y su misericordia infinitas, sus compasiones, la gloria y la magnificencia de su reino por los siglos de los siglos. Esta es la salvación final en la que toda carne lo celebra. ¡Cuánto hemos avanzado desde la angustia de las Lamentaciones! ¡Qué digna coronación de todos los caminos de Dios para un alma!

Me parece que aquí aprendemos el motivo secreto de esta forma poética tan especial. No es más que el desarrollo de un pensamiento continuo que eleva el alma desde las profundidades de la tribulación, a través del arrepentimiento y la confesión de los pecados, hasta la plena libertad de la presencia de Dios, donde encuentra la comunión con él, la adoración y la alabanza eterna.

Hay que señalar, para concluir este prólogo, que las Lamentaciones de Jeremías no deben confundirse con las Lamentaciones del mismo profeta por la muerte de Josías (2 Crón. 35:25). Estas últimas son Lamentaciones sobre la realeza fiel al final de su historia, pues lo que siguió a Josías no es más que la agonía de la realeza infiel. Jeremías se lamenta porque ha desaparecido la última esperanza de una restauración de Judá bajo la casa de David, y prevé el tema de nuevas Lamentaciones. Estas van mucho más allá de las primeras: la sede de la realeza es derrocada, el culto a Dios en Israel es destruido por la mano del Dios que lo instituyó. Sin embargo, en cuanto a su significado profético, vemos en Zacarías 12:11 que las Lamentaciones de Jeremías, imagen de las Lamentaciones del fin, tienen una semejanza con las que el profeta pronunció sobre Josías en Hadadrimón «en el campo de Meguido» (2 Crón. 35:22; véase Zac. 12:11).


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