8 - 2 Timoteo 2:20-26

Exposición de 2 Timoteo


Lo siguiente que nos está presentado es el estado en que ha caído el cristianismo, en su forma externa en el mundo: «Pero en una casa grande no hay solo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para honor, y otros para deshonor. Si pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena» (v. 20-21).

Nótese que el apóstol no dice exactamente que en la Casa de Dios haya vasos para honra y deshonra, aunque esto sea cierto cuando hablamos de la Casa de Dios tal como la construye el hombre bajo su responsabilidad, según se presenta en 1 Corintios 3. Es más bien una comparación lo que utiliza, y por eso dice: «En una casa grande». Al mismo tiempo, no debemos olvidar que esto es en lo que se ha convertido la Casa de Dios en la tierra: una esfera en la que creyentes y meros profesos, siervos buenos y fieles, como siervos malos, se han mezclado hasta tal punto que los vasos de oro y plata están, por todas partes, mezclados con los de madera y tierra.

Cuando se formó la Casa de Dios el día de Pentecostés, solo contenía a los que eran verdaderamente creyentes, pues el Señor añadió entonces «a los que iban siendo salvos» (Hec. 2:42). Pero muy pronto, como escribe Judas, se colaron algunos hombres, y desde entonces lo que se llamaba cristiano no fue más que una cosa mezclada y corrompida.

Tal era el estado de cosas en los días de Pablo, y es a partir de esto que el Espíritu de Dios aprovecha la ocasión para establecer principios para la conducta individual, tanto en aquel día como en los días siguientes, cuando la confusión y la corrupción indicadas se acentúen. Decimos “principios para la conducta individual”; porque es importante notar que, para citar las palabras de otro, “la disciplina para las faltas individuales no es el tema aquí, ni la restauración de las almas en una asamblea que ha perdido en parte su espiritualidad, sino una línea de conducta para el cristiano individual con respecto a aquello que de una manera u otra deshonra al Señor”. Aplicar este lenguaje a las diversas asambleas de los santos sería falsificar la enseñanza del apóstol en otras Escrituras, y justificar la tolerancia de casi toda forma de maldad en medio de los santos. Por eso nunca se insistirá demasiado en que el apóstol se refiere a la forma externa del cristianismo, de la que el propio creyente forma parte; “porque él se llama cristiano, y la casa grande es todo lo que se llama cristiano”. En estas circunstancias, lo que el Espíritu Santo afirma aquí es la responsabilidad individual de apartarse del mal, en la línea de lo visto en el versículo anterior: «Apártese de la iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor». En el versículo 22 tenemos una descripción más precisa de la naturaleza de esta responsabilidad individual.

El apóstol dice entonces: «Si alguien se purifica de estos», etc. El lenguaje es muy fuerte; es literalmente «purificarse de». La palabra «purificarse» solo aparece en otro lugar, donde se dice: «Quitad la vieja levadura» (1 Cor. 5:7), lo que los corintios debían hacer al eliminar a los malvados de entre ellos. Pero aquí –y en el contraste radica la enseñanza– debemos purificarnos de los vasos de deshonra. Los corintios tenían que quitar el mal de en medio de ellos, porque era pecado en la asamblea; nosotros tenemos que separarnos del mal (porque esta es una instrucción para el individuo, no, como en su caso, para la asamblea), a fin de ser aprobados para el servicio del Señor.

Este es, pues, el pensamiento del Señor para los suyos en este día de confusión y maldad. Sin embargo, quedan por responder 2 preguntas. En primer lugar, ¿quiénes son los vasos para deshonra? Y, en segundo lugar, ¿piensa el apóstol solo en los siervos del Señor? Para responder primero a esta última pregunta, nos parece obvio, por las palabras «si alguien se purifica», que se refiere a todos los cristianos. Si esto es así, y no tenemos duda de que lo es, los vasos para deshonra no se referirán a una clase, sino a aquellos, ya sean cristianos o simples profesos, que estén contaminados por cualquier mal, o comprometidos en cualquier cosa que deshonre el nombre del Señor. Observe el lector que la responsabilidad no es juzgar el estado personal de estos vasos, sino purificarse de ellos, porque uno está obligado, al invocar el nombre del Señor, a apartarse de la iniquidad.

La consecuencia de esta separación es que seremos vasos para honra (lo que explica el significado de los vasos de oro y plata del versículo anterior), santificados, apartados y santos como tales, y aptos para servir al Maestro, preparados para toda buena obra. Esta es una palabra solemne para los creyentes, y nunca más que en este momento. ¿Hay alguien, entonces, que desee ser usado por el Señor? Aquí está su propia cualificación para el servicio; y recordemos que esta cualificación está a nuestro alcance, en dependencia de Aquel que nos la revela, y por el poder que él nos concederá. Luego, una vez cualificados, depende de él tomarnos y usarnos como, donde y cuando quiera, porque de esta manera estamos «preparados para toda obra buena».

Pero la separación tiene también su lado positivo, por lo que el apóstol añade: «Huye de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor» (v. 22). Estas palabras se dirigen más específicamente a Timoteo, pero su importancia radica en el vínculo que guardan con los versículos que acabamos de considerar. Todas las tentaciones que atraen al joven, o más bien los deseos a los que se dirigen las tentaciones, han de ser evitadas; y mientras, por una parte, ha de «huir» de estas tentaciones, por otra ha de «seguir» las cosas aquí indicadas. Para ambas cosas debe haber una determinación de corazón, y nada contribuye a esto sino tener el corazón ocupado con Cristo, estar así en comunión con su mente, y, en consecuencia, tener una mirada sencilla. La justicia, la justicia práctica, es lo primero, esa justicia que se cumple en los que no andan según la carne, sino según el Espíritu (Rom. 8:4), y que se manifiesta en la santidad de vida y de costumbres. Luego está la fe, esa fe que es fruto del Espíritu y que distinguió a tantos santos de la antigüedad, como se indica en Hebreos 11, y que se manifestaba por su confianza en Dios en todas las circunstancias de prueba, adversidad y poder manifiesto del enemigo. También está el «amor», que es en su esencia la naturaleza divina y que el apóstol describe en 1 Corintios 13, como se ve en los santos. Por último, la paz: la paz entre los santos, consecuencia de la paz con Dios de la que goza el alma, pero que solo puede buscarse allí donde se encuentran las gracias que acabamos de nombrar (comp. Is. 32:17; Sant. 3:17-18).

Nótese, además, que estas cosas han de ser “buscadas” en compañía de aquellos que invocan al Señor con un corazón puro. A menudo se argumenta que la separación del mal conduciría, en una época como la nuestra, al aislamiento. Este pasaje es una respuesta completa a tal afirmación; y, de hecho, es obvio que aquellos que reconocen su responsabilidad individual de apartarse de la iniquidad y seguir la justicia, la fe, el amor, la paz, deben encontrarse en el mismo camino y reunidos en la misma compañía.

También debe observarse que se supone que el creyente debe distinguir a los que invocan al Señor con un corazón puro de los que son vasos para deshonra, y que el Señor está tan ansioso de que esté en compañía de los primeros como de que se purifique de los segundos. La confusión es incuestionable, pero donde hay un ojo sencillo, hay poca dificultad en discernir el camino del Señor a través de esa confusión; y no es un pequeño consuelo saber que, incluso en días oscuros, aquellos que invocan al Señor con un corazón puro, y buscan hacer la voluntad del Señor, nunca carecerán de guía hasta el lugar donde se encuentren.

Una vez más, el apóstol advierte a Timoteo que tenga cuidado con las controversias: «Pero evita las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas» (v. 23); compárese con el versículo 16. Esto es, literalmente, preguntas insensatas o «indisciplinadas»; y otro ha señalado que la palabra “indisciplinado” se utiliza a menudo para significar “una mente que no está sujeta a Dios, un hombre que sigue sus propios pensamientos y voluntad”. Esto explica el tipo de cuestiones de las que estamos hablando, las que surgen de los propios pensamientos y razonamientos del hombre, y que, por lo tanto, están destinadas a provocar contención.

La introducción de esta última palabra, «contienda», da pie a una hermosa descripción de lo que debe ser el carácter y la conducta de un verdadero siervo. «Un siervo del Señor no debe altercar, sino ser amable con todos, apto para enseñar, sufrido, instruyendo a los opositores con afabilidad; por si acaso Dios les concede arrepentimiento para conocer la verdad, y recuperen el sentido para hacer su voluntad; escapando del lazo del diablo que los capturó» (v. 24-26).

La palabra «altercar», como la que en el versículo anterior se traduce por «contienda», significa disputar en el sentido de luchar, entrar en conflicto de forma diabólica. Si, pues, el siervo del Señor ha de sostener la verdad frente a toda oposición, resistir a su consiervo cuando sea necesario, como hizo Pablo con Pedro cuando se cuestionó la verdad de la gracia, y defender ardientemente la fe una vez enseñada a los santos, nunca debe bajar de la plataforma de la verdad, positivamente revelada por Dios y confiada a él como testigo, para entrar en conflicto con quienes plantean cuestiones necias e incultas. En cuanto a sí mismo, debe salir de la presencia de Dios con la autoridad de la verdad establecida en su propia alma, y así poder proclamarla dogmáticamente en medio de todas las incertidumbres de las disputas humanas, en las que se cuidará de no entrar. Teniendo un mensaje para todos, no se pone de parte de ninguno en sus conflictos, pues debe hablar a todos por igual en nombre del Señor.

Además, en cuanto a su propio espíritu, debe ser manso con todos; no debe turbarse por las pasiones que gobiernan a los hombres en sus luchas partidistas; debe estar tranquilo, como en el goce de la presencia de Dios; debe estar gobernado en todos sus pensamientos y sentimientos por la poderosa gracia de que ha sido objeto, y así, fortalecido por la operación del Espíritu de Dios, debe poder presentar la mansedumbre de Cristo a todos aquellos a quienes es enviado y con quienes tenga que tratar. También debe ser «apto para enseñar», pues ante los interrogantes que surgen de todas partes sobre la Palabra de Dios, debe estar siempre dispuesto a explicar y afirmar su sentido.

En segundo lugar, debe tener «sufrido», en el sentido de ser capaz de sobrellevar todo lo que se le presente en el camino del servicio, por parte de los adversarios. Este es siempre el espíritu del siervo, como demuestra el uso de la palabra en la exhortación: «Soportándoos unos a otros en amor» (Efe. 4:2). Por eso el apóstol continúa diciendo: «Instruyendo a los opositores con afabilidad», es decir, a los que se oponen a la verdad de Dios. Y para sostener al siervo en tal espíritu, debe recordar siempre la posibilidad de recuperación de los opositores. El enemigo de hoy puede, por la gracia de Dios, ser el amigo de mañana; y sin perder nunca de vista esto, debe continuar instruyendo con mansedumbre, y esperar que Dios dé a los opositores arrepentimiento para reconocer la verdad, y que puedan levantarse de las trampas del diablo.

La última cláusula de este versículo (v. 26) ha suscitado muchas discusiones. La cuestión que se plantea es si «su voluntad» es la voluntad de Dios o la voluntad de Satanás. Si se trata de la primera, el significado es: «para que recuperen» (o entren en razón) «del lazo del diablo» (los que están cautivos de él) a su voluntad, es decir, a la voluntad de Dios, siendo el objeto de su despertar que en el futuro puedan estar gobernados por la voluntad de Dios. Si se trata de la segunda hipótesis, hay que tomarla tal cual, y entonces significa que estos opositores están cautivos de Satanás para hacer su voluntad. Cualquiera que sea el punto de vista que tomemos, no podemos resistir la solemne enseñanza de la Escritura de que aquellos que se oponen a la verdad son los instrumentos de la trampa de Satanás, y como tales han sido tomados cautivos por él para ser su presa.

Tal es la revelación que aquí se hace: que todos los que se resisten a la verdad de Dios, que la rechazan, por muy eminentes que sean en el mundo del intelecto o de la ciencia, no son más que pobres esclavos de Satanás, guiados por él, si no inspirados por él, lo mismo que los siervos del Señor son guiados y enseñados por el Espíritu de Dios.


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