9 - Capítulo 11

Los cielos abiertos


Hemos llegado al capítulo 11. El versículo 35 del capítulo 10 es un eslabón que vincula los 2 grandes pensamientos de la Epístola, a saber, que el cristianismo nos coloca dentro del velo y fuera del campamento, es decir, deshace la obra de Satanás, la cual nos había hecho extranjeros de Dios y ciudadanos de un mundo corrompido. El Señor Jesús vino precisamente a desbaratar la obra de Satanás. Nada puede ser más bello que la antítesis entre la serpiente y Aquel que la hiere.

La «gran recompensa» se revela en la vida de fe, la cual veremos ahora. Nosotros estamos llamados –como dice John Bunyan[3]– a “portaos varonilmente” (véase 1 Cor. 16:13). Si somos felices dentro, debemos combatir fuera. Este capítulo muestra a los escogidos de todos los siglos “desempeñando la función de hombres” con el poder de este principio de confianza. «No desechéis, pues, vuestra confianza»; ella tiene «gran recompensa». La fe es un principio que distingue 2 cosas diferentes en Dios. Lo ve como el que justifica al impío, por ejemplo, en Romanos 4; pero aquí la fe ve en Dios que «recompensa a los que le buscan». Tan pronto como entiende a Dios a través de una fe que no implica obras, entra en una fe que implica obras. Y mientras apreciamos con justicia una fe que salva nuestras almas, no seamos indiferentes a una fe que sirve a nuestro Salvador. A veces afirmamos osadamente nuestro derecho a la herencia, pero, ¿valoramos nuestra herencia? Es triste y miserable jactarnos de nuestro título y, no obstante, manifestar poco interés por la esperanza de la herencia. De igual modo, si me jacto de una fe que justifica, es deplorable ser indiferente a la fe que tenemos aquí en el capítulo 11: «La fe es la certidumbre de las cosas esperadas, la convicción de las realidades que aún no se ven» (v. 1).

[3] John Bunyan (1628-1688) autor cristiano de “El progreso del peregrino”.

Seguidamente se nos dice que la fe fortaleció a todas las personas eminentes de la antigüedad, quienes, por medio de ella, «recibieron testimonio». Es otra prueba de que todo en esta Epístola concurre para dejar de lado la Ley. Si tomo la Ley como el poder secreto de mi alma para hacer lo que sea para Dios, no lo estoy haciendo para Dios sino para mí mismo. La Ley puede castigarme, azotarme y presionarme a ganar el derecho a la vida; pero eso sería servirme a mí mismo. La fe pone la Ley a un lado. Seguidamente, tras haber establecido la fe como un principio activo, el autor comienza a desarrollar sus diferentes aspectos desde el principio. Yo creo que el versículo 3 puede referirse a Adán. Si Adán fue un adorador en el huerto, lo fue por la fe, y por ella pudo ver todas las maravillas que le rodeaban y discernir al gran Artífice.

Algunos dicen que todavía pueden adorar a Dios en la naturaleza. Pero cuando perdimos la inocencia, perdimos la creación como templo, y no podemos volver allí. La naturaleza era un templo para Adán; pero si vuelvo allí, vuelvo a Caín. Aquí llegamos a Abel y a la revelación. Nosotros somos pecadores, y la revelación –que nos da a conocer la redención– debe edificarnos un templo. Debemos tomar nuestro lugar como adoradores en el templo que Dios ha edificado en Cristo para nosotros.

Entonces llegamos a Enoc. Su vida no salió de lo común; pero él la vivió con Dios. En Génesis se nos dice que Enoc caminó con Dios, y aquí se nos dice que agradó a Dios. Como lo expresa el apóstol en 1 Tesalonicenses 4: «Aprendisteis de nosotros cómo debéis andar y agradar a Dios» (v. 1). ¿Hay algo que pueda ser más bienvenido para nosotros que el pensamiento de poder complacer a Dios? En la vida de Enoc no hubo nada como para hacer una historia. Cualquiera sea nuestra condición de vida, nuestro deber es caminar con Dios. Es hermoso ver cómo una vida que no tiene nada notable para este mundo, precede a una vida plena de grandes acontecimientos. A veces se oye decir: “Soy un pobre ser inadvertido, mi vida es muy común comparada con la de otros creyentes que han sido distinguidos en el servicio del Señor”. Pues bien –le respondería yo–, ¡usted es un Enoc!

La vida de Noé fue muy notable. Su fe captó la advertencia. La fe no espera el día de la gloria o el día del juicio para ver la gloria o el juicio. La fe, en el profeta, no pedía que sus ojos fuesen abiertos. Aquí, la fe durante 120 años, parecía una insensatez. ¡Noé estaba construyendo una embarcación para tierra firme! Bien pudo haber sido el hazmerreír de sus vecinos, pero él veía lo que era invisible. ¡Qué reproche para nosotros! Supongamos que usted y yo viviésemos toda una vida dirigida por la gloria venidera, ¡de qué manera el mundo nos tendría por insensatos!

Mas no debo pasar por alto la frase: «Dios… recompensa a los que le buscan». Afirmo nuevamente, con plena certeza, que usted no habría querido hallar esta definición de la fe en Romanos 4. Un «recompensa a los que le buscan», ¡qué lenguaje legalista!, dirían algunos si leyesen esto en un libro. ¡Ah!, pero es hermoso con el sentido que tiene aquí. La fe de un santo es algo que actúa con fuerza. ¿Será Dios deudor de alguno? No. Él remunera a los que siembran liberalmente.

Luego sigue la vida de Abraham; esta nos presenta un cuadro de los diversos ejercicios de la fe. En su fe hubo una magnificencia especial, un carácter victorioso, un fino discernimiento, cualidades que resaltan en la vida de Abraham. Él salió de Ur con los ojos cerrados; pero el Dios de gloria lo condujo de la mano. Y así llegó a la tierra prometida; pero no le fue dado la extensión de un pie de ella. Tuvo que tener la paciencia de la fe; pero cualquier cosa que viniera de los labios de Dios era algo precioso para Abraham. Anduvo toda su vida gracias al poder del recuerdo de lo que había visto bajo la mano del Dios de gloria.

Ahora, si le dijese que la visión de Esteban ha pasado ante cada uno de nosotros, no tendríamos necesidad de esperar la misma visión que contempló Esteban, pues la hemos visto en él. Pueden llevarnos a la hoguera, pero podemos decir: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (7:56). Si somos simples y de corazón sincero, iremos hacia adelante como lo hizo Abraham cuando vio al Dios de gloria.

La fe de Sara fue diferente. Debemos ver a Dios como vivificador de los muertos. Noé comprendió así a Dios. Los israelitas, bajo el dintel ensangrentado, lo recibieron de la misma manera. La muerte estaba allí y hacía su obra en cada casa del país; pero los israelitas conocían a Dios como el vivificador de los muertos. Así fue como Noé, Abraham y Sara comprendieron a Dios. Si yo hago a Dios menos que el vivificador de los muertos, me hago a mí mismo más que un pecador muerto. Debo encontrarlo como vivificador de los muertos.

El versículo 13 es muy hermoso. Lo primero que se debe hacer con respecto a una promesa es apoderarse de ella; luego, ejercitar la fe a su respecto y, por último, recibirla con el corazón. «En la fe murieron todos estos, no habiendo obtenido las promesas; pero las vieron y las saludaron de lejos». Sus corazones abrazaron las promesas. ¿Hasta dónde las ha abrazado mi corazón? Cada uno conoce su propia debilidad. Pero seguramente cuanto más las abracemos, más dichosamente consentiremos en ser peregrinos y extranjeros en este mundo. Este es un maravilloso retrato de un corazón arraigado en la fe. Abraham y Sara no se consideraban extranjeros porque habían dejado Mesopotamia, sino porque no habían llegado al cielo. Ellos habrían sabido hallar el camino de vuelta a su tierra. Abraham podría habérselo indicado a Eliezer; pero eso no habría modificado su condición de extranjeros.

Si usted sufriera un cambio en sus circunstancias, esto no le despojaría de su condición de extranjero, si forman parte del pueblo de Dios. Volver a Mesopotamia no cambiaría en nada su condición. Para ellos nada podía poner fin a su condición de extranjeros, salvo la posesión de la heredad. Proseguían su camino al cielo, y Dios no se avergonzó de llamarse Dios de ellos.

En el capítulo 2 leímos que Cristo no se avergüenza de llamarnos hermanos, y ahora leemos que Dios no se avergüenza de llamar suyos a estos extranjeros. ¿Por qué Cristo no se avergüenza de llamarlos hermanos? Porque ellos están asociados con él en el mismo propósito eterno de Dios. Cristo y sus elegidos están incluidos en una misma familia. ¿Cómo podría avergonzarse de tal pueblo? Y si hemos dejado las filas del mundo, Dios no se avergüenza de nosotros, pues él mismo rompió con el mundo y no podría avergonzarse de nosotros, por cuanto participamos de un mismo sentir con él. Por tanto, cuando ellos se consideraron extranjeros, Dios se llamó a sí mismo Dios de ellos. Aquí nuestros corazones reciben duros reproches, pues ¡cuán lentos son para terminar con toda alianza y amistad con el mundo!

En seguida vemos a Abraham bajo otro aspecto. Todas sus esperanzas dependían de Isaac. Dar por perdido a Isaac no solo parecía un fracaso en el mundo, sino también en cuanto a Dios. Él habría podido decir: “Voy a perderlo todo, las promesas de Dios y la heredad en Mesopotamia”. La fe no habría podido verse más apremiada. ¿Alguna vez ha tenido temor de que fracase lo que le ha confiado a Dios? ¿Se ha alejado él para no volver jamás? Pues bien, Abraham recobró a Isaac en figura, sellado como un nuevo testigo de la resurrección. ¿Alguna vez hemos perdido algo por confiar en Dios con los ojos cerrados? Si hubo alguien que confió en Dios ciegamente, ese fue Abraham.

Después de él nos encontramos con Isaac. Este mostró su fe bendiciendo a Esaú y a Jacob respecto de cosas por venir. Es la única y pequeña instancia de su vida que el Espíritu considera. Si investigamos su vida, en aquel momento hallaremos la obra eminente de la fe. Ese acto eclipsa todo lo demás a los ojos de Dios.

Jacob es más notable, así como Noé fue más notable que Enoc. Su vida estuvo llena de acontecimientos; pero lo único que se señala aquí es que «Por la fe Jacob, moribundo, bendijo a cada uno de los hijos de José». Esto es exquisitamente bello. Nos muestra cuántas cosas sin valor puede haber en la vida cristiana. Yo no creo que la vida de Jacob nos presente a un siervo de Dios; ella es el cuadro de un santo que se extravió y dedicó toda su vida a volver. El acto de fe relatado acerca de él se sitúa al final de su vida, cuando «bendijo a cada uno de los hijos de José». Entonces entró en contacto con las cosas invisibles, aquellas que se interpusieron al curso de la naturaleza. Su vida fue la de un hombre que se restablecía. Y justo al final de ese largo camino de recuperación cumplió este hermoso servicio de fe hacia Dios, pese a las inclinaciones de su propio corazón y a las protestas de su hijo José.

Pero la vida de José es una vida hermosa. Una vida de fe desde el principio. La vida de José fue una vida de santidad a través de toda su marcha. Sin embargo, justamente al final, hubo un magnífico resplandor de fe. Tenía su mano sobre los tesoros de Egipto y su pie sobre el trono de ese imperio; sin embargo, en medio de todo eso, habló de la partida de sus hermanos. Eso era ver las cosas invisibles, y es lo único que el Espíritu ha señalado como un acto de fe. ¿Por qué habló de esta manera? Es como si hubiese dicho a sus hermanos: “¡Ah, no ando por vista! Sé lo que va a suceder, y les aseguro que saldrán de esta tierra. Cuando partan, llévenme con ustedes”.

El curso general de su vida fue intachable; no obstante, en las palabras que pronuncia en el momento de su partida, hallamos la más excelente expresión de su fe. Es lo que usted y yo necesitamos ahora. ¿Precisamos ser justos solamente? Debemos serlo, pero ¿constituirá eso una vida de fe? Procuremos estar bajo el poder de las cosas que se esperan, de lo que no se ve, esperando el retorno del Señor. Y si no lo hacemos con energía, podemos ser intachables, pero no andamos en esa vida de fe por la cual «los antiguos recibieron testimonio». De modo que hasta allí vemos la fe como un principio operante. No es la fe del pecador, la cual es una fe sin obras. Desde el momento en que la fe sin obras ha hecho de mí un santo, debo tomar posesión de la fe activa y vivir por el poder de ella.

Pero sigamos. No olvidemos que todo este capítulo 11 se vincula con el versículo 35 del capítulo 10, del cual es una ilustración. Cuanto más fuerte sea nuestra fe, más potente será también nuestra energía moral. Este capítulo nos muestra cómo el principio de la fe ganó la batalla. No lo leamos como si fuera para gloria de Noé, de Abraham, de Moisés y de otros: es para gloria de la fe tal como se desplegó en esos santos. ¡Qué cosa tan sencilla y bendita es el cristianismo! Me quedo admirado de él cuando veo cómo el diablo ha causado un doble daño al ponernos fuera del velo y dentro del campamento, y cómo la obra de Cristo ha provisto el doble remedio correspondiente. ¿Me regocijo pensando que he ganado a Dios, al perder al mundo? Eso es cristianismo.

«Por la fe Moisés, cuando nació, fue escondido tres meses por sus padres; porque vieron que el niño era hermoso». ¿Qué significa esto? Significa que, cuando nació, en su semblante había una expresión que la fe leyó. «Hermoso (o agradable)» para Dios, tal es el sentido del original en Hechos 7:20. Había cierta hermosura en él, que despertó la fe de Amram y Jocabed, y ellos obedecieron. También hubo hermosura en el rostro de Esteban, el mártir. ¿No debieron haberla obedecido sus asesinos? ¡Qué contraste moral con los padres de Moisés, quienes, bajo el dedo de Dios, discernieron Su propósito y escondieron al niño!

Moisés nos ofrece luego un bello cuadro del poder de la fe. Esta logró una triple victoria –3 espléndidas victorias–, las mismas victorias que se nos exhorta a lograr.

En primer lugar, su fe obtuvo la victoria sobre el mundo. Fue un niño desamparado, sacado del Nilo y adoptado por la hija de Faraón, lo cual le hizo pasar de una condición miserable a las magnificencias reales. ¿Qué hizo con ellas? «Rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón». ¡Qué victoria sobre el mundo! A nosotros nos agradan las cosas que nos confieren honor en este mundo. Moisés no las quiso. Estoy seguro de que todavía hoy la fe es llamada a luchar en el mismo campo de batalla y a obtener la misma victoria.

Después vemos a Moisés obteniendo la victoria en medio de las pruebas de la vida. «Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey». ¡Qué terrible es para la naturaleza la vida de fe! Usted ha obtenido una victoria hoy, y mañana aún debe estar firme. «Para que podáis resistir… y, después de haber superado todo, estar firmes» (Efe. 6:13). Después de que Moisés dio la espalda a los placeres de la vida, las dificultades y los sufrimientos se abatieron sobre él.

En una tercera etapa, Moisés responde a las demandas de Dios. Es sublime ver un alma envuelta por el poder de una fe como esta. «Por la fe celebró la pascua». El ángel destructor pasaba por toda la tierra de Egipto, pero la sangre estaba en el dintel. Desde el principio mismo, la gracia proveyó al pecador una respuesta a las exigencias de Dios; el simple oficio de la fe es prevalerse de esta respuesta. Dios proveyó la sangre, y la fe echó mano de ella. Cristo es la provisión de Dios para el pecador, la gran ordenanza de Dios para la salvación, y la fe viaja con él desde la cruz hasta los dominios de la gloria.

«Por la fe atravesaron el mar Rojo… Por la fe los muros de Jericó cayeron… Por la fe Rahab, la ramera, no pereció con los que rehusaron creer». ¿Qué más diremos? Tal es la historia que anima toda la Escritura: la historia de la gracia y de la fe; la gracia de parte de Dios y la fe de nuestra parte. Nunca somos llamados a salir del campamento antes de estar dentro del velo.

Los primeros capítulos de esta Epístola muestran al pecador su título para entrar y morar en la presencia de Dios. Y luego, saliendo de esta morada, se nos insta a decir al mundo que somos extranjeros en medio de él. Tal es la estructura de esta hermosa Epístola. Ella nos señala nuestro derecho a estar en la presencia de Dios antes de hacernos oír el llamado que nos formula. Antes de que Abraham fuese llamado a salir de una tierra que le era desconocida, el «Dios de gloria» se le apareció (Hec. 7:2). Dios nunca envió un hombre a la guerra abandonándolo a su propia suerte. Y tampoco nos enviaría a luchar contra el mundo antes de que estuviéramos en paz con Dios mismo. Todo está a mi favor desde el momento en que me vuelvo hacia Dios. Dios me llama, y en él lo tengo todo. Nos hemos acercado «al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial», etc. Este es el capítulo 12. Antes de que David fuese perseguido como una perdiz, tenía el aceite de la unción de Dios sobre él.

Debemos detenernos un poco en los 2 últimos versículos. Son muy importantes, preciosos y fecundos. Estos hombres de antaño alcanzaron buen testimonio, pero no recibieron lo prometido. Esto me recuerda al profeta Malaquías: «Fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe» (cap. 3:16-17). Ellos todavía no han sido constituidos su «especial tesoro», pero Dios ha consignado sus nombres en su libro y pronto los manifestará públicamente como sus tesoros. Lo mismo ocurre con estos antiguos. ¿Por qué no han obtenido todavía lo prometido? Porque nosotros debíamos entrar primero en los ricos ornatos de la actual dispensación, la del Evangelio, pues de lo contrario todo lo que ellos tenían en su pobre dispensación jamás les hubiera sido de provecho. La palabra «mejor» aparece constantemente en esta Epístola. «Un mejor pacto», «habiendo previsto Dios algo mejor para nosotros», «la sangre rociada que habla mejor que la de Abel», etc. Y también se emplea constantemente el término «perfecto», por cuanto ahora todo ha sido perfeccionado. Todo lo que contribuye al reposo de Dios ahora es perfecto, y Dios no espera ninguna otra satisfacción fuera de Cristo. Sus demandas han sido satisfechas, su gloria reivindicada, su carácter declarado, y todo eso en Cristo.

Ahora bien, ¿qué será esa «algo mejor» del último versículo? Si no hubiéramos introducido a nuestro Cristo, por así decirlo, nada habría sido hecho. Cuando Dios introduce a Cristo en esta dispensación, todos los santos de antaño, que dependían de ella, pudieron ser perfeccionados. Dado que esta Epístola, bajo uno de sus aspectos, nos está presentada como un tratado sobre la perfección, pasaremos a considerarlo brevemente. Así, en el capítulo 2 leemos que convenía a la gloria de Dios darnos un Salvador perfecto. No solo era una cuestión de mi necesidad, sino de lo que requería la gloria de Dios. «Convenía a aquel» –consultando su propia gloria– dar al pecador un «Autor» para comenzar la salvación, y un «Capitán» para terminarla. La diferencia entre un autor y un capitán es precisamente la que existe entre Moisés y Josué. Moisés fue el autor de la salvación cuando sacó de Egipto al pueblo cautivo. Josué fue el capitán de la salvación cuando los condujo, a través del Jordán, a la tierra prometida. Cristo nos conduce tanto a través del mar Rojo como del Jordán, es Aquel que hizo la obra inicial de Moisés y la obra consumadora de Josué.

En el capítulo 5 leemos: «Y consumada su perfección, llegó a ser autor de eterna salvación». No se trata de perfección moral –todos sabemos que Cristo fue moralmente inmaculado–, sino de perfección como el «autor de eterna salvación». Nunca hubiese sido perfecto en este sentido si no hubiese ido hasta la muerte; pero, así como convenía a Dios darnos un Salvador perfecto, de igual manera convenía a Cristo hacerse a sí mismo un Salvador perfecto. Luego, en el capítulo 6 leemos: «Sigamos adelante hacia la perfección»; es decir: “Aprendamos nuestra lección sobre este tema”.

Algunos interpretan esto como si debieran proseguir hasta no hallar más pecado en ellos. Aquí no se trata de eso. Es como si el autor dijese: “Les voy a leer un tratado sobre la perfección; vengan, pues, y aprendan esta lección conmigo”. Luego prosigue con el tema en el capítulo 7. En la Ley no se puede hallar esta perfección: «La ley no perfeccionó nada». Es preciso mirar a otro lado. Aquí la Ley no se refiere a los 10 mandamientos, sino a las ordenanzas levíticas. En medio de estos pobres «rudimentos» es necesario buscar la perfección en otra parte. En consecuencia, el capítulo 9 muestra que la perfección está en Cristo, y declara que, desde el momento en que la fe toca la sangre, la conciencia es purificada. El capítulo 10 dice que, desde el momento en que Cristo les toca, son perfeccionados para siempre. No se trata de impecabilidad moral en la carne; aquí no hay nada de eso.

Tan pronto como Cristo toca el apostolado, lo perfecciona. Apenas toca el sacerdocio, el altar y el trono, los perfecciona. Y si perfecciona estas cosas, también quiere perfeccionarnos a nosotros, pobres pecadores, en cuanto a nuestra conciencia. Esta Epístola es, pues, considerada bajo este notable aspecto, un tratado sobre la perfección. Dios nos dio un Salvador perfecto; Cristo mismo se hizo un Salvador perfecto. Vamos adelante a la perfección. Si la busco en la Ley, estoy en un mundo de sombras. Cuando voy a Cristo, estoy en medio de la perfección, “ahí permanezco yo, pobre gusano”, como dice un poeta.

Estos santos no podían, pues, obtener la herencia antes de que nosotros entrásemos, cargados de todas las glorias de la presente dispensación. Pero ahora pueden compartir la herencia con nosotros, cuando llegue el momento. ¡Qué glorias tienen que ver con nosotros, porque Cristo nos ha tocado! ¿No es una gloria tener la conciencia purificada, entrar con plena libertad al Lugar Santísimo, decirle a Satanás: “Quién eres tú para meter el dedo en el tesoro de Dios”? Nos arrastramos tímida y cautelosamente, cuando deberíamos penetrar en el seno de estas glorias para estímulo y consuelo de nuestros corazones.


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