10 - Capítulo 12

Los cielos abiertos


Pasamos al capítulo 12. Ya hemos considerado la doctrina de la Epístola. Ahora estamos en su parte práctica, sin que por ello la excelencia de la doctrina deje de brillar. Hemos contemplado los diversos caracteres con los cuales el Señor entró en el cielo; ahora, en el versículo 1, le vemos en el cielo bajo otro carácter. Es el poseedor de varias coronas. ¿No querría usted que se pongan sobre su cabeza una corona real y una corona sacerdotal? ¿Podría tener él demasiadas? ¡Qué cúmulo de glorias llenan nuestra vista mientras contemplamos a Cristo en el cielo a la luz de esta magnífica Epístola!

Ahora, entre otros caracteres, le vemos allí como Aquel que perfeccionó una vida de fe en la tierra: «El autor y consumador de nuestra fe». El consejo de Dios se dedica a coronar a Jesús. Su delicia es coronarle. El Espíritu de Dios encuentra su delicia en mostrarle coronado. Y la fe se deleita en verle coronado. Dios, el Espíritu y la fe del creyente se reúnen en torno a él para coronarle o para deleitarse viéndole coronado.

Ahora le vemos reconocido en el cielo como aquel que perfeccionó la vida de fe. Él la recorrió con toda perfección, desde el pesebre hasta la cruz, y ha sido aceptado así en lo más alto de los cielos. Naturalmente, tal vida solo podía ponerle en conflicto con el hombre. «Al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo», declaración magnífica, llena del pensamiento de que estuvo «separado de los pecadores». No nos atreveríamos a aplicarnos este lenguaje a nosotros mismos. Es un estilo demasiado elevado para que convenga a otro que no sea el Hijo de Dios. ¿Se dijo algo parecido de Abraham o de Moisés? No; el Espíritu no habría hablado así de ninguno de ellos. De modo que, cuando ponen al Señor Jesús en medio de los sufrimientos de la vida, en compañía de los mártires, le ven, como en todas las otras cosas, teniendo la preeminencia. ¡Es tan natural para el Espíritu glorificar a Cristo! Si lo considera en sus ocupaciones, como en la primera parte de esta Epístola, es fácil verlo con muchas coronas. Y si lo considera aquí, es fácil para el Espíritu poner sobre su cabeza esta corona de particular belleza: «Al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo». Aunque fuésemos llevados a la hoguera, nuestro corazón nos condenaría si nos aplicásemos tal descripción.

La cruz, en cierto sentido, fue un martirio. Jesús fue tanto un mártir en las manos del hombre, como una víctima en las manos de Dios. Aquí le vemos como mártir, y como tal estamos asociados con él. «Todavía no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado». De todos los enemigos contra los que tenemos que combatir, el más acérrimo es nuestro propio corazón. Este fue el pecado en los fariseos, en la multitud, en los principales sacerdotes que llevó al Señor a la cruz. Pero él nunca tuvo en sí mismo ni una pizca de pecado contra el cual combatir. Lo que tuvo que combatir fue el pecado en los demás.

El escritor inspirado prosigue y nos coloca, como quienes sufren bajo el castigo, en compañía del Padre. Aquí dejamos la compañía de Cristo, pues él nunca estuvo bajo el castigo del Padre. En el momento en que estoy bajo el azote y la disciplina del Padre, dejo la compañía de Cristo. Estoy íntimamente en su compañía cuando camino en la senda del martirio. No doy un solo paso con Cristo cuando estoy bajo el castigo del Padre.

Así, a partir del versículo 5, estamos en compañía de nuestro Padre celestial. ¡Oh, estas pinceladas sagradas, divinas, que saben cuándo introducir a Cristo y cuándo hacerle desaparecer, cómo y bajo qué forma de excelencia revelarlo y cómo ocultarlo a nuestros ojos! ¡Hay una gloria, una plenitud en la manera misma en que el Espíritu Santo lleva a cabo su cometido! En el curso de su vida en la tierra, Cristo sufrió la contradicción de los pecadores contra sí mismo. En cambio, nosotros la atravesamos combatiendo contra el pecado, por lo que tenemos que vérnoslas con la corrección del Padre; para nosotros, todo esto desemboca en una bendita participación de su santidad; pero Cristo no está allí con nosotros. Aun cuando se reuniese la sabiduría de todas las inteligencias de la tierra, ¿podría ella darles estos toques divinos que relucen en el libro de Dios?

En el versículo 12 estamos exhortados a enderezar nuestras manos caídas. Aunque estén bajo el azote, no hay una sola razón para que nuestras manos estén caídas o nuestras rodillas que titubean. ¿No nos ha mostrado el Espíritu en compañía de quién estamos? Primero en compañía de Cristo, y luego en la de nuestro Padre, quien nos ama. ¿Hay alguna razón para que andemos como si no conociésemos el camino? Esta es una hermosa conclusión. Todos sabemos la fuerte tendencia que tenemos a dejar caer nuestras manos, pero yo pongo mi sello a cada una de estas palabras y digo: “¡Es la verdad, Señor!”. No hay razón para que perdamos ánimo. Tras llegar allí, el escritor mira a su alrededor. No dejen que sus manos de debiliten y, con respecto a los demás, prosigan la paz; con respecto a Dios, prosigan la santidad. «¿Qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía Cristo con Belial?»… «No sea que alguna raíz de amargura, al brotar, os perturbe, y por medio de ella muchos sean contaminados».

En Deuteronomio 29:18, encontramos mencionada una raíz de amargura, pero diferente de la que se habla aquí. Allí brota de alguien que sirve a falsos dioses; aquí proviene de dejar de alcanzar la gracia de Dios. Toda la Epístola tiene como objeto “clavar vuestro oído” (para utilizar el lenguaje de la Escritura) a la puerta de Aquel que habla de gracia. No se escucha a un legislador, sino a uno que publica la salvación desde lo más alto de los cielos. Ángeles, principados y potestades, todos están sometidos a aquel que efectuó la purificación de nuestros pecados, el cual tomó consigo, en lo más alto de los cielos, nuestra conciencia purificada; toda lengua que intentaría acusarnos está silenciada de inmediato, como lo leemos en Romanos 8 (véase también 1 Pe. 3:21-22).

Tengamos cuidado, no sea que dejemos de alcanzar la gracia así publicada. Ella puede desembocar en el carácter profano de Esaú. Alguien dijo que esta referencia a Esaú debe haber sido muy impactante para la mente de un judío. “Si dejan de alcanzar la gracia de Dios, serán dejados en la posición de uno a quien su nación repudia”. Poco importa lo que pongan en el lugar de Cristo; si se apartan de él, mañana pueden estar en la posición del Esaú reprobado. ¿Cómo se presenta Esaú a usted? Como el tipo de la generación que pronto dirá: «¡Señor, Señor, ábrenos!» (Mat. 25:11). Pero sus lágrimas serán tan inútiles como las que Esaú derramó junto al lecho de su moribundo padre. Llegó demasiado tarde. De igual manera, cuando Dios se haya levantado y cerrado la puerta, el arrepentimiento de ellos no hallará eco. Este versículo 17 es muy solemne. Nos dice que esa acción de Esaú nos presenta lo que está por realizarse en una generación animada por el espíritu de Esaú, y solamente en tal generación: «Ved, arrogantes, asombraos y pereced» (Hec. 13:41). Esaú despreció su primogenitura, y esta generación rehusó la gracia de Dios y despreció al Cristo que pasó por este mundo y murió por los pecadores.

Después de esto, en el versículo 18 hallamos un magnífico cuadro de las 2 dispensaciones. Es como si el autor hubiera dicho: “Les he mostrado un camino de martirio, pero ahora les digo que desde el momento en que miran a Dios, todo está a su favor”. La senda de martirio y la disciplina del Padre no son más que adicionales pruebas de amor.

Ahora, dejando a Cristo y al Padre, venimos a Dios; vemos que todos los consejos eternos de Dios se unieron para hacer de nosotros unos bienaventurados, como se unieron para hacer de Cristo un glorificado. Estemos sin temor. No nos hemos acercado al monte que se podía tocar, y que ardía en fuego. Vuélvale la espalda. Cuanto más resueltamente le hayamos vuelto la espalda, tanto más resueltamente habremos satisfecho y respondido a la gracia y a la sabiduría de Dios, y prestado la obediencia de la fe. ¿Debo volver mi cabeza hacia el monte, mirar por encima de mi hombro, echarle alguna ojeada? ¿Es esa la obediencia de la fe? Entonces, ¿hacia dónde está vuelto mi rostro? Hacia un cúmulo de bendiciones. Yo había sido conducido a la Ley por mi propia confianza en mí mismo, y no hallé nada para mí.

Ahora he vuelto mi rostro del otro lado y veo que todo es para mí. «Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a miríadas de ángeles, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios juez de todos». El Señor, aun en juicio, está por nosotros. La función de un juez es reivindicar los derechos de los oprimidos. Luego vemos «A los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús, mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada».

Todo es para nosotros. Esa es la dirección de la cual no debemos quitar la mirada. Si nuestros rostros están vueltos hacia uno de estos 2 montes, darán la espalda completamente al otro.

Pero este pasaje del capítulo 12 nos remonta hasta el principio mismo de la Epístola. En el capítulo 2 leemos: «¿Cómo escaparemos nosotros, si despreciamos una salvación tan grande? La cual fue anunciada al principio por el Señor…». Ahora leemos: «Mirad que no rechacéis al que habla». Desde el principio hasta el fin el Espíritu clava nuestro oído a la puerta de la casa del Señor de gracia.

Luego este capítulo culmina de una manera muy solemne: «Nuestro Dios es fuego que consume», esto es, el Dios de esta dispensación. ¡Qué alivio escapar del fuego del Sinaí y hallar un refugio en Cristo! Pero no hay socorro alguno si la liberación de Dios es despreciada. Si volvemos la espalda al refugio que proporciona esta dispensación, no hay más refugio. «Nuestro Dios es fuego que consume».

Ahora pregunto: ¿Qué nos pone en compañía de Dios, como la simplicidad de la fe? Como ya lo hemos dicho, el propósito de los consejos eternos de Dios, y el gozo del Espíritu es poner coronas sobre la cabeza de Cristo. Si soy simple en la fe, hallo mis delicias al contemplar esas glorias. Así me hallo situado en la compañía más excelente: Dios y el Espíritu Santo. ¡Quiera el Señor que usted y yo permanezcamos allí! Si sabemos estas cosas, somos felices si permanecemos en ellas.


arrow_upward Arriba