El Señor Está Cerca

Sábado
21
Diciembre

Cesaron estos tres varones de responder a Job, por cuanto él era justo a sus propios ojos. Entonces Eliú… se encendió en ira contra Job, por cuanto se justificaba a sí mismo más que a Dios.

(Job 32:1-2)

Justificarse a uno mismo

Es de trascendental importancia moral ver que cuando nos justificamos a nosotros mismos, condenamos a Dios; en tanto que, cuando nos condenamos, lo justificamos a Él. “La sabiduría es justificada por todos sus hijos” (Lc. 7:35). Esta es una gran verdad. El corazón realmente contrito y quebrantado reivindicará a Dios cueste lo que costare. Dios, finalmente, habrá de quedar victorioso; y darle a él la primacía ahora, es el camino de la verdadera sabiduría. Tan pronto como el alma es humillada mediante el recto juicio de sí misma, Dios, con toda la majestad de su gracia, se presenta ante ella como Justificador.

La mayor insensatez de la que uno puede ser culpable es la de justificarse a sí mismo; ya que Dios, en tal caso, tendrá que imputarle pecado. La verdadera sabiduría consiste en condenarse totalmente a sí mismo; pues, de ese modo, Dios se vuelve Justificador.

Job todavía no había aprendido a caminar por esta senda maravillosa y bendita. Todavía estaba revestido de su propia justicia. Todavía hallaba plena complacencia en sí mismo. Por ello Eliú se encendió en ira contra él. La ira habrá de caer seguramente sobre la justicia propia. No podría ser de otra manera. El único terreno legítimo para el pecador es el de un sincero arrepentimiento. Allí no encuentra más que la pura y preciosa gracia que reina “por la justicia… mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Ro. 5:21). En ella permanece inconmovible por siempre. A la propia justicia no le espera otra cosa que la ira; mas al yo juzgado, solo la gracia.

Querido lector, deténgase unos instantes y considere: ¿En qué terreno se halla usted? ¿Se ha inclinado ante Dios con un verdadero arrepentimiento? ¿Se ha medido de veras alguna vez en Su santa presencia? ¿O se halla en el terreno de su propia justicia? Le rogamos encarecidamente que sopese estas solemnes preguntas

C. H. Mackintosh

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