4 - El despertar del amor (cap. 2:8 al 3:5)

Un perfume derramado


1 - La esposa (v. 8-9)

«¡La voz de mi amado!» (v. 8)

Aquí la experiencia del amor en presencia del rey es cosa del pasado. Al principio de este versículo la esposa descansa en su casa. En ausencia del esposo, ella regresó a casa. Así diría Pedro más tarde, en ausencia de Cristo: «Yo voy a pescar». Regresa a la ocupación que había abandonado para seguir a Cristo. Otros lo acompañan, para experimentar que, «aquella noche no pescaron nada» (Juan 21:3).

La esposa es despertada por la voz de su amado que anuncia su venida. Entonces se le ve a lo lejos. Se acerca, saltando sobre las montañas. Un poco más tarde, se para detrás de la pared de la casa, y luego se muestra a través de las celosías de las ventanas…

Cuántas veces en la historia del pueblo de Dios, un tiempo de gran gozo y bendición es seguido por un período de torpeza espiritual. A la casa del rey le sucede la casa de celosía de la esposa. La comunión con el esposo da paso a los pensamientos personales de la esposa en su propia casa.

El primer frescor de la iglesia desapareció rápidamente. El tiempo ya no es cuando «la multitud de los creyentes era de un corazón y un alma», cuando los santos se caracterizaban por «gran poder» y «abundante gracia» (Hec. 4:32-33), cuando «con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo» (Hec. 2:46-47). Espiritualmente hablando, estaban entonces en la mesa del rey, en el salón de fiestas. Pero este primer frescor se desvaneció y todos empezaron a buscar sus propios intereses en vez de los de Jesucristo. Como resultado, una especie de noche espiritual cayó sobre los santos. Perdieron todo discernimiento de la excelente grandeza de su llamado y descansaron dentro de sus hogares en las llanuras de este mundo.

Lo que es cierto de la Iglesia en su conjunto es también a menudo cierto, desgraciadamente, de un creyente aislado. Después del frescor inicial del primer amor, el joven convertido se contenta demasiado a menudo con un nivel espiritual inferior. Incluso si una actividad rutinaria permanece, el único verdadero motivo para cualquier servicio, el amor por Cristo, está faltando. ¡Una escena rica en instrucción para nuestras almas, a la que haremos bien en estar atentos!

Es la voz del esposo la que despierta los afectos de la esposa. Por muy dormida que esté, reconoce inmediatamente la voz de su amado. Lo mismo es cierto para las ovejas del Señor. Pueden alejarse de él, pero «conocen su voz» (Juan 10:4). Pedro y los que lo siguen pueden volver a su pobre vida de pescadores, pero la visita del Señor los despierta y disciernen de inmediato que «¡Es el Señor!» (Juan 21:7). La voz del Espíritu proclama que él viene. ¿Podría algo despertar nuestro amor tanto como el anuncio de su venida? Nada puede reavivar más el amor de una esposa que enterarse del regreso de su marido, que hasta entonces había sido retenido lejos.

Los afectos del piadoso remanente de Israel se calentarán con la gloriosa declaración: «Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti» (Zac. 9:9). Así también, la Iglesia de Cristo, que espera a su Señor, tiene sus afectos despertados por el anuncio de su venida. En el Apocalipsis, cuando Jesús mismo declara: «Sí, vengo pronto», surge la respuesta: «Amén, ¡ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).

«Saltando sobre los montes, brincando sobre los collados» (v. 8).

«Mi amado es semejante al corzo, o al cervatillo» (v. 9).

El impulso que lleva al rey hacia su esposa y le hace superar todos los obstáculos se compara con la energía de una gacela o un cervatillo joven, saltando de roca en roca en las montañas y en las colinas. La esposa puede estar dormida, pero el rey no. Israel puede dormir, pero «He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel» (Sal. 121:4).

Cuatro veces (Apoc. 3:11; 22:7, 12, 20) El Señor dijo a su Iglesia: «Vengo pronto». Esa palabra «pronto» (pronta, rápidamente) no muestra cuánto desea el Señor ese día en que será proclamado: «Han llegado las bodas del Cordero» «(Apoc. 19:7).

«Helo aquí, está tras nuestra pared, mirando por las ventanas, atisbando por las celosías» (v. 9).

El rey espera ahora, pacientemente, junto a la pared de la casa. Luego se muestra a través de la celosía y atrae a la esposa con su belleza.

Cristo actuó de la misma manera con los dos discípulos desilusionados que se dirigían a Emaús. Él les habla en el camino y primero hace arder sus corazones. Luego se para en la puerta de su casa como un viajero que está a punto de seguir su camino. Finalmente se revela, el tiempo, por así decirlo, de un vistazo a través de la celosía, y desaparece ante ellos.

El Señor, también hoy, despierta nuestros afectos lánguidos primero haciendo que su voz dulce y sutil penetre en nuestras almas. Luego espera con incansable paciencia, “de pie a nuestra puerta” como ante aquella del pobre laodicense, esperando la oportunidad de revelarse y de atraer nuestros corazones con su belleza.

2 - El esposo (v. 10 al 15)

«Mi amado habló, y me dijo: Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven» (v. 10).

Hasta ahora la esposa solo percibía el sonido de su voz, pero ahora toma sus palabras y repite gozosamente lo que dice su amado. No quiere permanecer más tiempo separado de ella y la llama a abandonar las oscuras llanuras invernales, a lugares más favorables, a escenas más luminosas. Primero quiere que se despierte de su sueño: «Levántate». Luego proclama lo preciosa que es ella para él: «Amiga mía, hermosa mía». Finalmente, escucha la clara y definida llamada: «Ven», que revela el ardiente deseo del esposo.

Así es como el Señor habla a su pueblo hoy. Podemos escuchar su voz que nos dice: Levántate. Trata de arrancarnos de la torpeza espiritual que nos mantiene inclinados hacia la tierra. Repite: «Levantaos y andad, porque no es este el lugar de reposo» (Miq. 2:10). El apóstol nos exhorta de Su parte, «conociendo el tiempo, que ya es hora de despertarnos del sueño; porque ahora la salvación está más cerca que cuando creíamos» (Rom. 13:11).

El Señor nos recuerda lo preciosos que somos para Él: «Cristo amó a la iglesia y sí mismo se entregó por ella, para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra; para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa» (Efe. 5:25-27). ¿No somos desconcertados al oírle llamar todavía a su esposa, mi amiga, mi bella, una vez más, a pesar de toda su frialdad, de su aberración y de sus caídas?

Nos invita a salir de este mundo pobre: «No sois del mundo, sino que yo os he escogido del mundo» (Juan 15:19). Pronto oiremos su voz que nos dice: Levántate, llamándonos a encontrarnos con él en el aire.

«Porque he aquí ha pasado el invierno, se ha mudado, la lluvia se fue» (v. 11).

«Se han mostrado las flores en la tierra, el tiempo de la canción ha venido, y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola» (v. 12).

«La higuera ha echado sus higos, y las vides en cierne dieron olor; Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven» (v. 13).

No solo el rey invita a la esposa a salir de su casa, sino que le revela un nuevo mundo de bendiciones que ninguna tormenta o viento de invierno amenazará jamás, donde todo es gozo para la vista, música para el oído y deleite para el paladar, la tierra de flores y de cantos, de higos y de vino nuevo, donde solo falta la presencia de la Esposa, la esposa del Cordero, para perfeccionar la felicidad de este lugar. Por eso el rey termina con esta llamada: «Levántate, oh amiga mía, hermosa mía y ven».

Cuando el Señor reunió a sus discípulos a su alrededor la noche en que fue entregado, consoló sus corazones afligidos revelándoles que iba a preparar un lugar para ellos en la casa de su Padre, más allá del oscuro invierno de este mundo. La tormenta que los amenazaba estaba a punto de estallar sobre su cabeza. El Señor mira más allá de la oscuridad y del juicio y nos revela un nuevo hogar donde la fe será cambiada por la vista. Las flores aparecerán, el tiempo de llorar habrá pasado, la temporada de cánticos habrá llegado, se escuchará la voz de la tórtola, cuando los santos se unirán para cantar el nuevo cántico a la gloria del Cordero. Allí realmente los frutos del cielo serán nuestro alimento, el vino nuevo nuestra bebida.

Larga fue la espera, grande fue la paciencia de Cristo. Pero antes de dejar a los suyos, les dijo: «Vendré otra vez, y os tomaré conmigo» (Juan 14:3). Pronto, el invierno habrá pasado, el tiempo de espera habrá terminado. «Dentro de muy poco tiempo, y el que ha de venir vendrá: no tardará» (Hebr. 10:37).

Escucharemos el llamado del Señor a su esposa:

«Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven». Con tal perspectiva ante nosotros, el cántico puede surgir de nuestros corazones.

¡Amigos, seamos valientes!
Pronto se levantará
Una mañana sin nubes:
En la playa eterna
Vamos a llegar.

Aquí abajo las tormentas,
Aquí abajo los dolores,
Ningún descanso para nuestras cabezas:
¿Dónde encontrar refugios
Para cobijar nuestros corazones?

Pero para el alma dócil
Es un puerto feliz;
Es un descanso tranquilo,
Un tranquilo y seguro refugio
Al abrigo del fuerte Dios.

(H. y C., del himnario francés, n° 201, estrofas 1, 2 y 3).

«Paloma mía, que estás en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes» (v. 14).

Mientras espera este glorioso futuro, la esposa todavía está en la tierra de los inviernos y las tormentas. Pero quien viene a buscarla es también quien la protege. Compara a su esposa con una paloma que se esconde en las grietas de la roca y encuentra refugio contra la tormenta.

Aún hoy, esperando la venida del Señor, su pueblo tiene enemigos que pelear y tormentas que enfrentar, pero la gracia les ha dado un refugio contra la tormenta. Como leemos: «Y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra calurosa» (Is. 32:2). Qué seguridad para el pueblo del Señor, verdaderamente comparable con la paloma temerosa, es estar a salvo en la grieta de esta roca, golpeada por nosotros, el hombre Cristo Jesús.

Podemos gritar con confianza: «Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio» (Sal. 18:2)

En ti, Señor, no temo
Ningún peligro en el desierto.
Donde tus pasos han allanado mi camino,
Tu amor me mantiene a cubierto.

(H. y C., del himnario francés, n° 80, estrofa 3).

«Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto» (v. 14).

A través de la celosía de la casa, el rey se reveló a la esposa, le habló, pero eso no fue suficiente para su corazón. Quiere ver su cara y oír su voz. Su voz es suave a su oído y su cara es agradable a sus ojos.

Podemos decir que el Señor no se contenta con revelar sus glorias a su pueblo y hablar con él. Él espera este día cuando su pueblo le será presentado en gloria, sin mancha, ni arruga ni nada parecido, perfecto, en toda la belleza con la que lo ha revestido. Espera oír a sus redimidos unir sus voces para decir: «¡Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el dominio, por los siglos de los siglos!» (Apoc. 5:13).

«Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas; porque nuestras viñas están en cierne» (v. 15).

El rey ha expresado su ardiente deseo de ver la cara de la esposa y escuchar su voz; pero, como los zorros, con sus crías, estropean las vides cuando florecen, tan a menudo un mal, de naturaleza secreta y sutil, está obrando para impedir que la esposa haga feliz al rey.

Cristo quiere la compañía de su pueblo, quiere cenar con él. Sentarse a sus pies, disfrutar de la comunión con él es lo único necesario. Él puede prescindir de nuestro ocupado servicio, pero no quiere prescindir de nuestra presencia. María ha hecho que este fruto sea agradable al Señor. No fue así de Marta, y ¡cuántas veces nos parecemos a ella! Negligentemente dejamos que algún «zorro» se deslice en nuestros pensamientos, un zorro que tal vez consideremos inofensivo. El orgullo, la codicia, la malicia, los murmullos, la agresividad, la impaciencia, los celos, la vanidad, la ligereza pueden ser tolerados sin ser juzgados. La comunión se interrumpe y nuestra vida se vuelve estéril. Tenemos que velar diligentemente contra las incursiones de estos pequeños zorros para ahuyentarlos sin piedad tan pronto como aparezcan.

3 - La esposa (2:16 al 3:5)

«Mi amado es mío, y yo suya» (v. 16)

El rey hizo una breve visita a la esposa y luego se fue; pero durante esta breve entrevista despertó su afecto. Así, en el día de su resurrección, el Señor, en una breve entrevista, reavivó los corazones que tardaron en creer (Lucas 24:25-32).

Aquí el rey había cautivado a la esposa describiendo una tierra de sol y flores, una tierra de descanso y cánticos, una tierra de alegría y abundancia. La había invitado a ponerse de pie y acompañarlo a este feliz país. Su amor se despertó. Entiende su amor, su devoción y grita: «Mi amado es mío, y yo suya».

Cristo actúa de la misma manera con los suyos hoy. Él mismo se revela y nos desvela todo lo que su gracia nos ha propuesto; nos dice cuánto espera tenernos con él, cara a cara, y escuchar nuestras voces, cuando el nuevo cántico se eleve. Él nos habla en el camino, aviva nuestros corazones indolentes y nos comunica el profundo sentimiento de que él es nuestro y que nosotros somos suyos. No es la presentación seca de una verdad sino la realización práctica de su amor.

«Él apacienta entre los lirios» (v. 16)

«Hasta que apunte el día, y huyan las sombras» (v. 17).

El rey ya ha comparado a la esposa con el lirio. Él le reveló todos sus pensamientos. Ella se da cuenta de que él encuentra su alimento y placer en ella. «Él apacienta entre los lirios».

Cristo, durante su ausencia, también encuentra su gozo en los suyos. Quiere que contemplen su gloria: «Padre, deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado» (Juan 17:24). Hasta que amanezca y las sombras huyan, encuentra sus delicias para venir a los suyos: «No os dejaré huérfanos; yo vengo a vosotros» (Juan 14:18). El cristiano realmente tiene una vida feliz y una rica herencia, Cristo aquí en la tierra y para toda la eternidad.

«Vuélvete, amado mío; sé semejante al corzo, o como el cervatillo sobre los montes de Beter» (v. 17).

El único deseo de la esposa es recibir más visitas del rey, como aquellas gacelas o cervatillos que bajan de las montañas por la noche, para alimentarse en las llanuras.

¡Que disfrutemos cada ocasión en que el Señor ocupa su lugar entre los suyos, durante la travesía de este mundo oscuro! (Mat. 18:20).

«Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; lo busqué, y no lo hallé» (3:1).

La esposa ha oído hablar del día, está esperando el amanecer, pero todavía está en la noche. La presencia del rey traerá la luz del día; su ausencia, ¿no es la noche? La presencia de Jesús, o su ausencia, tiene los mismos efectos para nosotros que para la esposa.

Ahora tiene un afecto ferviente por su amado. Fue despertada de su sueño y en sus labios, cuatro veces, esta expresión aparece de nuevo: «Aquel a quien ama mi alma».

Hasta ahora, el esposo era el que buscaba. Pero ahora el amor hace de la esposa una persona que a su vez busca.

Lo mismo se aplica a un creyente somnoliento o a un pecador endurecido. Cristo es ante todo el que busca. Si el Hijo del hombre no hubiera venido a buscar y salvar a los perdidos, nunca habríamos oído hablar de este recaudador de impuestos que buscaba ver a Jesús (Lucas 19:3). Si «Jesús» no se hubiera acercado a los dos discípulos afligidos en el camino de Emaús, no habrían regresado inmediatamente a Jerusalén para encontrarlo entre los suyos.

Notemos que es precisamente el esposo a quien la Esposa está buscando. No es ni el amanecer, ni la estación de los cánticos, ni la tierra de la felicidad. Es una «persona» a la que quiere ver. Es más bello a sus ojos que el país más maravilloso, y mejor que todas las bendiciones que trae.

Solo Cristo puede satisfacer al creyente. Saludamos con alegría el pensamiento de que pronto la última lágrima será enjugada, la tristeza pasada para siempre y el último enemigo derrotado. Pero llenos de amor, deseamos sobre todo a «Jesús mismo» (Lucas 24:15, 36).

Al malhechor moribundo, pero salvado por la gracia, el Señor no solo le dijo: hoy estarás en el paraíso, sino: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Sin la presencia de Cristo, la ciudad celestial con su muro de jaspe, sus puertas de perlas y su calle de oro como vidrio transparente no tendría ningún valor. Habrá cánticos de alegría, placeres inefables, pero Cristo es el tema del cántico y la fuente de la alegría. «Su lámpara es el Cordero» (Apoc. 21:23).

Hay otra lección que aprender de este episodio. La esposa no obtiene inmediatamente el objeto de su búsqueda. Debe admitir más de una vez: «No lo hallé».

¿No está buscando a la persona adecuada? Sí, sin duda. Pero primero busca al esposo de una forma “inadecuada”. Ella dice: «Lo busqué en mi lecho». Ella lo buscaba, pero al mismo tiempo quería mantener su comodidad. Ella no estaba preparada, a primera vista, a renunciar a su comodidad para encontrar a su amado.

¡Cuántos de nosotros querríamos tener a Cristo, si al mismo tiempo pudiéramos tratar con deferencia la carne! El amor por Cristo nos empuja a seguirle, pero el amor por nuestro bienestar nos retiene. Lo buscamos, en cierto modo, en nuestra cama, y en estas condiciones, no lo encontramos. Olvidamos que el Señor dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lucas 9:23).

«Me levantaré ahora, y rodearé por la ciudad; por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma; lo busqué, y no lo hallé» (v. 2).

El poder del amor triunfa en la esposa y ella dice: «Me levantaré ahora, y rodearé por la ciudad». Ya no busca su comodidad, pero se equivoca de nuevo. Ella había buscado a su amado de la manera equivocada, ahora lo está buscando en el “lugar equivocado”. No se encuentra en las calles de la ciudad ni a lo largo de los caminos «apacienta entre lirios».

Podemos caer en la misma trampa. Tal vez queramos poseer a Cristo y al mismo tiempo seguir los caminos de este mundo. Pero no podemos poseer a Cristo perdonando la carne. Tampoco es posible poseerlo mientras nos establecemos en el mundo.

Si la cruz da testimonio del amor de Cristo, un amor más fuerte que la muerte, es también la expresión del odio irreductible del mundo hacia él, un odio que su misma muerte no ha satisfecho. Rechazado por el mundo, sufrió fuera de la puerta y si queremos encontrar a Cristo, debemos salir «a él, fuera del campamento, llevando su oprobio» (Hebr. 13:12-13).

«Me hallaron los guardas que rondan la ciudad, y les dije: ¿Habéis visto al que ama mi alma?» (v. 3).

Por tercera vez, la esposa fracasa en su búsqueda. Ella había buscado al esposo de la manera equivocada, lo había buscado en el lugar equivocado, ahora está hablando con las “personas equivocadas”. El trabajo de los guardias es garantizar el respeto de las leyes y el orden público. Pueden cuidar de la justicia, pero no pueden ayudar en la búsqueda del amor. Cuando se trata de «algún crimen o de perversa infamia», los «Galión» de este mundo se ocupan de ello. Pero si se trata de amor y de Jesús, entonces son, a los ojos del mundo, solo «cuestiones de palabras y de nombres» y el mundo no puede juzgar estas cosas (Hec. 18:14-15). Y si, a veces, se erigen como jueces en este campo, es solo para perseguir a los que buscan a Cristo. Por lo tanto, es en vano que pedimos un brazo carnal, aunque los cristianos, desde el principio, cayeron en esta trampa, solo para aprender que los príncipes de este mundo crucificaron al Señor de gloria. Como el ciego de Betsaida, con la vista parcialmente recuperada, nos inclinamos a ver a los hombres de una manera desproporcionada a su verdadera importancia, «veo los hombres como árboles, pero los veo caminar» (Marcos 8:24). Pero el amor de Cristo quiere conducirnos a que, como los discípulos del pasado, no veamos a nadie, «excepto a Jesús solo» (Marcos 9:8).

«Apenas hube pasado de ellos un poco, hallé luego al que ama mi alma; lo así, y no lo dejé, hasta que lo metí en casa de mi madre, y en la cámara de la que me dio a luz» (v. 4).

Cuando todos los obstáculos son superados –la cama, la ciudad, los guardias– no le hace falta mucho tiempo para que la esposa encuentre a su amado. Y cuando lo ha encontrado, lo agarra y no lo suelta más.

La única gran necesidad del pueblo de Dios en estos días es la de manifestar esa misma energía de amor que, superando todos los obstáculos, ata nuestra alma a Cristo y no lo suelta más. Pero, por desgracia, viendo la apatía general y la falta de apego a Cristo, debemos gritar con Isaías: «Nadie hay… que se despierte para apoyarse en ti» (Is. 64:7).

Cuando el Señor estuvo en la tierra, llegó un momento en que muchos de los que profesaban seguirlo «se volvieron atrás y ya no andaban más con él»; pero los apóstoles lo agarraron y no lo dejaron. El Señor les preguntó: «¿No queréis iros vosotros también?» Ellos respondieron: «Señor ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna» (Juan 6:66-68).

Durante la ausencia del Señor, elevado en la gloria, cuando el amor de muchos se enfría, las manos se cansan, las rodillas fallan, muchos se retiran de nuevo y ya no caminan con él, tenemos la necesidad imperiosa de estimularnos unos a otros para agarrarlo y no soltarlo.

Al final del primer versículo, el esposo lleva a la esposa a la casa del vino, pero aquí la esposa lleva al esposo a la casa de su madre. Para la esposa terrenal, la madre representa a Israel (Apoc. 12). El pueblo terrenal de Dios no conocerá la bendición hasta que le de al Señor el lugar que le corresponde.

Para los cristianos, es la Jerusalén de arriba que es la madre de todos (Gál. 4:26). Si tratamos de vincular el nombre y la autoridad de Cristo a este mundo, nuestros esfuerzos serán vanos. Para conocerlo y disfrutarlo, debemos considerarlo en la escena celestial donde se encuentra y a la que pertenecemos. No se le puede encontrar, como hemos visto, fuera del campamento. La «casa de mi madre» nos enseña que solo podemos saborear su presencia dentro del santuario celestial.

«Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, por los corzos y por las ciervas del campo, que no despertéis ni hagáis velar al amor, hasta que quiera» (v. 5).

El versículo termina, como el primero, con una ferviente llamada a las hijas de Jerusalén, para que nada perturbe la intimidad del esposo y la esposa.

Mientras la mujer samaritana está con Jesús, en el pozo de Sicar, llegan los discípulos. Y le rogaron: «Rabí, come. Pero él les dijo: Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis» (Juan 4:31-32).

Si un alma se acerca, escucha Sus palabras, aprende a conocer Su amor, es de gran valor para él. Servir al Señor es muy deseable. Pero hay lo que ocurre antes del servicio, que debe ser de gran valor para nuestros corazones: es la comunión feliz, apacible e ininterrumpida con él. Permanezcamos constantemente a la búsqueda en esta tierra donde todo está arruinado. Se necesita poco para descender de las altas cumbres. Nuestro deseo más ferviente hasta el amanecer, ¿no será que nada más obstaculiza la bendita comunión que une nuestra alma a Jesús?

Jesús, de tu amor
Ven y llena nuestra alma,
Y hazla día y noche
Arder con tu llama.
Precioso Redentor,
Ahora en los cielos,
Somete todo nuestro corazón
Por tu dulce imperio;
Solo para ti, Señor,
Golpee, suspire.

(H y C., del himnario francés, n° 68, estrofa 1).