Cristo, luz y amor

Lucas 5


person Autor: Edward DENNETT 42

flag Tema: Sus glorias morales, las ofrendas y los perfumes


La infinita variedad y plenitud de la Palabra de Dios es fuente de asombro y admiración para todo estudioso de las Escrituras. A menudo sucede que varias líneas de enseñanza discurren a lo largo de un mismo pasaje. Este es particularmente el caso en los Evangelios, donde lo moral, lo típico y lo de la dispensación se combinan a menudo, pero también donde la conexión y la secuencia de los incidentes relatados tienen su importancia. Para ilustrar este último punto, llamamos la atención del lector sobre Lucas 5.

En el primer incidente (v. 1-11), por ejemplo, dejando a un lado el propósito específico de la pesca milagrosa y el llamado de Simón Pedro a convertirse en pescador de hombres, Cristo nos está presentado como el Revelador del pecado. Estaba enseñando a la gente desde la barca de Simón y, cuando hubo terminado, ordenó a Simón que se aventurase en aguas profundas y echase la red para pescar (v. 4). Simón, a pesar del infructuoso trabajo de la noche anterior, obedeció y echó la red a la palabra del Señor. La red se llenó al instante hasta el punto de no poder resistir la presión de la multitud de peces. «Hicieron señas a sus compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a ayudarles. Y vinieron y llenaron ambas barcas, de tal manera que se iban hundiendo» (v. 7). El efecto en Simón Pedro fue notable. La demostración del poder del Señor lo ocupó tanto de sí mismo que, postrándose ante las rodillas de Jesús, dijo: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (v. 8).

¿Cómo, podríamos preguntar, se produjo este efecto? El despliegue de poder, como se vio en el milagro de los pescados, fue la revelación al alma de Pedro de la presencia de Dios. Antes había conocido y seguido a Cristo, pero ahora, por primera vez, el secreto divino fluía en su corazón y en su conciencia. Así, Simón fue llevado conscientemente a la presencia divina, cara a cara con Dios; y así, aunque atraído hacia Jesús, se le hizo sentir, pecador que era, su indignidad de estar con él; y este sentimiento encontró expresión en el grito: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador». Dios se reveló a Simón Pedro en Cristo; y en la santidad de aquella presencia vio Simón su verdadera condición. Era Cristo actuando como luz, y como tal era necesariamente el Revelador del pecado.

El mismo efecto sigue siempre a la manifestación de Dios al alma. Lo vemos en Job, cuando dice: «De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (Job 42:5-6); y también en Isaías, que exclama: «¡Ay de mí! Que estoy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5). Por eso el pecador nunca se convence de su pecado hasta que la luz de Dios ha penetrado en su alma. ¿Ha estado alguna vez mi lector cara a cara con Dios?

Pero si Cristo es el Revelador del pecado, los 2 incidentes siguientes enseñan que él puede quitar el pecado que revela. El primero se refiere al hombre «lleno de lepra». La lepra, como se ha explicado a menudo, es el tipo de mal en la carne que, al extenderse, cubre a todo el hombre de contaminación y culpa. Este pobre hombre nos está presentado, con su condición abiertamente revelada. La luz ha hecho su trabajo, y él se ve, y se ve a sí mismo, lleno de lepra. ¿Y cuál es su recurso? Sin duda, nada menos que aquel que ha sacado a la luz su pecado. Porque si Cristo es luz –símbolo de la santidad de Dios–, es también amor –expresión del corazón de Dios. Si actúa así, como luz, cuando entra en contacto con el pecador, es solo para abrir el camino a la expresión de su amor. En cuanto el leproso se encontró postrado a sus pies, gritando: «¡Señor, si quieres, puedes limpiarme!», «Extendiendo él la mano, lo tocó, diciendo: Quiero; queda limpio» (v. 12-13). Y el leproso aprendió entonces que el amor de Cristo era tan grande como su poder; porque la lepra se apartó inmediatamente de él.

El siguiente incidente, el del hombre afligido por la parálisis (el paralítico), difiere del leproso, en el aspecto ahora considerado, solo en que representa, no al culpable, sino al pecador indefenso. Por lo tanto, no podía venir a Cristo, sino que tenía que ser traído, porque estaba “sin fuerzas”. Pero, aunque fue traído, sí, debido a esto (porque fue «la fe de ellos», como veremos, lo que aseguró la bendición), aprende, como lo hizo el leproso, del poder sanador y purificador de Cristo. Tomando los 2 juntos, entonces, aprendemos que mientras Cristo revela la condición del pecador, también es capaz de satisfacer su necesidad y condición. ¡Bendito sea el Salvador! Tú puedes satisfacer todas nuestras necesidades. No hay un pecador sobre la faz de la tierra, cualesquiera que sean su condición o culpa, que tú no puedas cuidar. Tu preciosa sangre limpia de todo pecado.

No se olvidará que es la fe la que pone al alma en contacto con Cristo. El grado de fe puede diferir, pero dondequiera que haya fe, produce una respuesta en el corazón del Señor. Así, la fe del leproso era débil: solo creía en el poder de Cristo. Confesó que no estaba seguro de su corazón. No podía ir más allá de decir: «¡Señor, si quieres, puedes limpiarme!». Sin embargo, había fe, y así el Señor respondió inmediatamente a su clamor. Había más energía en la fe de los que habían traído al paralítico «en medio, delante de Jesús». Superaron todos los obstáculos, pues «al no encontrar la manera de llevarlo dentro a causa de la multitud, subieron a la azotea y, quitando las tejas, lo bajaron con su camilla y lo pusieron en medio, delante de Jesús». Evidentemente, confiaban tanto en el poder como en el corazón de Cristo. Y su confianza no iba desencaminada, pues tan pronto como lograron su propósito, consta: «Al ver la fe de ellos, él dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados» (v. 20). El contraste subraya la necesidad de la fe. Porque leemos, después de una descripción de aquellos (fariseos y doctores de la Ley) que estaban sentados allí, que «el poder del Señor estaba con él para sanar» (v. 17). ¿Por qué, entonces, no se le dio la bendición a ninguno de ellos? Porque no tenían fe. ¡Cuántas veces sucede lo mismo hoy en día! El Evangelio está predicado a grandes multitudes, y ese Evangelio es el poder de Dios para salvación –¿para quién? Para quienquiera que crea (Rom. 1:16). Y, sin embargo, cuántas veces nadie es salvo; porque Dios nunca salva al pecador aparte de la fe en el Señor Jesucristo. Así, durante la estadía de nuestro amado Señor en esta escena, fue solo la fe la que se apoderó de la bendición.

Continuando, sin embargo, la peculiar línea de verdad a través del contexto, aprendemos del siguiente incidente que mientras el Señor satisface la necesidad del pecador, Él reclama su servicio una vez que su necesidad es satisfecha. «Después de esto salió y vio a un cobrador de impuestos llamado Leví, sentado en el banco de los tributos, y le dijo: ¡Sígueme!» (v. 27). Leví estaba ocupado con sus asuntos cotidianos cuando Jesús pasó por allí. Pero no se pertenecía. El que lo vio le reclamó todo lo que era y tenía, y expresó esa reclamación con las palabras: «¡Sígueme!». Habiendo demostrado que era el Salvador en los 2 incidentes anteriores, ahora declara su autoridad como Señor. Y como Señor, su palabra es suprema y exige la obediencia inmediata y completa del alma. Esto queda ilustrado por la acción de Leví. Tan pronto como el Señor hubo pronunciado su mandato, «Dejándolo todo, se levantó y lo siguió» (v. 28). Esto prueba que no era tanto la afirmación de autoridad, aunque él tenía el derecho de mandar, como la expresión de los reclamos de su corazón. No, fue más; fue la presentación de sí mismo al corazón de Leví; y por el poder atractivo de su persona, apartó a Leví de todo lo que le rodeaba, y lo hizo caminar tras él por la senda del discipulado. Así es como se forman siempre los discípulos. Por mucho que lo intentemos, no podemos seguir a Cristo hasta que él se haya revelado a nosotros y ganado nuestros corazones. Entonces, y solo entonces, recibimos el poder de negarnos a nosotros mismos, de tomar nuestra cruz y seguirlo. Pero bien podemos interrogar a nuestras almas –y este punto puede urgirse particularmente con todo afecto a los creyentes jóvenes– sobre si hemos reconocido, y si reconocemos habitualmente, los reclamos de Cristo sobre todo lo que somos y tenemos. Hay tan pocos discípulos en este día de laxitud y mundanidad. ¿Qué es un discípulo? No está en la profesión del cristianismo, de lo contrario todos a nuestro alrededor serían discípulos. No, sino que está en la renuncia total a nosotros mismos –a nuestras voluntades– y en la aceptación de la voluntad de Cristo, como Señor, para nuestro caminar y conducta diarios. Esto puede verse en la acción de Leví. Se rechazó a sí mismo y a todo lo que le rodeaba, y con los ojos fijos en Aquel que le había llamado, siguió resueltamente sus pasos. Esto se ve en la declaración del apóstol: «Con Cristo estoy crucificado» (si así es su voluntad); «y ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se entregó por mí» (Gál. 2:20). Esto está notablemente ejemplificado en Filipenses 3. De nuevo, entonces, preguntamos, ¿reconocemos las afirmaciones del Salvador como Señor?

Vale la pena señalar, antes de seguir adelante, que Leví «le hizo un gran banquete en su casa, y había muchos cobradores de impuestos y otros que estaban a la mesa con ellos» (v. 29). El Señor encuentra su alegría en el discípulo íntegro y devoto, y festeja con él, como lo hace con todos sus fieles; y, además, Leví, como verdadero discípulo, expresa el corazón de su Señor a los que lo rodean; pues invita a su mesa no a los justos, sino a los pecadores, aquellos a quienes Jesús vino a llamar. ¡Qué bendición es estar tan cerca del corazón del Señor (y esto nunca puede suceder a menos que le sigamos de cerca) que él pueda utilizarnos como canal de sus propios pensamientos y de su propio corazón! Los escribas y fariseos pueden murmurar todo lo que quieran; pero nuestro gozo permanecerá intacto mientras estemos en feliz comunión con el Señor.

En relación con esto estaba la objeción de que mientras los discípulos de Juan ayunaban, los de Cristo comían y bebían. A esto él respondió: «¿Podéis acaso hacer ayunar a los amigos del esposo mientras que el esposo está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado; entonces ayunarán en esos días» (v.33-35). De aquí entendemos –limitándonos a la línea particular que venimos siguiendo– que la presencia de Cristo es la única fuente de gozo para sus discípulos. Después de convencerlos de pecado, después de quitarles el pecado, después de reclamar su servicio, él quiere que estén satisfechos en él. Por eso no pueden ayunar en su presencia. Es cierto que, para nosotros, desde que él se ha ido, el ayuno y el gozo van de la mano. Al pasar por una escena juzgada donde Cristo no está, ayunamos; en cambio, al morar en su presencia, al tenerle siempre con nosotros, nos alegramos; y, ante la perspectiva de estar para siempre con él, nos regocijamos con gozo inefable y glorioso. Pero la lección sigue siendo, y no puede grabarse demasiado profundamente en nuestros corazones, que es la presencia del Señor la que constituye nuestro gozo. Que nunca la busquemos en otra fuente.

El capítulo termina con una parábola: «Nadie pone un retal de un vestido nuevo para remendar un vestido viejo; porque entonces no solo romperá el nuevo, sino que tampoco al viejo le quedará bien el retal quitado del nuevo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque entonces el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán; sino que un vino nuevo debe echarse en odres nuevos. Nadie que bebió del añejo, desea el nuevo; porque dice: El añejo es mejor» (v. 36-39). La gracia manifestada en Cristo –el rasgo preeminente de este Evangelio– no podía servir para reparar las formas decrépitas del judaísmo, ni podía ser contenida por ellas. Era la introducción de algo totalmente nuevo, y eso era precisamente lo que los escribas y fariseos no podían entender. Y no era posible que el hombre natural lo entendiera. El vino viejo era, y siempre será, mejor para su gusto. Así que el Señor enseña en esta parábola final que la gracia nunca podría fluir de los antiguos ritos y ceremonias legales, ni ser contenida por ellos; sino que, como era algo totalmente nuevo, tenía que expresarse de nuevas maneras, y que para contenerla había que crear nuevos vasos. La conexión de esta enseñanza con la línea de verdad indicada es obvia. Hemos tenido a Cristo revelando y quitando el pecado; reclamando el servicio de aquellos a quienes había perdonado; luego mostrando que en su presencia sus discípulos no podían ayunar, pues esa era todo su gozo. Todo esto era ajeno a los pensamientos del fariseo, que amaba las ceremonias y se creía justificado por sus obras. Por eso les advirtió que la introducción de la gracia era la señal de la desaparición de la antigua dispensación; y que ellos mismos necesitaban una vida nueva para entrar en el goce de las bendiciones que solo él podía dar.


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