format_list_numbered Índice general

Sinopsis — Juan


person Autor: John Nelson DARBY 84

library_books Serie: Sinopsis


1 - Introducción

1.1 - El carácter peculiar del Evangelio según Juan

El Evangelio según Juan tiene un carácter peculiar, como todo cristiano percibe. No presenta el nacimiento de Cristo en este mundo, visto como el Hijo de David. No traza Su genealogía hasta Adán, para poner de manifiesto Su título de Hijo del hombre. No presenta al Profeta que, por Su testimonio, cumplió el servicio de Su Padre a este respecto aquí abajo. No se trata de Su nacimiento, ni del comienzo de Su evangelio, sino de Su existencia antes del principio de todo lo que tuvo un principio. «En el principio era el Verbo». En resumen, es la gloria de la Persona de Jesús, el Hijo de Dios, por encima de toda dispensación – una gloria desarrollada de muchas maneras en la gracia, pero que es siempre ella misma. Es lo que Él es; pero haciéndonos partícipes de todas las bendiciones que de ella se derivan, cuando Él se manifiesta de tal manera que las imparte.

2 - Capítulo 1

2.1 - La existencia eterna, la naturaleza divina y la personalidad distinta del Verbo

Juan 1 afirma lo que el Verbo era antes de todas las cosas, y los diferentes caracteres en los que es una bendición para el hombre, al ser hecho carne. Él es, y es la expresión de toda la mente que subsiste en Dios, el Logos. En el principio él era. Si nos remontamos lo más atrás posible en la mente de los hombres, más allá de todo lo que ha tenido un principio, él es. Esta es la idea más perfecta que podemos formarnos históricamente, si se me permite tal expresión, de la existencia de Dios o de la eternidad. «En el principio era el Verbo». ¿Nada había aparte de él? Imposible. ¿De qué habría sido el Verbo? «El Verbo estaba con Dios». Es decir, se le atribuye una existencia personal. Pero, para que no se piense que él era algo que la eternidad implica pero que el Espíritu Santo viene a revelar, se dice que «el Verbo era Dios». En su existencia eterna –en su naturaleza divina– en su Persona distinta, se podría haber hablado de él como una emanación en el tiempo, como si su personalidad fuera del tiempo, aunque eterna en su naturaleza: por eso el Espíritu añade: «Él estaba en el principio con Dios». Es la revelación del Logos eterno antes de toda la creación. Por tanto, este Evangelio comienza realmente antes del Génesis. El libro del Génesis nos da la historia del mundo en el tiempo: Juan nos da la del Verbo, que existía en la eternidad antes de que el mundo fuera; que –cuando el hombre puede hablar de principio– era; y, en consecuencia, no empezó a existir. El lenguaje del Evangelio es lo más claro posible, y, como la espada del paraíso, se vuelve en todos los sentidos, en oposición a los pensamientos y razonamientos del hombre, para defender la divinidad y la personalidad del Hijo de Dios.

2.2 - El Creador de todas las cosas

También por él fueron creadas todas las cosas. Hay cosas que tuvieron un principio; todas tuvieron su origen en él: «Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él nada de lo creado fue hecho». Distinción precisa, positiva y absoluta entre todo lo que ha sido hecho y Jesús. Si algo ha sido hecho, no es el Verbo; pues todo lo que ha sido hecho fue hecho por ese Verbo.

2.3 - «En él había vida… la vida era la luz de los hombres»: brillar en las tinieblas

Pero hay otra cosa, además del acto supremo de crear todas las cosas (acto que caracteriza al Verbo): existe lo que estaba en él. Toda la creación fue hecha por él; pero no existe en él. Pero en él había vida. En esto, estaba en relación con una parte especial de la creación, una parte que era objeto de los pensamientos e intenciones de Dios. Esta «vida era la luz de los hombres», se revelaba como testimonio de la naturaleza divina, en conexión inmediata con ellos, como no lo hacía con respecto a ningún otro en absoluto.[1] Pero, de hecho, esta luz brillaba en medio de lo que era en su propia naturaleza[2] contrario a ella, y malo más allá de cualquier imagen natural, pues donde viene la luz, las tinieblas ya no están: pero aquí vino la luz, y las tinieblas no tuvieron percepción de ella –seguían siendo tinieblas, que por tanto ni la comprendían ni la recibían. Estas son las relaciones del Verbo con la creación y con el hombre, vistas abstractamente en su naturaleza. El Espíritu prosigue este tema, dándonos detalles, históricamente, de la última parte.

[1] La forma de expresión en griego es muy fuerte, como identificando completamente la vida con la luz de los hombres, como proposiciones de la misma extensión.

[2] No es mi objeto desarrollar aquí la manera en que la Palabra responde a los errores de la mente humana; pero, de hecho, así como revela la verdad por parte de Dios, también responde, de manera notable, a todos los pensamientos erróneos del hombre. Con respecto a la Persona del Señor, los primeros versículos del capítulo dan testimonio de ello. Aquí el error, que hacía del principio de las tinieblas un segundo dios en igual conflicto con el buen Creador, es refutado por el simple testimonio de que la vida era la luz, y las tinieblas una condición moral, sin poder, y negativa, en medio de la cual esta vida se manifestaba en luz. Si tenemos la verdad misma, no tenemos necesidad de conocer el error. Conocida la voz del buen Pastor, estamos seguros de que ningún otro es de él. Pero, de hecho, la posesión de la verdad, tal como se revela en la Escritura, es una respuesta a todos los errores en los que el hombre ha caído, por innumerables que sean.

2.4 - La manifestación del Verbo hecho carne: una luz verdadera y su recepción

Podemos observar aquí –y el punto es de importancia– cómo el Espíritu pasa de la naturaleza divina y eterna del Verbo que era antes de todas las cosas, a la manifestación, en este mundo, del Verbo hecho carne en la Persona de Jesús. Todos los caminos de Dios, las dispensaciones, su gobierno del mundo, pasan en silencio. Al contemplar a Jesús en la tierra estamos en conexión inmediata con él, tal como existía antes de que el mundo fuera. Solo él es presentado por Juan, y lo que se encuentra en el mundo es reconocido como creado. Juan ha venido a dar testimonio de la Luz. La verdadera Luz era la que, viniendo al mundo, brillaba para todos los hombres, y no solo para los judíos. Él ha venido al mundo; y el mundo, en tinieblas y ciego, no le ha conocido. Ha venido a los suyos, y los suyos (los judíos) no le han recibido. Pero hubo algunos que lo recibieron. De ellos se dicen dos cosas: han recibido autoridad para convertirse en hijos[3] de Dios, para ocupar su lugar como tales; y, en segundo lugar, son, de hecho, nacidos de Dios. La descendencia natural y la voluntad del hombre no valen nada aquí.

[3] Hijos en los escritos de Pablo es el lugar que los cristianos tienen en conexión con Dios al que Cristo los ha llevado por la redención, es decir, Su propio lugar relativo con Dios según sus consejos. Hijos es que son de la familia del Padre. (Ambos se encuentran en Romanos 8:14-16, y la fuerza de ambos puede verse allí. Clamamos Padre, así somos hijos, pero por el Espíritu ocupamos el lugar de hijos adultos con Cristo ante Dios). Hasta el final del versículo 13, tenemos abstractamente lo que Cristo era intrínsecamente y desde la eternidad, y lo que era el hombre: tinieblas. Esto primero hasta el final del versículo 5. Entonces vino la Luz, vino al mundo que él había hecho, y este no le conoció, a los suyos, los judíos, y no quisieron tenerle. Pero había aquellos, nacidos de Dios, que tenían autoridad para tomar el lugar de los niños, una nueva raza.

2.5 - Lo que el Verbo hizo en la tierra

Así hemos visto al Verbo, en su naturaleza, abstractamente (v. 1-3); y, como vida, la manifestación de la luz divina en el hombre, con las consecuencias de esa manifestación (v. 4-5); y cómo era recibido allí donde fue así (v. 10-13). Esta parte general, relativa a su naturaleza, termina aquí. El Espíritu prosigue la historia de lo que es el Señor manifestado como hombre en la tierra. De modo que, por así decirlo, comenzamos de nuevo aquí (v. 14) con Jesús en la tierra: lo que el Verbo llegó a ser, no lo que era. Como luz en el mundo, existía el reclamo sin respuesta de lo que él era en el hombre. No conocerlo o rechazarlo, donde él estaba en dispensación, en esa relación era la única diferencia. La gracia en poder vivificador entra entonces para llevar a los hombres a recibirle. El mundo no conoció a su Creador venido a él como luz, los suyos rechazaron a su Señor. Aquellos que no nacieron de la voluntad del hombre, sino de Dios, lo recibieron. Así pues, no tenemos lo que el Verbo era, sino lo que llegó a ser.

2.6 - El Verbo se hizo carne: gloria de un Hijo único con el Padre

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros en la plenitud de la gracia y de la verdad. Este es el gran hecho, la fuente de toda bendición para nosotros[4]; lo que es la plena expresión de Dios, adaptada, tomando la propia naturaleza del hombre, a todo lo que hay en el hombre, para satisfacer toda necesidad humana, y toda la capacidad de la nueva naturaleza en el hombre para disfrutar de la expresión de todo aquello en lo que Dios se adapta a él. Es más que la luz, que es pura y muestra todas las cosas; es la expresión de lo que Dios es, y Dios en gracia, y como fuente de bendición. Y nótese que Dios no podría ser para los ángeles lo que es para el hombre: gracia, paciencia, misericordia, amor, tal como se muestra a los pecadores. Y todo esto es él, así como la bendición de Dios, para el nuevo hombre. La gloria en la que Cristo fue visto, así manifestada (por aquellos que tenían ojos para ver), era la de un Hijo único con su Padre, el único objeto concentrador de su deleite como Padre.

[4] Es ciertamente la fuente de toda bendición; pero la condición del hombre era tal, que sin su muerte nadie habría tenido parte en la bendición. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo; pero si muere, da mucho fruto.

Estas son las dos partes de esta gran verdad. El Verbo, que estaba con Dios y era Dios, se hizo carne; y el que fue contemplado en la tierra tenía la gloria de un Hijo único con el Padre.

2.7 - La gracia y la verdad vienen en Jesucristo: Dios revelado por el Hijo único

Dos cosas son el resultado. La gracia (¿qué mayor gracia? Es el amor mismo el que se revela, y hacia los pecadores) y la verdad, que no se declaran, sino que vienen en Jesucristo, se muestran las verdaderas relaciones de todas las cosas con Dios, y su alejamiento de ellas. Este es el fundamento de la verdad. Cada cosa ocupa su verdadero lugar, su verdadero carácter, en todos los aspectos; y el centro al que todo se refiere es Dios. Lo que es Dios, lo que es el hombre perfecto, lo que es el hombre pecador, lo que es el mundo, lo que es su príncipe, la presencia de Cristo lo pone todo de manifiesto. Vienen, pues, la gracia y la verdad. La segunda cosa es que el Hijo único en el seno del Padre revela a Dios, y lo revela en consecuencia como conocido por él mismo en esa posición. Y esto se relaciona en gran medida con el carácter y la revelación de la gracia en Juan: primero, plenitud, con la que estamos en comunicación, y de la que todos hemos recibido; luego, relación.

2.8 - La plenitud de la gracia y la verdad recibidas

Pero hay aún otras instrucciones importantes en estos versículos. La Persona de Jesús, el Verbo hecho carne, que habitaba entre nosotros, estaba llena de gracia y de verdad. De esta plenitud hemos recibido todos: no verdad sobre verdad (la verdad es simple, y pone cada cosa exactamente en su lugar, moralmente y en su naturaleza); pero hemos recibido lo que necesitábamos –gracia sobre gracia, el favor de Dios en abundancia, bendiciones divinas (el fruto de su amor) amontonadas unas sobre otras. La verdad brilla –todo se manifiesta perfectamente; la gracia se da.

2.9 - El testimonio de Juan el Bautista sobre el carácter y la posición del Verbo hecho carne

A continuación, se nos enseña la conexión de esta manifestación de la gracia de Dios en el Verbo hecho carne (en el que también se despliega la verdad perfecta) con otros testimonios de Dios. Juan dio testimonio de Él; el servicio de Moisés tuvo otro carácter. Juan le precedió en su servicio en la tierra; pero Jesús debe ser preferido antes que él; porque (por humilde que fuera) Dios, sobre todo, bendito por los siglos, él fue antes que Juan, aunque viniera después que él. Moisés dio la Ley, perfecta en su lugar, exigiendo del hombre, por parte de Dios, lo que el hombre debía ser. Entonces Dios estaba oculto, y Dios envió una Ley que mostraba lo que el hombre debía ser; pero ahora Dios se ha revelado por Cristo, y han llegado la verdad (en cuanto a todo) y la gracia. La Ley no era ni la verdad, plena e íntegra[5], en todos los aspectos, como en Jesús, ni la gracia; no era un trasunto de Dios, sino una regla perfecta para el hombre. La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo, no por Moisés. Nada puede ser más esencialmente importante que esta afirmación. La Ley exige del hombre lo que debe ser ante Dios, y, si lo cumple, es su justicia. La verdad en Cristo muestra lo que el hombre es (no lo que debe ser), y lo que Dios es, y, como inseparable de la gracia, no exige, sino que aporta al hombre lo que necesita. Si conocieras el don de Dios, dice el Salvador a la samaritana. Así, al final de la travesía del desierto, Balaam tiene que decir: «Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel: ¡Lo que ha hecho Dios!» (Núm. 23:23). El verbo «vino» está en singular después de gracia y verdad. Cristo es ambas cosas a la vez; de hecho, si no existiera la gracia, no sería la verdad en cuanto a Dios. Exigir al hombre lo que debe ser era una exigencia justa. Pero dar gracia y gloria, dar a su Hijo, era otra cosa en todos los aspectos; solo sancionaba la Ley como perfecta en su lugar.

[5] En efecto, decía lo que el hombre debía ser, no lo que el hombre o cualquier cosa era en realidad, y esto es propiamente la verdad.

Tenemos así el carácter y la posición del Verbo hecho carne: lo que Jesús era aquí abajo, el Verbo hecho carne; su gloria vista por la fe, la de un Hijo único con su Padre. Estaba lleno de gracia y de verdad. Revelaba a Dios tal como él lo conocía, como Hijo único en el seno del Padre. No era solo el carácter de su gloria aquí abajo; es lo que era (lo que había sido, lo que siempre es) en el propio seno del Padre en la Divinidad: y así lo declaró. Él era antes que Juan el Bautista, aunque venía después de él; y trajo, en su propia Persona, lo que era en su naturaleza enteramente diferente de la Ley dada por Moisés.

He aquí, pues, al Señor manifestado en la tierra. Siguen sus relaciones con los hombres, las posiciones que tomó, los caracteres que asumió, según los propósitos de Dios, y el testimonio de su palabra entre los hombres. En primer lugar, Juan el Bautista le da lugar. Se observará que da testimonio en cada una de las partes[6] en que se divide este capítulo: versículo 6[7], en el efecto de la revelación abstracta de la naturaleza del Verbo; como luz el versículo 15, con respecto a su manifestación en la carne; versículo 19, la gloria de su Persona, aunque viniendo después de Juan; versículo 29, con respecto a su obra y el resultado; y versículo 36, el testimonio por el momento, a fin de que se le siguiera, como habiendo venido a buscar al remanente judío.

[6] Se observará que el capítulo está dividido así: 1-18 (esta parte se subdivide en 1-5, 6-13, 14-18), 19-28, 29-34 (subdividido en 29-31, 32-34), 35 hasta el final. Estos últimos versículos se subdividen en 35-42, y 42 hasta el final. Es decir, primero, lo que Cristo es abstracta e intrínsecamente –el testimonio de Juan de él como luz; cuando venga, lo que él es personalmente en el mundo– Juan, único precursor de Jehová, testigo de la excelencia de Cristo; la obra de Cristo (Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, él bautiza con el Espíritu Santo, y es Hijo de Dios); Juan le reúne a él; él se reúne a sí mismo. Esto continúa hasta que el resto recto de Israel lo reconoce como Hijo de Dios, Rey de Israel; entonces adopta el carácter más amplio de Hijo del hombre.

Todos los caracteres personales de Cristo, por así decirlo, se encuentran aquí y su obra, pero no sus caracteres relativos, no Cristo, no sacerdote, no Cabeza de la Asamblea su Cuerpo; sino Verbo, Hijo de Dios, Cordero de Dios, que bautiza con el Espíritu Santo; y, según el Salmo 2, Hijo de Dios, Rey de Israel; e Hijo del hombre, según el Salmo 8, a quien sirven los ángeles; Dios con todo, vida y luz de los hombres.

[7] La declaración estrictamente abstracta termina en el versículo 5, y va por sí misma. La recepción de Cristo como venido al mundo como luz introduce a Juan. Ya no estamos en lo que es estrictamente abstracto; aunque no desarrolla el objeto –en qué se convirtió el Verbo–, es histórico en cuanto a la recepción de la luz, y muestra así lo que el hombre era, y lo que es por gracia al nacer de Dios, con respecto al objeto.

2.10 - El testimonio formal de Juan sobre su propia función

Después de la revelación abstracta de la naturaleza del Verbo y de su manifestación en carne, se presenta el testimonio realmente dado en el mundo. Los versículos 19-28 forman una especie de introducción, en la que, a la pregunta de los escribas y fariseos, Juan da cuenta de sí mismo, y aprovecha la ocasión para hablar de la diferencia entre él y el Señor. De modo que, cualesquiera que sean los caracteres que Cristo adopte en relación con su obra, la gloria de su Persona está siempre en primer plano. El testigo se ocupa naturalmente, por así decirlo, de esto, antes de dar su testimonio formal de la obra que cumplió. Juan no es ni Elías ni aquel profeta (es decir, aquel de quien habló Moisés) ni el Cristo. Es la voz mencionada por Isaías, que había de preparar el camino del Señor delante de Él. No es precisamente antes del Mesías, aunque él era eso; tampoco es Elías antes del día de Jehová, sino la voz en el desierto antes del Señor (Jehová) mismo. Jehová venía. Es esto en consecuencia de lo que él habla. Juan bautizaba ciertamente para arrepentimiento; pero ya había Uno, desconocido, entre ellos, que, viniendo después de él, era todavía su superior, cuya correa de sandalia no era digno de desatar.

2.11 - La obra gloriosa de Cristo y su resultado

A continuación, tenemos el testimonio directo de Juan, cuando ve a Jesús que se acerca a él. Lo señala, no como el Mesías, sino de acuerdo con toda la extensión de su obra, tal como la disfrutamos nosotros en la salvación eterna que ha llevado a cabo, y el resultado completo de la gloriosa obra mediante la cual se llevó a cabo. Él es el Cordero de Dios, uno que solo Dios podía proporcionar, y era para Dios, y según su pensamiento, que quita el pecado (no los pecados) del mundo. Es decir, él restaura (no a todos los impíos, sino) los fundamentos de las relaciones del mundo con Dios. Desde la caída, es efectivamente el pecado –cualquiera que sea su trato[8]– lo que Dios tuvo que considerar en sus relaciones con el mundo. El resultado de la obra de Cristo es que esto ya no será así; su obra será la base eterna de estas relaciones en los cielos nuevos y la tierra nueva, quedando el pecado totalmente a un lado como tal. Sabemos esto por la fe antes del resultado público en el mundo.

[8] Como el diluvio, la Ley, la gracia. Hubo un paraíso de inocencia, luego un mundo de pecado, más tarde un reino de justicia, finalmente un mundo (cielos nuevos y tierra nueva) en el que mora la justicia. Pero se trata de una justicia eterna, fundada en la obra del Cordero de Dios, que nunca perderá su valor. Es un estado de cosas inmutable. La Iglesia o Asamblea es algo que está por encima y aparte de todo esto, aunque se revela en ello.

Aunque es un Cordero para el sacrificio, es preferido antes que Juan el Bautista, porque era anterior a él. El Cordero que iba a ser inmolado era Jehová mismo.

2.12 - Lugar y objeto del testimonio

En la administración de los caminos de Dios, este testimonio debía darse en Israel, aunque su objeto era el Cordero cuyo sacrificio alcanzaba al pecado del mundo. Y el Señor, Jehová, Juan no lo había conocido personalmente; pero era el único objeto de su misión.

2.13 - Jesús sellado por el Espíritu Santo, reconocido y proclamado Hijo de Dios

Pero esto no era todo. Se había hecho hombre, y como hombre había recibido la plenitud del Espíritu Santo, que había descendido sobre él y morado en él; y el hombre así señalado, y sellado por parte del Padre, iba a bautizar él mismo con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo él fue señalado por el descenso del Espíritu Santo en otro carácter, del cual Juan por lo tanto da testimonio. Así subsistente, visto y sellado en la tierra, era el Hijo de Dios. Juan lo reconoce y lo proclama como tal.

2.14 - El efecto del testimonio de Juan para unir el remanente a Jesús, el único centro de reunión

Luego viene lo que puede llamarse el ejercicio directo y el efecto de su ministerio en aquel tiempo. Pero siempre es del Cordero de quien habla; porque ese era el objeto, el designio de Dios, y es eso lo que tenemos en este Evangelio, aunque Israel es reconocido en su lugar; porque la nación ocupaba ese lugar por parte de Dios.

2.15 - El nombramiento de Simón, un acto de autoridad

Los discípulos de Juan[9] siguen a Cristo hasta su morada. El efecto del testimonio de Juan es unir al resto a Jesús, el centro de su reunión. Jesús no lo rechaza y ellos le acompañan. Sin embargo, este resto, por mucho que se extienda el testimonio de Juan, no va, de hecho, más allá del reconocimiento de Jesús como el Mesías. Así fue históricamente[10]; pero Jesús los conocía a fondo, y declara el carácter de Simón tan pronto como viene a él, y le da su nombre apropiado. Fue un acto de autoridad que lo proclamó cabeza y centro de todo el sistema. Dios puede dar nombres; él conoce todas las cosas. Le dio este derecho a Adán, quien lo ejerció de acuerdo con Dios con respecto a todo lo que estaba bajo su mando, así como en el caso de su esposa. Grandes reyes, que reclaman este poder, han hecho lo mismo. Eva trató de hacerlo, pero se equivocó; aunque Dios puede dar un corazón comprensivo que, bajo su influencia, hable correctamente a este respecto. Ahora Cristo lo hace aquí, con autoridad y con todo conocimiento, en el momento en que se presenta el caso.

[9] Nótese, no es sobre su testimonio público, sino sobre la expresión de su corazón dirigida a alguien, que ellos oyeron.

[10] Un principio del más profundo interés para nosotros, como efecto de la gracia. Al recibir a Jesús recibimos todo lo que él es; a pesar de que por el momento solo podamos percibir en él lo que es la parte menos exaltada de su gloria.

2.16 - Natanael

A continuación, tenemos el testimonio inmediato del propio Cristo y de sus seguidores[11]. En primer lugar, al volver al lugar de su peregrinación terrena, según los profetas, llama a otros a seguirle. Natanael, que comienza rechazando a uno que vino de Nazaret, nos presenta, no lo dudo, al remanente de los últimos días (el testimonio al que pertenece el evangelio de la gracia vino primero, v. 29-34). Lo vemos al principio rechazando al despreciado del pueblo, y bajo la higuera, que representa a la nación de Israel; como la higuera que no había de dar más fruto, representa a Israel bajo el antiguo pacto. Pero Natanael es la figura de un remanente, visto y conocido por el Señor, en relación con Israel. El Señor que así se manifestó a su corazón y a su conciencia es confesado como Hijo de Dios y Rey de Israel. Esta es formalmente la fe del remanente salvado de Israel en los últimos días según el Salmo 2. Pero los que así recibieron a Jesús cuando estaba en la tierra deberían ver cosas aún mayores que las que los habían convencido. Además, en adelante[12] verían a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre. Aquel que por su nacimiento había ocupado su lugar entre los hijos de los hombres sería, por ese título, objeto de servicio para la más excelente de las criaturas de Dios. La expresión es enfática. Los propios ángeles de Dios estarían al servicio del Hijo del hombre. De modo que el remanente de Israel, sin engaño, lo reconoce como Hijo de Dios y Rey de Israel; y el Señor se declara también Hijo del hombre, en humillación ciertamente, pero objeto de servicio para los ángeles de Dios. Así tenemos la Persona y los títulos de Jesús, desde su existencia eterna y divina como Verbo, hasta su lugar milenario como Rey de Israel e Hijo del hombre[13]; que ya era al nacer en este mundo, pero que se realizará cuando regrese en su gloria.

[11] Estos versículos 38 y 43 recogen los dos caracteres en los que tenemos que ver con Cristo. Él los recibe y ellos permanecen con él, y los invita a seguirlo. No tenemos un mundo donde podamos morar, ni un centro en él que reúna a su alrededor a quienes están rectamente dispuestos por la gracia. Ningún profeta, ningún siervo de Dios podría hacerlo. Cristo es el único centro de reunión en el mundo. Entonces el seguimiento supone que no estamos en el reposo de Dios. En el Edén no era necesario el seguimiento. En el cielo no lo habrá. El gozo y el descanso donde estamos son perfectos. En Cristo tenemos un objeto divino, que nos da un camino claro a través de un mundo en el que no podemos descansar con Dios, porque el pecado está allí.

[12] No “de aquí en adelante”.

[13] Excepto lo que concierne a la Asamblea y a Israel. Aquí no es Sumo Sacerdote, no es Cabeza del Cuerpo, no se revela como el Cristo. Juan no da lo que muestra al hombre en el cielo, sino a Dios en el hombre en la tierra –no lo que es celestial como subido, sino lo que es divino aquí. Israel es considerado en todo momento como rechazado. Los discípulos lo reconocen como el Cristo, pero no es proclamado así.

2.17 - Repaso del capítulo 1

Antes de seguir adelante, repasemos algunos puntos de este capítulo. El Señor se revela como el Verbo –como Dios y con Dios; como luz– como vida: en segundo lugar, como el Verbo hecho carne, teniendo la gloria de un Hijo único con su Padre –como tal está lleno de gracia y verdad venida por él, de su plenitud todos hemos recibido, y él ha declarado al Padre (comp. con Juan 14) –el Cordero de Dios– Aquel sobre el pudo descender el Espíritu Santo, y que bautizó con el Espíritu Santo– el Hijo de Dios[14]: en tercer lugar, su obra lo que él hace, Cordero de Dios quitando el pecado, e Hijo de Dios y Rey de Israel. Esto cierra la revelación de su Persona y obra. A continuación, versículos 35-42, el ministerio de Juan, pero donde Jesús, como solo él podía, se convierte en el centro de reunión. Versículo 43, el ministerio de Cristo, en el cual llama a seguirle, lo cual, con los versículos 38, 39, da su doble carácter como el único punto atractivo en el mundo; con esto su entera humillación, pero poseída a través de un testimonio divino alcanzando al remanente según el Salmo 2, pero la toma de su título de Hijo del hombre según el Salmo 8 –el Hijo del hombre: podemos decir, todos sus títulos personales. Su relación con la Asamblea no está aquí, ni su función como Sacerdote; sino lo que pertenece a su Persona, y la conexión del hombre con Dios en este mundo. Así, además de su naturaleza divina, es todo lo que él fue y será en este mundo: su lugar celestial y sus consecuencias para la fe se enseñan en otra parte, y apenas se alude a ello, cuando es necesario, en este Evangelio.

[14] Aquí se le ve como Hijo de Dios en este mundo; en el versículo 14, está en la gloria de Hijo único con su Padre; y en el versículo 18, está así en el seno de su Padre.

2.18 - Carácter y efecto del testimonio del corazón a Cristo

Obsérvese que, al predicar a Cristo, de una manera hasta cierto punto completa, el corazón del oyente puede creer verdaderamente y adherirse a él, aunque invistiéndole de un carácter que la condición del alma no puede todavía sobrepasar, y mientras ignora la plenitud en que él ha sido revelado. De hecho, donde es real, el testimonio, por exaltado que sea su carácter, se encuentra con el corazón donde está. Juan dice: «¡He aquí el Cordero de Dios!» (v. 29). «Hemos hallado al Mesías» (v. 41), dicen los discípulos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan.

Nótese también que la expresión de lo que había en el corazón de Juan tuvo mayor efecto que un testimonio más formal, más doctrinal. Contempló a Jesús, y exclamó: «¡He aquí el Cordero de Dios!». Los discípulos le oyeron y siguieron a Jesús. Era, sin duda, su propio testimonio de parte de Dios, estando Jesús allí; pero no era una explicación doctrinal como la de los versículos precedentes.

3 - Capítulo 2

3.1 - El tercer testimonio de Cristo en las bodas: la bendición milenaria

Ya se habían dado los dos testimonios de Cristo que habían de darse en este mundo, ambos reuniéndose en torno a él como centro: el de Juan y el de Jesús ocupando su lugar en Galilea con el remanente –los dos días de los tratos de Dios con Israel aquí abajo[15]. El tercer día lo encontramos en el capítulo 2. Se celebra una boda en Galilea. Jesús está allí, y el agua de la purificación se convierte en vino de alegría para las bodas. Después, en Jerusalén, purifica con autoridad el templo de Dios y juzga a todos los que lo profanan. En principio, estas son las dos cosas que caracterizan su posición milenaria. Sin duda estas cosas tuvieron lugar históricamente; pero, tal como se introducen aquí y de esta manera, tienen evidentemente un significado más amplio. Además, ¿por qué el tercer día? ¿Después de qué? Habían tenido lugar dos días de testimonio: el de Juan y el de Jesús; y ahora se cumplían la bendición y el juicio. En Galilea tenía su lugar el remanente; y es el escenario de la bendición, según Isaías 9; Jerusalén es el del juicio. En la fiesta no quiso conocer a su madre: este era el vínculo de su relación natural con Israel, que, considerándolo como nacido bajo la Ley, era su madre. Se separa de ella para alcanzar la bendición. Es solo en testimonio por lo tanto en Galilea, por el momento. Es cuando él regrese que el buen vino será para Israel –verdadera bendición y alegría al final. Sin embargo, él permanece todavía con su madre, a quien, en cuanto a su obra, no reconoció. Y este también era el caso con respecto a su conexión con Israel.

[15] Obsérvese aquí que Jesús acepta el lugar de ese centro en torno al cual han de reunirse las almas: un principio muy importante. Ningún otro podía ocupar este lugar. Era divino. El mundo estaba todo mal, sin Dios, y había que hacer una nueva reunión en torno a él. A continuación, él proporciona el camino por el que el hombre debía caminar: «Sígueme» (1:43). Adán en el Paraíso no necesitaba camino. Cristo da uno divinamente ordenado, en un mundo donde no podía haber uno correcto, porque toda su condición era fruto del pecado. En tercer lugar, revela al hombre en su Persona como la Cabeza gloriosa, sobre todo, a quien sirven las criaturas más elevadas.

3.2 - El Hijo de Dios en la Casa de su Padre

Después, al juzgar a los judíos y limpiar judicialmente el templo, se presenta como Hijo de Dios. Es la Casa de su Padre. La prueba de ello que da es su resurrección, cuando los judíos lo hubieran rechazado y crucificado. Además, no era solo el Hijo: era Dios quien estaba allí, no en el templo. Esa casa construida por Herodes estaba vacía. El cuerpo de Jesús era ahora el verdadero templo. Selladas por su resurrección, las Escrituras y la palabra de Jesús tenían autoridad divina para los discípulos, pues hablaban de él según la intención del Espíritu de Dios.

3.3 - La revelación terrenal de Cristo cerrada: las cosas celestiales abiertas

Esta subdivisión del libro termina aquí. Cierra la revelación terrenal de Cristo incluyendo su muerte; pero aun así es el pecado del mundo. Juan 2 da el milenio; Juan 3 es la obra en y para nosotros que califica para el reino en la tierra o el cielo; y la obra para nosotros, cerrando la conexión del Mesías con los judíos, abre las cosas celestiales por la elevación del Hijo del hombre –amor divino y vida eterna.

3.4 - El estado natural del hombre como pérdida manifestada

Los milagros que hizo convencieron a muchos en cuanto a su entendimiento natural. Sin duda fue sinceramente; pero una conclusión humana justa. Pero ahora se abre otra verdad. El hombre, en su estado natural, [16] era realmente incapaz de recibir las cosas de Dios; no es que el testimonio fuera insuficiente para convencerlo, ni que nunca se convenciera: muchos lo estaban en ese momento; pero Jesús no se comprometió con ellos. Él sabía lo que era el hombre. Cuando estaba convencido, su voluntad, su naturaleza, no se alteraba. Que llegara el tiempo de la prueba, y se mostraría tal como era, alejado de Dios, e incluso su enemigo. Triste testimonio, pero demasiado cierto. La vida, la muerte de Jesús lo prueban. Él lo sabía al comenzar su obra. Esto no enfrió su amor, porque la fuerza de ese amor estaba en sí mismo.

[16] Obsérvese que aquí se manifiesta completa y minuciosamente el estado del hombre. Suponiendo que es exteriormente justo según la ley, y que cree en Jesús según convicciones naturales sinceras, se reviste de esto para ocultarse a sí mismo lo que realmente es. No se conoce a sí mismo en absoluto. Lo que es permanece intacto. Y es un pecador. Pero esto nos lleva a otra observación. Hay dos grandes principios del Paraíso mismo: la responsabilidad y la vida. El hombre nunca puede desenredarlos, hasta que aprende que está perdido, y que no existe el bien en él. Entonces se alegra de saber que hay una fuente de vida y perdón fuera de él. Esto es lo que se nos muestra aquí. Debe haber una vida nueva; Jesús no instruye una naturaleza que es solo pecado. Estos dos principios recorren la Escritura de manera notable: primero, como se ha dicho, en el Paraíso, la responsabilidad y la vida en el poder. El hombre tomó de un árbol, faltando a la responsabilidad, y perdió la vida. La Ley daba la medida de la responsabilidad cuando se conocía el bien y el mal, y prometía la vida sobre la base de hacer lo que exigía, satisfaciendo la responsabilidad. Cristo viene, satisface la necesidad del fracaso del hombre en su responsabilidad, y es, y da, la vida eterna. Así, y solo así, puede resolverse la cuestión y reconciliarse los dos principios. Además, en él se presentan dos cosas que revelan a Dios. Conoce al hombre y a todos los hombres. ¡Qué conocimiento en este mundo! Un profeta conoce lo que le es revelado; tiene, en ese caso, un conocimiento divino. Pero Jesús conoce a todos los hombres de un modo absoluto. Él es Dios. Pero una vez que ha introducido la vida en gracia, habla de otra cosa; habla de lo que conoce, y da testimonio de lo que ha visto. Ahora conoce a Dios, su Padre celestial. Él es el Hijo del hombre que está en el cielo. Conoce divinamente al hombre; pero también conoce divinamente a Dios y toda su gloria. ¡Qué magnífico cuadro, o más bien debería decir, revelación, de lo que él es para nosotros! Porque es aquí, como hombre, donde nos lo dice; y también, para que podamos entrar en él y disfrutarlo, se convierte en el sacrificio por el pecado según el amor eterno de Dios, su Padre.

4 - Capítulo 3

4.1 - El sentimiento de necesidad de Nicodemo: la del nuevo nacimiento

Pero había un hombre (Juan 3) –que era un fariseo– que no estaba satisfecho con esta convicción inoperante. Su conciencia fue alcanzada. Viendo a Jesús, y oyendo su testimonio, había producido un sentimiento de necesidad en su corazón. No es el conocimiento de la gracia, sino que es con respecto a la condición del hombre un cambio total. No sabe nada de la verdad, pero ha visto que está en Jesús, y la desea. Tiene también de inmediato un sentimiento instintivo de que el mundo estará contra él; y viene de noche. El corazón teme al mundo en cuanto tiene que ver con Dios; porque el mundo se opone a Él. La amistad del mundo es enemistad contra Dios. Este sentido de necesidad marcó la diferencia en el caso de Nicodemo. Se había convencido como los demás. Por eso dice: «Sabemos que eres un Maestro venido de Dios». Y la fuente de esta convicción eran los milagros. Pero Jesús lo detiene en seco; y eso a causa de la verdadera necesidad sentida en el corazón de Nicodemo. La obra de la bendición no debía realizarse enseñando al viejo hombre. El hombre necesitaba ser renovado en la fuente de su naturaleza, sin la cual no podría ver el reino[17]. Las cosas de Dios se disciernen espiritualmente; y el hombre es carnal, no tiene el Espíritu. El Señor no va más allá del reino –que, además, no era la Ley-, pues Nicodemo debería haber sabido algo del reino. Pero no comienza a enseñar a los judíos como profeta bajo la Ley. Presenta el reino mismo; pero para verlo, según su testimonio, el hombre debe nacer de nuevo. Pero el reino así venido en el Hijo del carpintero no podía verse sin una naturaleza totalmente nueva, no tocaba ninguna fibra de la comprensión del hombre ni de la expectación de los judíos, aunque se daba amplio testimonio de él en palabra y obra: en cuanto a entrar y tener parte en él, hay más desarrollo en cuanto al cómo. Nicodemo no ve más allá de la carne.

[17] Es decir, como había llegado entonces. Vieron al Hijo del carpintero. En la gloria, por supuesto, cada ojo en la tierra lo verá.

4.2 - La comunicación de la vida nueva a través de la Palabra de Dios y del Espíritu

El Señor se explica. Dos cosas eran necesarias –nacer de agua, y del Espíritu. El agua limpia. Y, espiritualmente, en sus afectos, corazón, conciencia, pensamientos, acciones, etc., el hombre vive, y en la práctica se purifica moralmente, mediante la aplicación, por el poder del Espíritu, de la Palabra de Dios, que juzga todas las cosas, y obra en nosotros vivamente nuevos pensamientos y afectos. Esta es el agua; es también la muerte de la carne. El agua verdadera que limpia cristianamente salió del costado de un Cristo muerto. Vino por el agua y la sangre, en el poder de la purificación y de la expiación. Él santifica a la asamblea limpiándola mediante el lavado de agua por la palabra. «Estáis limpios por la palabra que os he hablado» (15:3). Es, pues, la Palabra poderosa de Dios la que, puesto que el hombre debe nacer de nuevo en el principio y la fuente de su ser moral, juzga, como siendo muerte, todo lo que es de la carne[18]. Pero existe de hecho la comunicación de una vida nueva; lo que nace del Espíritu es espíritu, no es carne, tiene su naturaleza del Espíritu. No es el Espíritu –eso sería una encarnación; pero esta nueva vida es espíritu. Participa de la naturaleza de su origen. Sin esto, el hombre no puede entrar en el reino. Pero esto no es todo. Si era una necesidad para el judío, que ya era nominalmente hijo del reino, pues aquí tratamos de lo que es esencial y verdadero, fue también un acto soberano de Dios, y en consecuencia se cumple dondequiera que el Espíritu actúa con este poder. «Así es todo aquel que ha nacido del Espíritu» (2:8). Esto en principio abre la puerta a los gentiles.

[18] Obsérvese aquí que el bautismo, en lugar de ser el signo del don de la vida, es el signo de la muerte. Somos bautizados en su muerte. Al salir del agua, comenzamos una nueva vida en resurrección (todo lo que pertenecía al hombre natural se considera muerto en Cristo, y ha pasado para siempre). «Vosotros, estando muertos» (Efe. 2:1); y «el que ha muerto, está justificado del pecado» (Rom. 6:7). Pero también vivimos y tenemos buena conciencia por la resurrección de Jesucristo. Así, Pedro compara el bautismo con el diluvio, a través del cual Noé fue salvado, pero que destruyó el viejo mundo, que tuvo, por así decirlo, una nueva vida cuando emergió del diluvio.

4.3 - Las cosas celestiales reveladas por el Hijo del hombre

Sin embargo, Nicodemo, como maestro de Israel, debería haberlo entendido. Los profetas habían declarado que Israel debía sufrir este cambio, para poder disfrutar del cumplimiento de las promesas (véase Ez. 36), que Dios les había dado con respecto a su bendición en la tierra santa. Pero Jesús habló de estas cosas de una manera inmediata, y en conexión con la naturaleza y la gloria de Dios mismo. Un maestro en Israel debería haber sabido lo que contenía la palabra segura de la profecía. El Hijo de Dios declaró lo que sabía y lo que había visto con su Padre. La naturaleza contaminada del hombre no podía estar en relación con Aquel que se reveló en el cielo de donde vino Jesús. La gloria (de la plenitud de la cual él vino, y que formaba por lo tanto el tema de su testimonio como habiéndola visto, y de la cual el reino tenía su origen) no podía tener nada en ella que estuviera contaminado. Debían nacer de nuevo para poseerlo. Él dio testimonio, por lo tanto, como habiendo venido de lo alto y conociendo lo que convenía a Dios, su Padre. El hombre no recibió su testimonio. Podía ser convencido exteriormente por milagros; pero recibir lo que era propio de la presencia de Dios era otra cosa. Y si Nicodemo no podía recibir la verdad en su conexión con la parte terrenal del reino, de la cual incluso los profetas habían hablado, ¿qué harían él y los demás judíos si Jesús hablara de cosas celestiales? Sin embargo, nadie podía saber nada de ellas por otros medios. Nadie había subido allí y vuelto a bajar para traer noticias. Solo Jesús, en virtud de lo que era, –podía revelarlas– el Hijo del hombre en la tierra, existiendo al mismo tiempo en el cielo, la manifestación a los hombres de lo que era celestial, de Dios mismo en el hombre –como Dios estando en el cielo y en todas partes–, como el Hijo del hombre estando ante los ojos de Nicodemo y de todos. Sin embargo, debía ser crucificado, y así elevado del mundo al que había venido como manifestación del amor de Dios en todos sus caminos y de Dios mismo, y solo así podía abrirse la puerta del cielo a los hombres pecadores, solo así podía formarse un vínculo del hombre con él.

4.4 - La necesidad de la muerte del Hijo del hombre para expiación del pecado

Esto puso de manifiesto otra verdad fundamental. Si el cielo estaba en cuestión, se necesitaba algo más que nacer de nuevo. El pecado existía. Debía ser eliminado por aquellos que debían tener vida eterna. Y si Jesús, bajando del cielo, había venido a impartir esta vida eterna a otros, al emprender esta obra debía quitar el pecado –ser hecho pecado– para que la deshonra hecha a Dios fuera lavada, y la verdad de su carácter (sin el cual no hay nada seguro, ni bueno, ni justo) se mantuviera. El Hijo del hombre debía ser levantado, como fue levantada la serpiente en el desierto, para que la maldición bajo la cual moría el pueblo fuera eliminada. Rechazado su testimonio divino, el hombre, tal como estaba aquí abajo, se mostraba incapaz de recibir la bendición de lo alto. Debe ser redimido, su pecado expiado y quitado; debe ser tratado de acuerdo con la realidad de su condición, y de acuerdo con el carácter de Dios que no puede negarse a sí mismo. Jesús, en gracia, se comprometió a hacerlo. Era necesario que el Hijo del hombre fuera levantado, rechazado de la tierra por el hombre, cumpliendo la expiación ante el Dios de la justicia. En una palabra, Cristo viene con el conocimiento de lo que es el cielo y la gloria divina. Para que el hombre pudiera compartirla, el Hijo del hombre debía morir –debía ocupar el lugar de expiación– fuera de la tierra[19]. Obsérvese aquí el carácter profundo y glorioso de lo que Jesús trajo consigo, de la revelación que hizo.

[19] En la cruz, Cristo no está en la tierra, sino levantado de ella, rechazado ignominiosamente por el hombre, pero a pesar de ello presentado como víctima en el altar de Dios.

4.5 - El don del Hijo de Dios y el don de la vida eterna a todos los creyentes

La cruz y la separación absoluta entre el hombre de la tierra y Dios, este es el lugar de encuentro entre la fe y Dios, porque allí se encuentran a la vez la verdad de la condición del hombre y el amor que le hace frente. Así, al acercarse al lugar santo desde el campamento, lo primero que encontraban al atravesar la puerta del atrio era el altar. Se presentaba a todo el que dejaba el mundo exterior y entraba en él. Cristo, levantado de la tierra, atrae hacia él a todos los hombres. Pero si (debido al estado de alienación y culpa del hombre) era necesario que el Hijo del hombre fuera levantado de la tierra, para que todo el que creyera en él tuviera vida eterna, había otro aspecto de este mismo hecho glorioso: Dios había amado tanto al mundo que había dado a su Hijo único, para que todo el que creyera en Él tuviera vida eterna. En la cruz vemos la necesidad moral de la muerte del Hijo del hombre; vemos el don inefable del Hijo de Dios. Estas dos verdades se unen en el objeto común del don de la vida eterna a todos los creyentes. Y si era a todos los creyentes, era una cuestión de hombre, de Dios y del cielo, y se salía de las promesas hechas a los judíos y de los límites de los tratos de Dios con aquel pueblo. Porque Dios envió a su Hijo al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo. Pero la salvación es por la fe; y el que cree en la venida del Hijo, poniendo ahora todas las cosas a prueba, no es condenado (su estado se decide así); el que no cree ya está condenado, no ha creído en el único Hijo de Dios, ha manifestado su condición.

4.6 - La justa condena de Dios: el amor a las tinieblas, prueba de las malas obras

Y esto es lo que Dios les imputa. La luz ha venido al mundo, y ellos han amado las tinieblas porque sus obras eran malas. ¿Podría haber un tema más justo de condenación? No se trataba de que no encontraran perdón, sino de que prefirieran las tinieblas a la luz para continuar en el pecado.

4.7 - El contraste entre Juan el Bautista y Cristo

El resto del capítulo presenta el contraste entre las posiciones de Juan y de Cristo. Ambos están ante los ojos. El uno es el amigo fiel del Esposo, que solo vive para él; el otro es el Esposo, a quien todo pertenece: el uno, en sí mismo, un hombre terrenal, por grande que fuera el don que había recibido del cielo; el otro, del cielo mismo, y por encima de todo. La esposa era suya. El amigo del Esposo, al oír su voz, se llenó de gozo. Nada más hermoso que esta expresión del corazón de Juan el Bautista, inspirado por la presencia del Señor, lo suficientemente cerca de Jesús como para alegrarse y regocijarse de que Jesús era todo. Así es siempre.

4.8 - El testimonio de Juan y el de Aquel que viene del cielo

En cuanto al testimonio, Juan dio testimonio en relación con las cosas terrenas. Con ese fin fue enviado. El que vino del cielo estaba por encima de todos, y dio testimonio de las cosas celestiales, de lo que había visto y oído. Nadie recibió su testimonio. El hombre no era del cielo. Sin la gracia uno cree según sus propios pensamientos. Pero al hablar como hombre en la tierra, Jesús dijo las palabras de Dios; y el que recibió su testimonio puso su sello en que Dios era verdadero. Porque el Espíritu no se da por medida. Como testigo, el testimonio de Jesús era el testimonio de Dios mismo; sus palabras, las palabras de Dios. ¡Preciosa verdad! Además, él era el Hijo[20], y el Padre le amaba, y había entregado todas las cosas en su mano. Este es otro título glorioso de Cristo, otro aspecto de su gloria. Pero las consecuencias de esto para el hombre fueron eternas. No era la ayuda todopoderosa a los peregrinos, ni la fidelidad a las promesas, para que su pueblo pudiera confiar en él a pesar de todo. Era el Hijo vivificante del Padre. Todo estaba comprendido en él. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo, no verá la vida» 3:36). Permanece en su culpa. La ira de Dios permanece sobre él.

[20] La pregunta se presenta naturalmente, donde cierra el testimonio de Juan y comienza el del evangelista. Los dos últimos versículos, creo, son del evangelista.

4.9 - Resumen del capítulo 3

Todo esto es una especie de introducción. El ministerio del Señor, propiamente dicho, viene después. Juan (v. 24) aún no había sido encarcelado. No fue sino hasta después de ese acontecimiento que el Señor comenzó su testimonio público. El capítulo que hemos estado considerando explica lo que fue su ministerio, el carácter en que vino, su posición, la gloria de su Persona, el carácter del testimonio que dio, la posición del hombre en relación con las cosas de que habló, comenzando con los judíos, y continuando, por el nuevo nacimiento, la cruz y el amor de Dios, a sus derechos como venido al mundo, y la dignidad suprema de su propia Persona, a su testimonio propiamente divino, a su relación con el Padre, el objeto de cuyo amor era, y que había entregado todas las cosas en su mano. Era el testigo fiel, y de las cosas celestiales (comp. Juan 3:13), pero era también el Hijo mismo venido del Padre. Todo para el hombre descansaba en la fe en Él. El Señor sale del judaísmo, mientras presenta el testimonio de los profetas, y trae del cielo el testimonio directo de Dios y de la gloria, mostrando el único fundamento sobre el cual podemos tener parte en ello. Judío o gentil debe nacer de nuevo; y a las cosas celestiales solo se puede entrar por la cruz, la prueba maravillosa del amor de Dios al mundo. Juan le da lugar, poniendo de manifiesto –no en testimonio público a Israel sino a sus discípulos– la verdadera gloria de su Persona y de su obra[21] en este mundo. El pensamiento de la esposa y el Esposo es, creo, general. Juan dice ciertamente que él no es el Cristo, y que la esposa terrenal pertenece a Jesús; pero él nunca la ha tomado; y Juan habla de sus derechos, que para nosotros se realizan en una tierra mejor y en otro clima que este mundo. Es, repito, la idea general. Pero ahora hemos entrado en el nuevo terreno de una nueva naturaleza, la cruz, y el mundo y el amor de Dios hacia él.

[21] Obsérvese aquí que el Señor, sin ocultar (v. 11-13) el carácter de su testimonio, como en verdad no podía hacerlo, habla de la necesidad de su muerte y del amor de Dios. Juan habla de la gloria de su Persona. Jesús engrandece a su Padre al someterse a la necesidad que la condición de los hombres le imponía, si quería llevarlos a una nueva relación con Dios. «Dios», dijo él, «amó tanto» 3:16). Juan magnifica a Jesús. Todo es perfecto y está en su lugar. Hay cuatro puntos en lo que se dice con respecto a Jesús: Su supremacía; su testimonio –este es el testimonio que el Bautista da de él. Lo que sigue (v. 35-36) –que el Padre que le amó le diera todas las cosas, la vida eterna en contraste con la ira que es la porción de Dios para el incrédulo –es más bien la nueva revelación; el propósito de que Dios le diera todas las cosas, y que él mismo fuera la vida eterna bajada del cielo, es el de Juan el evangelista.

5 - Capítulo 4

5.1 - Expulsados de Judea, la gracia divina en Samaria

Y ahora (Juan 4), expulsado por los celos de los judíos, comienza su ministerio fuera de ese pueblo, sin dejar de reconocer su verdadera posición en los tratos de Dios. Se marcha a Galilea; pero su camino le lleva por Samaria, donde vivía una raza mezclada de extranjeros e israelitas, una raza que había abandonado la idolatría de los extranjeros, pero que, aunque seguía la Ley de Moisés y se llamaba a sí misma con el nombre de Jacob, había establecido su propio culto en Gerizim. Jesús no entra en la ciudad. Cansado, se sienta fuera de la ciudad, al borde del pozo, porque tenía que ir por allí; pero esta necesidad era una ocasión para que actuara aquella gracia divina que estaba en la plenitud de su Persona, y que desbordaba los estrechos límites del judaísmo.

5.2 - El bautismo de los discípulos de Jesús

Hay algunos detalles preliminares que comentar antes de entrar en el tema de este capítulo. Jesús mismo no bautizó, porque conocía toda la extensión de los designios de Dios en gracia, el verdadero objeto de su venida. No podía atar las almas por el bautismo a un Cristo vivo. Los discípulos tenían razón al hacerlo. Tenían que recibir a Cristo. Era fe de su parte.

5.3 - En el pozo de Jacob en Samaria

Cuando es rechazado por los judíos, el Señor no discute. Los deja; y, llegando a Sicar, se encontró en las asociaciones más interesantes en cuanto a la historia de Israel, pero en Samaria: triste testimonio de la ruina de Israel. El pozo de Jacob estaba en manos de gentes que se llamaban a sí mismas de Israel, pero la mayor parte de las cuales no lo eran, y adoraban no se sabía qué, aunque pretendían ser de la estirpe de Israel. Los que eran realmente judíos habían ahuyentado al Mesías con sus celos. Él –un hombre despreciado por el pueblo –se había alejado de entre ellos. Lo vemos compartiendo los sufrimientos de la humanidad y, cansado de su viaje, encontrando solo el borde de un pozo donde descansar al mediodía. Se contenta con ello. No busca otra cosa que la voluntad de su Dios: ella lo trajo hasta aquí. Los discípulos se habían ido, y Dios hizo venir a una mujer sola a aquella hora inusual. No era la hora en que las mujeres salían a sacar agua; pero, por orden de Dios, una pobre mujer pecadora y el Juez de vivos y muertos se encontraron así.

5.4 - El corazón del Salvador: el don del agua viva

El Señor, cansado y sediento, no tenía medios ni siquiera para saciar su sed. Depende, como hombre, de esta pobre mujer para tener un poco de agua para su sed. Se la pide. La mujer, al ver que era judío, se sorprende; y ahora se desarrolla la escena divina, en la que el corazón del Salvador, rechazado por los hombres y oprimido por la incredulidad de su pueblo, se abre para dejar brotar esa plenitud de gracia que encuentra su ocasión en las necesidades y no en la justicia de los hombres. Ahora bien, esta gracia no se limitaba a los derechos de Israel, ni se prestaba a los celos nacionales. Se trataba del don de Dios, de Dios mismo que estaba allí en gracia, y de Dios bajado tan bajo que, habiendo nacido en medio de su pueblo, dependía, en cuanto a su posición humana, de una mujer samaritana para obtener una gota de agua que calmara su sed. «Si conocieras el don de Dios, y [no quién soy yo, sino] quién es el que te dice: Dame de beber» (4:10); es decir, si hubieras sabido que Dios da gratuitamente, y la gloria de su Persona que estaba allí, y cuán profundamente se había humillado, su amor se habría revelado a tu corazón, y lo habría llenado de perfecta confianza, incluso con respecto a las necesidades que una gracia como esta habría despertado en tu corazón. «Le habrías pedido a él», dijo el divino Salvador, «y él te habría dado» el agua viva que brota para vida eterna (4:10). Tal es el fruto celestial de la misión de Cristo, dondequiera que sea recibido[22]. Su corazón lo abre (se estaba revelando), lo derrama en el corazón de quien era su objeto; consolándose por la incredulidad de los judíos (rechazando el fin de la promesa) presentando el verdadero consuelo de la gracia a la miseria que lo necesitaba. Este es el verdadero consuelo del amor, que se duele cuando no puede actuar. Las compuertas de la gracia son levantadas por la miseria que esa gracia riega. Manifiesta lo que Dios es en gracia; y el Dios de gracia estaba allí. Por desgracia, el corazón del hombre, marchito y egoísta, preocupado por sus propias miserias (fruto del pecado), no puede comprender esto. La mujer ve algo extraordinario en Jesús; siente curiosidad por saber lo que significa, le impresionan sus modales, de modo que tiene cierta fe en sus palabras; pero sus deseos se limitan al alivio de las penurias de su dolorosa vida, en la que un corazón ardiente no encontraba respuesta a la miseria que había adquirido como porción por el pecado.

[22] Nótese, también, aquí, que no es como con Israel en el desierto que había agua de la roca herida para beber. Aquí la promesa es de un pozo de agua que brota para vida eterna en nosotros mismos.

5.5 - La corriente de gracia y su cauce

Unas palabras sobre el carácter de esta mujer. Creo que el Señor quería mostrar que había necesidad, que los campos estaban listos para la siega; y que, si la miserable justicia propia de los judíos lo rechazaba, la corriente de gracia encontraría su cauce en otra parte, habiendo preparado Dios los corazones para aclamarla con gozo y acción de gracias, porque respondía a su miseria y necesidad, no a la de los justos. El canal de la gracia fue cavado por la necesidad y la miseria que la gracia misma hizo sentir.

5.6 - Aislada por el pecado: a solas con el Señor

La vida de esta mujer era vergonzosa; pero ella se avergonzaba de esta; por lo menos su posición la había aislado, separándola de la multitud que se olvida de sí misma en el tumulto de la vida social. Y no hay dolor interior como el de un corazón aislado; pero Cristo y la gracia lo satisfacen con creces. Su aislamiento cesa con creces. Él estaba más aislado que ella. Vino sola al pozo; no estaba con las otras mujeres. Sola, se encontró con el Señor, por la maravillosa guía de Dios que la llevó hasta allí. Incluso los discípulos tuvieron que alejarse para dejarle sitio. No sabían nada de esta gracia. Bautizaron, en efecto, en nombre de un Mesías en el que creían. Estaba bien. Pero Dios estaba allí en gracia –él que juzgaría a los vivos y a los muertos– y con él una pecadora en sus pecados. ¡Qué encuentro! Y Dios, que había caído tan bajo como para depender de ella por un poco de agua para saciar su sed.

5.7 - El sentimiento de necesidad de la mujer: la conciencia despertada por el buscador de corazones

Tenía una naturaleza ardiente. Había buscado la felicidad; había encontrado la miseria. Vivía en pecado y estaba cansada de la vida. Estaba en las profundidades de la miseria. El ardor de su naturaleza no encontró obstáculo en el pecado. Siguió, ¡ay! hasta el extremo. La voluntad, empeñada en el mal, se alimenta de deseos pecaminosos y se consume sin fruto. Sin embargo, su alma no dejaba de sentir la necesidad. Pensaba en Jerusalén, pensaba en Gerizim. Esperaba al Mesías, que les diría todas las cosas. ¿Cambió esto su vida? En absoluto. Su vida era impactante. Cuando el Señor habla de cosas espirituales, en un lenguaje adecuado para despertar el corazón, dirigiendo su atención a las cosas celestiales de una manera que uno habría pensado que era imposible de entender mal, ella no puede comprenderlo. El hombre natural no puede entender las cosas del Espíritu: se disciernen espiritualmente.

La novedad del discurso del Señor excitó su atención, pero no llevó sus pensamientos más allá de su cántaro, el símbolo de su trabajo diario; aunque vio que Jesús ocupaba el lugar de uno más grande que Jacob. ¿Qué había que hacer? Dios obró –obró en gracia, y en esta pobre mujer. Cualquiera que fuese la ocasión para ella, era él quien la había traído allí. Pero ella era incapaz de comprender las cosas espirituales, aunque estuvieran expresadas de la manera más clara; porque el Señor habló del agua que brota en el alma para vida eterna. Pero como el corazón humano gira siempre en torno a sus propias circunstancias y preocupaciones, su necesidad religiosa se limitaba prácticamente a las tradiciones por las que se había formado su vida, en cuanto a sus pensamientos y hábitos religiosos, dejando todavía un vacío que nada podía llenar. ¿Qué hacer entonces? ¿De qué manera puede actuar esta gracia, cuando el corazón no comprende la gracia espiritual que trae el Señor? Esta es la segunda parte de la maravillosa instrucción. El Señor trata con su conciencia. Una palabra dicha por Aquel que escudriña el corazón, escudriña su conciencia: ella está en presencia de un hombre que le dice todo lo que alguna vez hizo. Porque, despertada su conciencia por la palabra, y encontrándose abierta al ojo de Dios, toda su vida está ante ella.

5.8 - En presencia de Dios

¿Y quién es el que escruta así el corazón? Siente que su palabra es la Palabra de Dios. «Eres profeta» (4:19). La inteligencia en las cosas divinas viene por la conciencia, no por el intelecto. El alma y Dios están juntos, si se puede decir así, cualquiera que sea el instrumento empleado. Tiene todo que aprender, sin duda; pero está en presencia de Aquel que todo lo enseña. ¡Qué paso! ¡Qué cambio! ¡Qué nueva posición! Esta alma, que no veía más allá de su cántaro y que sentía su trabajo más que su pecado, está allí a solas con el Juez de vivos y muertos, con Dios mismo. ¿Y de qué manera? Ella no lo sabe. Solo sintió que era él mismo en el poder de su propia palabra. Pero al menos él no la despreció, como hicieron otros. Aunque estaba sola, estaba sola con él. Él le había hablado de la vida, del don de Dios; le había dicho que solo tenía que pedir y recibir. Ella no había entendido nada de lo que él quería decir; pero no era condenación, era gracia –gracia que se inclinaba hacia ella, que conocía su pecado y no se sentía repelida por él, que le pedía agua, que estaba por encima del prejuicio judío con respecto a ella, así como del desprecio de los humanamente justos– gracia que no le ocultaba su pecado, que le hacía sentir que Dios lo conocía, no obstante, él que lo conocía estaba allí sin alarmarla. Su pecado estaba ante Dios, pero no en juicio.

5.9 - La confianza inspirada por la gracia de Dios

Maravilloso encuentro del alma con Dios, que la gracia de Dios realiza por Cristo. No es que ella razonara sobre todas estas cosas, sino que estaba bajo el efecto de su verdad sin dar cuenta de ello a sí misma; porque la Palabra de Dios había llegado a su conciencia, y ella estaba en presencia de Aquel que la había realizado, y él era manso y humilde, y estaba contento de recibir un poco de agua de sus manos. Su mancilla no lo ensuciaba a él. Ella podía, de hecho, confiar en él, sin saber por qué. Así actúa Dios. La gracia inspira confianza –devuelve el alma a Dios en paz, antes de que tenga algún conocimiento inteligente, o pueda explicárselo a sí misma. De este modo, llena de confianza, comienza (era la consecuencia natural) con las preguntas que llenaban su propio corazón; dando así al Señor la oportunidad de explicarle plenamente los caminos de Dios en gracia. Dios lo había ordenado así, pues la pregunta distaba mucho de los sentimientos a los que la gracia la condujo después. El Señor responde según su condición: la salvación era de los judíos. Ellos eran el pueblo de Dios. La verdad estaba con ellos, y no con los samaritanos que adoraban no sabían qué. Pero Dios dejó todo eso de lado. Ya no era ni en Gerizim ni en Jerusalén donde debían adorar al Padre que se manifestaba en el Hijo. Dios era un espíritu, y debía ser adorado en espíritu y en verdad. Además, el Padre buscaba tales adoradores. Es decir, la adoración de sus corazones debía responder a la naturaleza de Dios, a la gracia del Padre que los había buscado[23]. Así pues, los verdaderos adoradores debían adorar al Padre en espíritu y en verdad. Jerusalén y Samaria desaparecen por completo: no tienen lugar ante tal revelación del Padre en gracia. Dios ya no se ocultó; se reveló perfectamente en luz. La gracia perfecta del Padre obró, para darle a conocer, por la gracia que trajo las almas a él.

[23] Se encontrará en los escritos de Juan que, cuando se habla de responsabilidad, Dios es la palabra utilizada; cuando de gracia para con nosotros, el Padre y el Hijo. Cuando se trata de bondad (el carácter de Dios en Cristo) hacia el mundo, entonces se habla de Dios.

5.10 - El Señor recibió: el efecto –el corazón lleno de Cristo mismo

Ahora bien, la mujer aún no había sido llevada a él; pero, como hemos visto en el caso de los discípulos y de Juan el Bautista, una gloriosa revelación de Cristo actúa sobre el alma donde se encuentra, y pone a la Persona de Jesús en conexión con la necesidad ya sentida. «Le dijo la mujer: Yo sé que el Mesías viene… cuando él venga nos lo declarará todo» (4:25). Por pequeña que fuera su inteligencia, e incapaz como era de comprender lo que Jesús le había dicho, su amor la encuentra allí donde puede recibir bendición y vida; y él le responde: «Ese soy yo, el que hablo contigo» (4:26). La obra estaba hecha: el Señor fue recibido. Una pobre pecadora samaritana recibe al Mesías de Israel, a quien los sacerdotes y los fariseos habían rechazado de entre el pueblo. El efecto moral sobre la mujer es evidente. Se olvida de su cántaro, de su trabajo, de sus circunstancias. Está absorta por este nuevo objeto que se revela a su alma, por Cristo; tan absorta que, sin pensarlo, se convierte en predicadora; es decir, proclama al Señor en la plenitud de su corazón y con perfecta sencillez. Él le había dicho todo lo que ella había hecho. Ella no piensa en ese momento en lo que era. Jesús se lo había dicho; y el pensamiento de Jesús quita la amargura del pecado. El sentimiento de su bondad quita el engaño del corazón que trata de ocultar su pecado. En una palabra, su corazón está completamente lleno de Cristo mismo. Muchos creyeron en él a través de su declaración: «Me ha dicho todo cuanto he hecho» (4:29); muchos más, cuando lo hubieron oído. Su propia palabra llevaba consigo una convicción más fuerte, por estar más inmediatamente conectada con su Persona.

5.11 - Los campos de cosecha: los jornaleros, sus salarios y los frutos

Mientras tanto, llegan los discípulos y, naturalmente, se maravillan de su conversación con la mujer. Su Maestro, el Mesías, lo comprendían; pero la gracia de Dios manifestada en la carne estaba aún más allá de sus pensamientos. La obra de esta gracia era la carne de Jesús, y eso en la humildad de la obediencia como enviado de Dios. Estaba absorto en ella y, en perfecta humildad de obediencia, era su gozo y su alimento hacer la voluntad de su Padre y terminar su obra. Y el caso de esta pobre mujer tuvo una voz que llenó su corazón de profunda alegría, herido como estaba en este mundo, porque él era amor. Si los judíos lo rechazaban, los campos en los que la gracia buscaba sus frutos para el granero eterno estaban ya blancos para la cosecha. Por lo tanto, el que trabajaba no debía perder su salario, ni el gozo de tener ese fruto para vida eterna. Sin embargo, incluso los apóstoles no eran más que segadores donde otros habían sembrado. La pobre mujer era una prueba de ello. Cristo, presente y revelado, satisfizo la necesidad que el testimonio del profeta había despertado. Así, mientras manifestaba una gracia que revelaba el amor del Padre, de Dios Salvador, y salía, por consiguiente, de los límites del sistema judío, reconocía plenamente el servicio fiel de sus colaboradores de antaño, los profetas que, por el Espíritu de Cristo desde el principio del mundo, habían hablado del Redentor, de los sufrimientos de Cristo y de las glorias que vendrían después. Los sembradores y los segadores deben alegrarse juntos por el fruto de su trabajo.

5.12 - El cuadro divino presentado en la gracia que fluye en el pozo de Sicar

Pero ¡qué cuadro es todo esto del propósito de la gracia, y de su plenitud poderosa y viva en la Persona de Cristo, del don gratuito de Dios, y de la incapacidad del espíritu del hombre para aprehenderlo, preocupado y cegado como está por las cosas presentes, sin ver nada más allá de la vida de la naturaleza, aunque sufriendo las consecuencias de su pecado! Al mismo tiempo, vemos que es en la humillación, en el abajamiento profundo del Mesías, de Jesús, donde Dios mismo se manifiesta en esta gracia. Es esto lo que rompe las barreras y da libre curso al torrente de gracia que viene de lo alto. Vemos también que la conciencia es la puerta de la comprensión de las cosas de Dios. Entramos verdaderamente en relación con Dios cuando él escudriña el corazón. Este es siempre el caso. Entonces estamos en la verdad. Además, Dios se manifiesta así, y la gracia y el amor del Padre. Él busca adoradores, y eso, según esta doble revelación de sí mismo, por grande que sea su paciencia con los que no ven más allá del primer paso de las promesas de Dios. Si se recibe a Jesús, hay un cambio completo; se realiza la obra de la conversión; hay fe. Al mismo tiempo, ¡qué cuadro divino de nuestro Jesús, humillado, ciertamente, pero aun así la manifestación de Dios en amor!, el Hijo del Padre, ¡Aquel que conoce al Padre y hace su obra! ¡Qué escena tan gloriosa e ilimitada se abre ante el alma que es admitida a verle y conocerle!

Toda la gama de la gracia está abierta aquí para nosotros en su obra y su alcance divino, en lo que se refiere a su aplicación al individuo, y la inteligencia personal que podemos tener con respecto a ella. No es precisamente el perdón, ni la redención, ni la Asamblea. Es la gracia que fluye en la Persona de Cristo; y la conversión del pecador, a fin de que pueda disfrutarla en sí mismo, y sea capaz de conocer a Dios y de adorar al Padre de la gracia. Pero, ¡cuán completamente nos hemos salido en principio de los estrechos límites del judaísmo!

5.13 - En Galilea: el segundo milagro del Señor y las grandes verdades que expone

Sin embargo, en su ministerio personal, el Señor, siempre fiel, haciéndose a un lado para glorificar a su Padre obedeciéndole, se dirige a la esfera de trabajo que Dios le ha asignado. Deja a los judíos, pues ningún profeta es recibido en su propia patria, y se va a Galilea, entre los despreciados de su pueblo, los pobres del rebaño, donde la obediencia, la gracia y los consejos de Dios lo colocaron por igual. En ese sentido, no abandonó a su pueblo, perverso como era. Allí obra un milagro que expresa el efecto de su gracia en relación con el remanente creyente de Israel, por débil que fuera su fe. Vuelve al lugar donde había convertido el agua de purificación en vino de alegría («que alegra a Dios y a los hombres»). Con aquel milagro había manifestado, en figura, el poder que debía liberar al pueblo y por el cual, al ser recibido, establecería la plenitud del gozo en Israel, creando con ese poder el buen vino de las nupcias de Israel con su Dios. Israel lo rechazó todo. El Mesías no fue recibido. Se retiró entre los pobres del rebaño en Galilea, después de haber mostrado a Samaria (de paso) la gracia del Padre, que iba más allá de todas las promesas y tratos con el judío, y en la Persona y la humillación de Cristo condujo a las almas convertidas a adorar al Padre (fuera de todo sistema judío, verdadero o falso) en espíritu y en verdad; y allí, en Galilea, obra un segundo milagro en medio de Israel, donde sigue trabajando, según la voluntad de su Padre, es decir, dondequiera que haya fe; no todavía, quizá, en su poder de resucitar a los muertos, pero sí de curar y salvar la vida de lo que estaba a punto de perecer. Cumplió el deseo de esa fe y devolvió la vida a quien estaba a punto de morir. Era esto, de hecho, lo que él estaba haciendo en Israel mientras estaba aquí abajo. Se expusieron estas dos grandes verdades: lo que iba a hacer de acuerdo con los propósitos de Dios Padre, como rechazado; y lo que estaba haciendo en ese momento por Israel, de acuerdo con la fe que encontró entre ellos.

5.14 - Resumen de los capítulos 5-21

En los capítulos que siguen se exponen los derechos y la gloria inherentes a su Persona; el rechazo de su palabra y de su obra; la salvación segura del remanente y de todas sus ovejas dondequiera que se encuentren. Después –reconocido por Dios, como manifestado en la tierra, Hijo de Dios, de David y del hombre– se despliega lo que hará cuando se haya ido, y el don del Espíritu Santo; también la posición en que colocó a los discípulos ante el Padre, y con respecto a sí mismo. Y luego –después de la historia de Getsemaní, la entrega de su propia vida, su muerte como entrega de su vida por nosotros– todo el resultado, en los caminos de Dios, hasta su regreso, se da brevemente en el capítulo que cierra el libro.

Podemos ir más rápidamente a través de los capítulos hasta el décimo, no como de poca importancia –lejos de ello– sino como conteniendo algunos grandes principios que pueden ser señalados, cada uno en su lugar, sin requerir mucha explicación.

6 - Capítulo 5

6.1 - El poder vivificador de Cristo contrastado con la impotencia de las ordenanzas legales

Juan 5 contrasta el poder vivificador de Cristo, el poder y el derecho de dar vida a los muertos, con la impotencia de las ordenanzas legales. Estas requerían fuerza en la persona que iba a beneficiarse de ellas. Cristo trajo consigo el poder de sanar y, de hecho, de vivificar. Además, todo el juicio le fue encomendado a él, para que los que habían recibido la vida no fueran juzgados. El final del capítulo expone los testimonios que se han dado de él, y la culpa, por tanto, de los que no quisieron venir a él para tener vida. Uno es gracia soberana, el otro, responsabilidad porque la vida estaba allí. Para tener vida se necesitaba su poder divino; pero al rechazarle, al negarse a venir a él para tener vida, lo hicieron a pesar de las pruebas más positivas.

6.2 - El hombre impotente: la fuerza impartida por Cristo

Entremos un poco en los detalles. El pobre hombre que tuvo una enfermedad durante 38 años se vio absolutamente impedido, por la naturaleza de su enfermedad, de beneficiarse de medios que requerían fuerza para usarlos. Este es el carácter del pecado, por una parte, y de la ley, por otra. Algunos restos de bendición aún existían entre los judíos. Los ángeles, ministros de aquella dispensación, todavía obraban entre el pueblo. Jehová no se dejó sin testimonio. Pero se necesitaba fuerza para aprovechar este ejemplo de su ministerio. Lo que la Ley no pudo hacer, siendo débil por la carne, Dios lo ha hecho por medio de Jesús. El hombre impotente tenía deseo, pero no fuerza; la voluntad estaba presente en él, pero no el poder para realizarlo. La pregunta del Señor pone esto de manifiesto. Una sola palabra de Cristo lo hace todo. «Levántate, recoge tu camilla y anda» (5:8). La fuerza es impartida. El hombre se levanta y se va llevando su lecho[24].

[24] Cristo trae consigo la fuerza que la Ley requiere en el hombre mismo para beneficiarse de ella.

6.3 - El Sabbat: Dios comienza a obrar de nuevo con poder y amor

Era sábado[25], una circunstancia importante que ocupa un lugar prominente en esta interesante escena. Pero se había demostrado que la Ley no daba al hombre el descanso de Dios. Se necesitaba el poder de una vida nueva; se necesitaba la gracia, para que el hombre pudiera estar en relación con Dios. La curación de este pobre hombre fue una operación de esta misma gracia, de este mismo poder, pero realizada en medio de Israel. El estanque de Betesda suponía poder en el hombre; el acto de Jesús empleó el poder, en gracia, en favor de uno de los del pueblo del Señor en apuros. Por lo tanto, al tratar con su pueblo en gobierno, le dice al hombre: «No peques más, no sea que te suceda otra cosa peor» (5:14). Era Jehová actuando por su gracia y bendición entre su pueblo; pero era en las cosas temporales, las muestras de su favor y amorosa bondad, y en conexión con su gobierno en Israel. Sin embargo, era poder y gracia divinos. Ahora bien, el hombre dijo a los judíos que era Jesús. Se levantan contra él con el pretexto de una violación del sábado. La respuesta del Señor es profundamente conmovedora y llena de instrucción: toda una revelación. Declara la relación, ahora revelada abiertamente por su venida, que existía entre él mismo (el Hijo) y su Padre. Muestra –¡y qué profundidad de gracia!– que ni el Padre ni él mismo podían encontrar su sábado[26] en medio de la miseria y de los tristes frutos del pecado.

[25] Se introduce el sábado, cualquier nueva institución o arreglo que se establezca bajo la Ley. Y en verdad, una parte en el reposo de Dios es, en ciertos aspectos, el más alto de nuestros privilegios (véase Hebr. 4). El sábado fue el cierre de la primera, o esta, creación, y lo será cuando se cumpla. Nuestro descanso está en la nueva, y eso no en el estado de creación del primer hombre, sino resucitado, siendo Cristo el segundo Hombre su principio y cabeza. De ahí el primer día de la semana.

[26] El sábado de Dios es un sábado de amor y santidad.

Jehová en Israel podía imponer el sábado como una obligación por la Ley, y hacerlo una muestra de la verdad previa de que su pueblo debía entrar en el reposo de Dios. Pero, de hecho, cuando Dios era verdaderamente conocido, no había descanso en las cosas existentes; ni esto era todo: Él obraba en gracia, su amor no podía descansar en la miseria. Había instituido un descanso en relación con la creación, cuando era muy buena. El pecado, la corrupción y la miseria habían entrado en ella. Dios, el santo y el justo, ya no encontró en ella un sábado, y el hombre no entró realmente en el reposo de Dios (compárese Hebr. 4). De dos cosas, una: o Dios debe, en justicia, destruir a la raza culpable; o –y esto es lo que hizo, de acuerdo con sus propósitos eternos– debe comenzar a obrar en gracia, de acuerdo con la redención que el estado del hombre requería –una redención en la que se despliega toda su gloria. En una palabra, debe comenzar a obrar de nuevo en el amor. Así dice el Señor: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo» (5:17). Dios no puede estar satisfecho donde hay pecado. No puede descansar con la miseria a la vista. No tiene sábado, sino que trabaja en gracia. ¡Qué respuesta tan divina a sus desdichadas cavilaciones!

6.4 - El Señor se pone en pie de igualdad con el Padre

Otra verdad se desprende de lo que dijo el Señor: Se puso a sí mismo en igualdad con su Padre. Pero los judíos, celosos de sus ceremonias –de aquello que los distinguía de las demás naciones–, no vieron nada de la gloria de Cristo, y trataron de matarlo, tratándolo de blasfemo. Esto da ocasión a Jesús para exponer toda la verdad sobre este punto. No era como un ser independiente con iguales derechos, otro Dios que actuara por cuenta propia, lo cual, por otra parte, es imposible. No puede haber dos seres supremos y omnipotentes. El Hijo está en plena unión con el Padre, no hace nada sin el Padre, sino que hace todo lo que ve hacer al Padre. No hay nada que haga el Padre que no haga en comunión con el Hijo; y aún deben verse mayores pruebas de esto, para que se maravillen. Esta última frase de las palabras del Señor, así como todo este Evangelio, muestra que, al mismo tiempo que revela absolutamente que él y el Padre son uno, lo revela y habla de ello como en una posición en la que podía ser visto por los hombres. La cosa de la que habla está en Dios; la posición en la que habla de ella es una posición tomada y, en cierto sentido, inferior. En todas partes vemos que es igual y uno con el Padre. Vemos que todo lo recibe del Padre y todo lo hace según la mente del Padre. (Esto se muestra muy notablemente en Juan 17). Es el Hijo, pero el Hijo manifestado en carne, actuando en la misión que el Padre le envió a cumplir.

6.5 - El Hijo como dador de vida y juez de todos

En este capítulo se habla de dos cosas (v. 21-22) que demuestran la gloria del Hijo. Él vivifica y él juzga. No se trata de curar, obra que, en el fondo, brota de la misma fuente y tiene su origen en el mismo mal, sino de dar vida de una manera evidentemente divina. Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo da vida a quien quiere. Aquí tenemos la primera prueba de sus derechos divinos: Él da la vida y la da a quien quiere. Pero, al estar encarnado, puede ser personalmente deshonrado, desautorizado, despreciado por los hombres. En consecuencia, se le confía todo el juicio, sin que el Padre juzgue a nadie, para que todos, incluso los que han rechazado al Hijo, le honren, como honran al Padre, a quien tienen por Dios. Si se niegan cuando él actúa en gracia, se verán obligados cuando actúe en juicio. En la vida, tenemos comunión por el Espíritu Santo con el Padre y el Hijo (y vivificar o dar vida es obra tanto del Padre como del Hijo); pero en el juicio, los incrédulos tendrán que ver con el Hijo del hombre a quien han rechazado. Las dos cosas son muy distintas. Aquel a quien Cristo ha vivificado no necesitará ser obligado a honrarle sometiéndose al juicio. Jesús no llamará a juicio a aquel a quien ha salvado vivificándolo.

6.6 - La gracia da la vida eterna y protege del juicio

¿Cómo podemos saber, entonces, a cuál de estas dos clases pertenecemos? El Señor (¡alabado sea su nombre!) responde, el que oye su palabra, y cree al que le envió (cree al Padre oyendo a Cristo), tiene vida eterna (tal es el poder vivificador de su palabra), y no vendrá a juicio[27]. Ha pasado de muerte a vida. El juicio glorificará al Señor en el caso de aquellos que lo han despreciado aquí. La posesión de la vida eterna, para que no vengan a juicio, es la porción de los que creen.

[27] Obsérvese cuán pleno es el significado de esto. Si no entran en el juicio para determinar su estado, como lo diría el hombre, se demuestra que están totalmente muertos en el pecado. La gracia en Cristo no contempla un estado incierto que el juicio determinará. Da vida y asegura del juicio. Pero mientras él juzga como Hijo del hombre según las obras hechas en el cuerpo, nos muestra aquí que todos estaban muertos en pecado para empezar.

6.7 - Dos períodos distintos en el ejercicio del poder del Señor:

6.7.1 - Las almas vivificadas por el Hijo de Dios

A continuación, el Señor señala dos períodos distintos, en los que se ejercerá el poder que el Padre le había encomendado al descender a la tierra. Se acercaba la hora –ya había llegado– en que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeran vivirían. Esta es la comunicación de la vida espiritual por Jesús, el Hijo de Dios, al hombre, que está muerto por el pecado, y ello por medio de la palabra que debe oír. Porque el Padre ha dado al Hijo, a Jesús, así manifestado en la tierra, tener vida en sí mismo (comp. 1 Juan 1:1-2). También le ha dado autoridad para ejecutar el juicio, porque es el Hijo del hombre. Porque el reino y el juicio, según los designios de Dios, le pertenecen como Hijo del hombre –en aquel carácter en que fue despreciado y rechazado cuando vino en gracia.

Este pasaje nos muestra también que, aunque era el Hijo eterno, uno con el Padre, siempre se le considera manifestado aquí en carne y, por tanto, como recibiendo todo del Padre. Así es como lo hemos visto en el pozo de Samaria: el Dios que dio, pero el que pidió a la pobre mujer que le diera de beber.

6.7.2 - Los cadáveres resucitados

Jesús, entonces, vivificó las almas en aquel tiempo. Él todavía da vida. No debían maravillarse. Se realizaría una obra más maravillosa a los ojos de los hombres. Todos los que estaban en el sepulcro debían salir. Este es el segundo período del que habla. En uno, él vivifica las almas; en el otro, resucita los cuerpos de la muerte. El primero ha durado durante el ministerio de Jesús y aproximadamente 2.000 años desde su muerte; el otro aún no ha llegado, pero durante su continuación ocurrirán dos cosas. Habrá una resurrección de aquellos que han hecho el bien (esta será una resurrección de vida, el Señor completará su obra de vivificación), y habrá una resurrección de aquellos que han hecho el mal (esta será una resurrección para su juicio). Este juicio será según el pensamiento de Dios, y no según ninguna voluntad personal separada de Cristo. Hasta aquí es poder soberano, y en cuanto a la vida, gracia soberana: Él vivifica a quien quiere. Lo que sigue es la responsabilidad del hombre en cuanto a la obtención de la vida eterna. Estaba en Jesús, y no quisieron venir a él para obtenerla.

6.8 - Cuatro testimonios de la gloria y de la persona del Señor, que dejan al hombre sin excusa

El Señor continúa señalándoles cuatro testimonios rendidos a su gloria y a su Persona, que los dejaban sin excusa: Juan, sus propias obras, su Padre y las Escrituras. Sin embargo, mientras pretendían recibir estas últimas, como encontrando en ellas la vida eterna, no querían venir a él para tener vida. ¡Pobres judíos! El Hijo vino en nombre del Padre, y no quisieron recibirle; otro vendrá en su propio nombre, y a este recibirán. Esto conviene mejor al corazón del hombre. Buscaban honores unos de otros: ¿cómo iban a creer? Recordemos esto. Dios no se acomoda al orgullo del hombre, no dispone la verdad para alimentarlo. Jesús conocía a los judíos. No es que los acusara ante el Padre: Moisés, en quien ellos confiaban, lo haría; pues si hubieran creído a Moisés, habrían creído a Cristo. Pero si no daban crédito a los escritos de Moisés, ¿cómo iban a creer las palabras de un Salvador despreciado?

En consecuencia, el Hijo de Dios da la vida y ejecuta el juicio. En el juicio que él ejecuta, el testimonio que se había dado de su Persona deja al hombre sin excusa sobre la base de su propia responsabilidad. En Juan 5 Jesús es el Hijo de Dios que, con el Padre, da la vida, y como Hijo del hombre juzga. En Juan 6 es el objeto de la fe, como bajado del cielo y moribundo. Solo alude a su subida a lo alto como Hijo del hombre.

7 - Capítulo 6

7.1 - El pan de vida: el Señor encarnado entregado a la muerte y ascendido de nuevo al cielo

En Juan 6, pues, es el Señor bajado del cielo, humillado y entregado a la muerte, no ya como Hijo de Dios, uno con el Padre, fuente de vida; sino como Aquel que, siendo Jehová y a la vez Profeta y Rey, iba a ocupar en el cielo el lugar de Víctima y el de Sacerdote: en su encarnación, el pan de vida; muerto, el verdadero alimento de los creyentes; ascendido de nuevo al cielo, el objeto vivo de su fe. Pero solo se detiene en este último rasgo: la doctrina del capítulo es la que precede. No es el poder divino el que vivifica, sino el Hijo del hombre venido en carne, el objeto de la fe y, por tanto, el medio de vida; y, aunque, como se declara obviamente por el llamamiento de la gracia, no es el lado divino el que vivifica a quien él quiere, sino la fe en nosotros que se aferra a él. En ambos actúa independientemente de los límites del judaísmo. Él vivifica a quien quiere y viene a dar vida al mundo.

7.2 - El Señor en contraste con el judaísmo: bendiciones terrenales y una nueva posición y doctrina

Fue con ocasión de la Pascua, un tipo que el Señor iba a cumplir con la muerte de la que habló. Obsérvese, aquí, que todos estos capítulos presentan al Señor, y la verdad que lo revela, en contraste con el judaísmo, que él abandonó y puso a un lado. Juan 5 fue la impotencia de la ley y sus ordenanzas; aquí son las bendiciones prometidas por el Señor a los judíos en la tierra (Sal. 132:15), y los caracteres de Profeta y Rey cumplidos por el Mesías en la tierra en relación con los judíos, los que se ven en contraste con la nueva posición y la doctrina de Jesús. Esto, de lo que aquí hablo, caracteriza cada tema distinto de este Evangelio.

7.3 - El Profeta, Sacerdote y Rey respecto a Israel

En primer lugar, Jesús bendice al pueblo, de acuerdo con la promesa de lo que Jehová haría, dada en el Salmo 132, pues él era Jehová. Ante esto, el pueblo lo reconoce como «el Profeta» (6:14), y desea por la fuerza hacerlo su Rey. Pero él lo rechaza ahora: no podía aceptarlo de esta manera carnal. Jesús los deja y sube solo a un monte. Esta era, en sentido figurado, su posición como Sacerdote en las alturas. Estos son los tres caracteres del Mesías con respecto a Israel; pero el último tiene plena y especial aplicación a los santos que ahora también caminan sobre la tierra y que continúan en esta posición de remanente. Los discípulos entran en un barco y, sin él, son zarandeados por las olas. Sobreviene la oscuridad (esto le sucederá al remanente aquí abajo), y Jesús se aleja. Sin embargo, se reúne con ellos y le reciben con gozo. Inmediatamente la nave llega al lugar adonde se dirigían. Un cuadro impresionante del remanente viajando en la tierra durante la ausencia de Cristo, y todos sus deseos plena e inmediatamente satisfechos –plena bendición y descanso– cuando él se reúne con ellos[28].

[28] La aplicación directa de esto es al remanente; pero entonces, como se insinúa en el texto, nosotros, en cuanto a nuestro camino en la tierra, somos, por así decirlo, la continuación de ese remanente, y Cristo está en lo alto por nosotros, mientras nosotros estamos en las olas de abajo. La parte subsiguiente del capítulo, del pan de vida, es propiamente para nosotros. Se trata del mundo, no de Israel. En efecto, aunque Cristo es Aarón dentro del velo por Israel, mientras está allí los santos tienen propiamente su carácter celestial.

7.4 - El Hijo del hombre humillado aquí

Esta parte del capítulo, habiéndonos mostrado al Señor ya como el Profeta aquí abajo, y rehusando ser hecho Rey, y también lo que todavía tendrá lugar cuando él regrese al remanente en la tierra –el marco histórico de lo que él era y será– el resto del capítulo nos da lo que él es mientras tanto a la fe, su verdadero carácter, el propósito de Dios al enviarlo, fuera de Israel, y en conexión con la gracia soberana. El pueblo le busca. La verdadera obra, que Dios posee, es creer en Aquel a quien él ha enviado. Esta es la carne que permanece para vida eterna, la cual es dada por el Hijo del hombre (en este carácter encontramos aquí a Jesús, como en Juan 5 era el Hijo de Dios), porque él es a quien Dios el Padre ha sellado. Jesús había tomado este lugar de Hijo del hombre en humillación aquí abajo. Fue a ser bautizado por Juan el Bautista; y allí, en este carácter, el Padre lo selló, descendiendo sobre él el Espíritu Santo.

7.5 - El verdadero pan del cielo puesto ante la fe

La multitud le pide una prueba como el maná. Él mismo era la prueba: el verdadero maná. Moisés no dio el pan de vida celestial. Sus padres murieron en el mismo desierto en el que habían comido el maná. El Padre les dio ahora el verdadero pan del cielo. Aquí, obsérvese, no es el Hijo de Dios quien da, y quien es el soberano Dador de vida a quien él quiere. Él es el objeto puesto delante de la fe; él es de quien hay que alimentarse. En él se encuentra la vida; el que lo come vivirá por él y nunca tendrá hambre. Pero la multitud no creía en él; de hecho, la masa de Israel, como tal, no estaba en cuestión. Los que el Padre le diera debían venir a él. Él era allí el objeto pasivo, por así decirlo, de la fe. Ya no es a quien él quiere, sino para recibir a los que el Padre le trajo. Por tanto, sea quien fuere, de ningún modo los echaría fuera: enemigo, escarnecedor, gentil, no vendrían si el Padre no los hubiera enviado. El Mesías estaba allí para hacer la voluntad de su Padre, y a quienquiera que el Padre le trajera, él lo recibiría para vida eterna (comp. Juan 5:21). La voluntad del Padre tenía estos dos caracteres. De todos los que el Padre le diera, no perdería a ninguno. ¡Preciosa seguridad! El Señor salva con seguridad hasta el fin a los que el Padre le ha dado; y entonces todo el que vea al Hijo y crea en él tendrá vida eterna. Este es el Evangelio para toda alma, como el otro es el que asegura infaliblemente la salvación de todo creyente.

7.6 - Una nueva dispensación: resurrección y vida eterna

Pero esto no es todo. El tema de la esperanza no era ahora el cumplimiento en la tierra de las promesas hechas al judío, sino ser resucitado de entre los muertos, tener parte en la vida eterna –en la resurrección en el último día (es decir, de la edad de la Ley en la que estaban). Él no coronó la dispensación de la Ley; él iba a traer una nueva dispensación, y con ella la resurrección. Los judíos[29] murmuran cuando dice que ha bajado del cielo. Jesús responde con el testimonio de que su dificultad era fácil de comprender: nadie podía venir a él si no lo traía el Padre. Era la gracia la que producía este efecto; el que fueran judíos o no daba lo mismo. Se trataba de la vida eterna, de ser resucitados de entre los muertos por él; no de cumplir las promesas como Mesías, sino de traer la vida de un mundo muy diferente para ser disfrutada por la fe –la gracia del Padre había llevado al alma a encontrarla en Jesús. Además, los profetas habían dicho que todos debían ser enseñados por Dios. Por tanto, todos los que habían aprendido del Padre venían a él. Nadie, sin duda, había visto al Padre, excepto Aquel que era de Dios: Jesús; él había visto al Padre. El que creía en él poseía ya la vida eterna, porque él era el pan bajado del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.

[29] En Juan, los judíos se distinguen siempre de la multitud. Son los habitantes de Jerusalén y Judea. Tal vez sería más fácil entender este Evangelio si las palabras se tradujeran por «los de Judea», que es el verdadero sentido.

7.7 - La muerte de Cristo como vida del creyente

Pero no solo por la encarnación, sino por la muerte de Aquel que bajó del cielo. Él daría su vida; su sangre sería extraída del cuerpo que había asumido. Comerían su carne y beberían su sangre. La muerte debe ser la vida del creyente. Y, de hecho, es en un Salvador muerto donde vemos quitado el pecado que él llevó por nosotros, y la muerte para nosotros es la muerte a la naturaleza pecaminosa en la que residía el mal y nuestra separación de Dios. Allí puso fin al pecado Aquel que no conoció pecado. La muerte, que trajo el pecado, quita el pecado que estaba unido a la vida, que allí llega a su fin. No es que Cristo tuviera pecado en su propia persona, sino que tomó el pecado, fue hecho pecado en la cruz por nosotros. Y el que está muerto es justificado del pecado. Me alimento, pues, de la muerte de Cristo. La muerte es mía; se ha convertido en vida. Me separa del pecado, de la muerte, de la vida en la que estaba separado de Dios. En ella el pecado y la muerte han terminado su curso. Estaban unidos a mi vida. Cristo, en gracia, los ha soportado, y ha dado su carne por la vida del mundo; y yo estoy libre de ellos; y me alimento de la gracia infinita que hay en él, que ha logrado esto. La expiación es completa, y yo vivo, estando felizmente muerto a todo lo que me separaba de Dios. Es la muerte cumplida en él de la que me alimento, primero por mí, y entrando en ella por la fe. Necesitaba vivir como hombre para morir, y ha dado su vida. Así, su muerte es eficaz; su amor, infinito; la expiación, total, absoluta, perfecta. Lo que había entre Dios y yo ya no existe, porque Cristo murió, y todo pasó con su vida aquí en la tierra, la vida tal como la tenía antes de expirar en la cruz. La muerte no pudo retenerlo. Para realizar esta obra, necesitaba poseer un poder de vida divina que la muerte no podía tocar; pero esta no es la verdad que se enseña expresamente en el capítulo que tenemos ante nosotros, aunque está implícita.

7.8 - El que murió como objeto de la fe

Al hablar a la multitud, el Señor, mientras les reprende por su incredulidad, se presenta a sí mismo, venido en carne, como el objeto de su fe en aquel momento (v. 32-35). A los judíos, al exponerles la doctrina, les repite que él es el pan vivo bajado del cielo, del cual el que coma vivirá para siempre. Pero les hace comprender que no podían detenerse ahí: debían recibir su muerte. No dice aquí: “el que me come”, sino que era comer su carne y beber su sangre, entrar de lleno en el pensamiento –la realidad– de su muerte; recibir a un Mesías muerto (no vivo), muerto para los hombres, muerto ante Dios. Él no existe ahora como un Cristo muerto; pero debemos reconocer, darnos cuenta, alimentarnos de su muerte –identificarnos con ella ante Dios, participando en ella por fe, o no tendremos vida en nosotros[30].

[30] Esta verdad es de gran importancia en lo que se refiere a la cuestión sacramental. Los sacramentos son declarados por la escuela Puseyita1 como la continuación de la encarnación. Esto es en todo sentido un error y, en verdad, una negación de la fe. Ambos sacramentos significan muerte. Somos bautizados para la muerte de Cristo; y la Cena del Señor es confesamente emblemática de su muerte. Digo “negación de la fe”; porque, como muestra el Señor, si no comen su carne y su sangre, no tienen vida en ellos. Como encarnado Cristo está solo. Su presencia en carne en la tierra mostró que Dios y los hombres pecadores no podían estar unidos. Su presencia como hombre en el mundo resultó en su rechazo –demostró la imposibilidad de unión o fruto en ese terreno. Tenía que llegar la redención, derramar su sangre, levantarse de la tierra y atraer así a los hombres hacia él: tenía que llegar la muerte o permanecer solo. No podían comer el pan a menos que comieran la carne y bebieran la sangre. Una ofrenda de carne sin una ofrenda de sangre era nula, o más bien una ofrenda de Caín. Además, la Cena del Señor presenta un Cristo muerto, y un Cristo muerto solamente –la sangre aparte del cuerpo. No existe tal Cristo; y por lo tanto la transubstanciación y la consubstanciación y todos esos pensamientos son una fábula torpe. Estamos unidos a un Cristo glorificado por el Espíritu Santo; y celebramos esa muerte preciosísima sobre la que se fundamenta toda nuestra bendición, a través de la cual llegamos allí. Lo hacemos en memoria de él, y en nuestros corazones nos alimentamos de él, así entregado, y derramando su sangre.

1. Edward Bouverie Pusey, nacido en Pussey House, Berkshire, el 22 de agosto de 1800; muerto en Ascot Priory, Berkshire, el 16 de septiembre de 1882; teólogo de la Iglesia Establecida de Inglaterra, estudioso de la Patrística, escritor fecundo, predicador y gran polemista, por el que el renacimiento católico entre los anglicanos se llamó Puseyita.

7.9 - La vida por Cristo alimentándose de él

Así era para el mundo. Así debían vivir, no de su propia vida, sino por Cristo, alimentándose de él. Aquí vuelve a su propia Persona, quedando establecida la fe en su muerte. Además, debían habitar en él (v. 56) –debían estar en él ante Dios, según toda su aceptación ante Dios, toda la eficacia de su obra al morir[31]. Y Cristo debía habitar en ellos según el poder y la gracia de esa vida en la que había obtenido la victoria sobre la muerte, y en la que, habiéndola obtenido, ahora vive. Como el Padre viviente lo había enviado, y él vivía, no por una vida independiente que no tenía al Padre por objeto o fuente, sino por razón del Padre, así el que así lo comiera debería vivir por él[32].

[31] Permanecer implica constancia de dependencia, confianza y vivir de la vida en que Cristo vive. «Morar» y «permanecer», aunque la palabra haya sido cambiada en español, son la misma en el original: así en Juan 15 y en otros lugares.

[32] Tal vez sea bueno notar que, en el griego de este pasaje, en los versículos 51 y 53, comer está en tiempo aoristo –quienquiera que lo haya hecho. En los versículos 54, 56 y 57, es el tiempo presente –una acción presente continua.

7.10 - La ascensión del Señor de nuevo al cielo: el alimento de la fe durante su ausencia

Después, en respuesta a los que murmuraban de esta verdad fundamental, el Señor apela a su ascensión. Había bajado del cielo, tal era su doctrina, y volvería a ascender. La carne material no aprovechaba nada. Fue el Espíritu quien dio vida, al realizar en el alma la poderosa verdad de lo que Cristo era, y de su muerte. Pero él vuelve a lo que les había dicho antes; para llegar a él así revelado en verdad, deben ser guiados por el Padre. Hay tal cosa como la fe que es ignorante tal vez, aunque por gracia real. Tal era la de los discípulos. Sabían que él, y solo él, tenía palabras de vida eterna. No solo creían que él era el Mesías, sino que sus palabras se habían apoderado de sus corazones con el poder de la vida divina que revelaban y comunicaban por gracia. Así lo reconocieron como Hijo de Dios, no solo oficialmente, por así decirlo, sino según el poder de la vida divina. Era el Hijo del Dios vivo. Sin embargo, había entre ellos uno que era del diablo.

Jesús, pues, descendido a la tierra, muerto y ascendido de nuevo al cielo, es la doctrina de este capítulo. Descendido y muerto, él es el alimento de la fe durante su ausencia en lo alto. Porque es de su muerte de lo que debemos alimentarnos, para morar espiritualmente en él y él en nosotros.

8 - Capítulo 7

8.1 - El cumplimiento futuro y típico de la fiesta de los Tabernáculos

En Juan 7 sus hermanos según la carne, hundidos todavía en la incredulidad, querían que se mostrara al mundo, si hacía estas grandes cosas; pero aún no había llegado el tiempo para ello. Lo hará cuando se cumpla el tipo de la fiesta de los Tabernáculos. La Pascua tuvo su antitipo en la cruz, Pentecostés en el descenso del Espíritu Santo. La fiesta de los Tabernáculos, hasta ahora, no ha tenido cumplimiento. Se celebraba después de la siega y la vendimia, e Israel conmemoraba gozosamente, en la tierra, su peregrinación antes de entrar en el descanso que Dios les había dado en Canaán. Así, el cumplimiento de este tipo será cuando, después de la ejecución del juicio (ya sea en el discernimiento entre los malvados y los buenos, o simplemente en la venganza[33]), Israel, restaurado en su tierra, estará en posesión de toda su bendición prometida. En ese momento Jesús se mostrará al mundo; pero en el tiempo del que estamos hablando todavía no había llegado su hora. Mientras tanto, habiéndose ido (v. 33-34), da el Espíritu Santo a los creyentes (v. 38-39).

[33] La mies es juicio discriminatorio, hay cizaña y trigo. El lagar es el juicio destructor de la venganza. En el primero habrá dos en una cama, uno tomado y otro dejado, pero el lagar es simple ira, como Isaías 63. Así en Apocalipsis 14.

Obsérvese que aquí no se introduce el Pentecostés. Pasamos de la Pascua en Juan 6 a los Tabernáculos en Juan 7, en lugar de los cuales los creyentes recibirían el Espíritu Santo. Como he señalado, este Evangelio trata de una Persona divina en la tierra, no del hombre en el cielo. Se habla de la venida del Espíritu Santo en sustitución del último u octavo día de la fiesta de los Tabernáculos. Pentecostés supone a Jesús en las alturas.

8.2 - El Espíritu Santo presentado como la esperanza de la fe en aquel momento

Pero él presenta al Espíritu Santo de tal manera que lo convierte en la esperanza de la fe en el momento en que habló, si Dios creó un sentido de necesidad en el alma. Si alguno tiene sed, que venga a Jesús y beba. No solo se saciará su sed, sino que del interior de su alma brotarán ríos de agua viva. De modo que, viniendo a él por fe para satisfacer la necesidad de su alma, no solo el Espíritu Santo sería en ellos una fuente de agua que brotara para vida eterna, sino que también fluiría de ellos agua viva en abundancia para refrescar a todos los sedientos. Obsérvese aquí que Israel bebió agua en el desierto antes de poder celebrar la fiesta de los Tabernáculos. Pero solo bebieron. No había pozo en ellos. El agua fluía de la roca. Bajo la gracia cada creyente no es, sin duda, una fuente en sí mismo; pero la corriente completa fluye de él. Esto, sin embargo, solo tendría lugar cuando Jesús fuera glorificado, y en los que ya eran creyentes, antes de recibirla. De lo que aquí se habla no es de una obra que vivifica. Es un don para los que creen. Además, en la fiesta de los tabernáculos Jesús se mostrará al mundo; pero este no es el tema del que el Espíritu Santo así recibido es especialmente testigo. Él es dado en conexión con la gloria de Jesús, mientras él está oculto al mundo. Fue también en el octavo día de la fiesta, el signo de una porción más allá del descanso sabático de este mundo, y que comenzó otro período –una nueva escena de gloria.

Obsérvese también que, en la práctica, aunque el Espíritu Santo se presenta aquí como un poder que actúa bendiciendo fuera de aquel en quien mora, su presencia en el creyente es el fruto de una sed personal, de una necesidad sentida en el alma, necesidad para la cual el alma había buscado una respuesta en Cristo. El que tiene sed, tiene sed de sí mismo. El Espíritu Santo en nosotros, revelando a Cristo, se convierte, al habitar en nosotros cuando hemos creído, en un río en nosotros, y así para los demás.

8.3 - El espíritu de los judíos se muestra claramente

El espíritu de los judíos se manifestó claramente. Trataban de matar al Señor; y él les dice que su relación con ellos en la tierra pronto terminaría (v. 33). No necesitaban apresurarse tanto para deshacerse de él: pronto lo buscarían y no podrían encontrarlo. Él se iba a su Padre.

Vemos claramente aquí la diferencia entre la multitud y los judíos, dos partes que siempre se distinguen en este Evangelio. Los primeros no entendían por qué hablaba del deseo de matarle. Los de Judea se asombraron de su audacia, sabiendo que en Jerusalén conspiraban contra su vida. Aún no había llegado su hora. Envían oficiales para prenderle; y estos regresan, impresionados por su discurso, sin ponerle las manos encima. Los fariseos se enfadan y expresan su desprecio por el pueblo. Nicodemo se atreve a decir una palabra de justicia conforme a la Ley, y atrae sobre sí el desprecio de los fariseos. Jesús, que no tuvo casa hasta que volvió al cielo de donde había venido, va al monte de los Olivos, testigo de su agonía, de su ascensión y de su regreso, lugar que frecuentó habitualmente, cuando estaba en Jerusalén, durante el tiempo de su ministerio en la tierra.

9 - Capítulo 8

9.1 - Fuera del judaísmo, como se muestra en los capítulos 5 al 7

El contraste de este capítulo con el judaísmo, incluso con sus mejores esperanzas en el futuro que Dios ha preparado para su pueblo terrenal, es demasiado evidente para detenernos en él. Este Evangelio revela a Jesús fuera de todo lo que pertenecía a ese sistema terrenal. En Juan 6 era la muerte aquí abajo en la cruz. Aquí es la gloria en el cielo, los judíos rechazados y el Espíritu Santo dado al creyente. En Juan 5 da la vida, como Hijo de Dios; en el capítulo 6 es el mismo Hijo, pero no como vivificador y juzgador divino como Hijo del hombre, sino como bajado del cielo, el Hijo en humillación aquí, pero el verdadero pan del cielo que dio el Padre. Pero en ese humilde, deben ver al Hijo, para vivir. Luego, como venido así, y habiendo tomado la forma de siervo, y siendo hallado en forma de hombre, él (v. 53) se humilla, y sufre en la cruz, como Hijo del hombre; en el capítulo 7 él, cuando es glorificado, envía el Espíritu Santo. En el capítulo 5 se exponen sus títulos de gloria personal; en los capítulos 6 y 7, su obra y la entrega del Espíritu a los creyentes como consecuencia de su gloria presente en el cielo[34], a la que responde la presencia del Espíritu Santo en la tierra. En los capítulos 8, 9[35] encontraremos su testimonio y sus obras rechazadas, y la cuestión decidida entre él y los judíos. Se observará también que los capítulos 5 y 6 tratan de la vida. En Juan 5 es dada soberana y divinamente por Aquel que la posee; en Juan 6, el alma, recibiendo y estando ocupada con Jesús por la fe, encuentra la vida, y se alimenta de él por la gracia del Padre: dos cosas distintas en su naturaleza –Dios da; el hombre, por la gracia, se alimenta. Por otra parte, Juan 8 es la ida de Cristo a Aquel que le envió, y mientras tanto el Espíritu Santo, que despliega la gloria a la que ha ido, en nosotros y por nosotros, en su carácter celestial. En el capítulo 5 Cristo es el Hijo de Dios, que vivifica en abstracto poder y voluntad divinos, lo que él es, no el lugar en que está, sino que juzga por sí solo, siendo Hijo del hombre; en el capítulo 6, el mismo Hijo, pero bajado del cielo, objeto de fe en su humillación, luego Hijo del hombre, muriendo y volviendo de nuevo; en el capítulo 7, aún no revelado al mundo. El Espíritu Santo es dado en cambio cuando él es glorificado arriba, el Hijo del hombre en el cielo –al menos contemplando su ida allí.

[34] Esta gloria, sin embargo, solo se supone, no se enseña. Él no puede estar en la fiesta de los tabernáculos, el descanso de Israel, ni mostrarse, como lo hará entonces, al mundo; pero en su lugar da el Espíritu Santo. Sabemos que esto supone su posición actual, a la que acabamos de referirnos en el capítulo 6.

[35] La doctrina de Juan 9 continúa hasta Juan 10:30.

9.2 - La palabra y las obras de Jesús rechazadas: Sus glorias personales poniendo a prueba a los hombres

En Juan 8, como hemos dicho, se rechaza la palabra de Jesús; y, en el capítulo 9, sus obras. Pero hay mucho más que eso. Las glorias personales de Juan 1 se reproducen y desarrollan en todos estos capítulos por separado (dejando fuera por el momento del versículo 36 al 51 del capítulo 1): hemos vuelto a encontrar los versículos 14-34 en los capítulos 5, 6 y 7. El Espíritu Santo vuelve ahora al tema de los primeros versículos del capítulo. Cristo es el Verbo; él es la vida, y la vida que es la luz de los hombres. Los tres capítulos que ahora he señalado hablan de lo que él es en gracia para los hombres, sin dejar de declarar su derecho a juzgar. El Espíritu nos presenta aquí (en el capítulo 8) lo que él es en sí mismo y lo que es para los hombres (poniéndolos así a prueba, de modo que al rechazarlo a él se rechazan a sí mismos y se muestran réprobos).

9.3 - La mujer sorprendida en adulterio: el contraste con el judaísmo

Consideremos ahora nuestro capítulo. El contraste con el judaísmo es evidente. Ellos traen a una mujer cuya culpa es innegable. Los judíos, en su maldad, la presentan con la esperanza de confundir al Señor. Si él la condenaba, no era un Salvador; la Ley podía hacer lo mismo. Si la dejaba ir, despreciaba y desautorizaba la Ley. Esto era astuto; pero ¿de qué sirve la astucia en presencia de Dios, que escudriña el corazón? El Señor les permite comprometerse a fondo al no responderles por un tiempo. Probablemente pensaron que estaba enredado. Al fin dice: «El que entre vosotros esté sin pecado, arroje primero la piedra contra ella» (8:7). Condenados por su conciencia, sin honestidad y sin fe, abandonaron la escena de su confusión, separándose unos de otros, cada uno cuidando de sí mismo, cuidando del carácter y no de la conciencia, y apartándose de Aquel que los había condenado; el que tenía más reputación que salvar salió primero. ¡Qué cuadro tan doloroso! ¡Qué palabra tan poderosa! Jesús y la mujer se quedan solos. ¿Quién puede permanecer sin ser condenado en su presencia? Con respecto a la mujer, cuya culpa era conocida, Jesús no va más allá de la posición judía, excepto para preservar los derechos de su propia persona en gracia.

9.4 - La gloria de la luz

No es lo mismo que en Lucas 7, perdón y salvación plenarios. Los otros no podían condenarla –él no lo haría. Déjala ir, y que no peque más. No es la gracia de la salvación lo que el Señor exhibe aquí. Él no juzga, él no vino para esto; pero la eficacia del perdón no es el tema de estos capítulos –es la gloria aquí de su Persona, en contraste con todo lo que es de la Ley. Él es la luz, y por el poder de su palabra entró como luz en la conciencia de los que habían traído a la mujer.

9.5 - La luz del mundo

Porque el Verbo era luz; pero eso no era todo. Viniendo al mundo, él era (Juan 1:4-10) la luz. Ahora bien, la luz de los hombres era la vida. No era una ley que exigía y condenaba, o que prometía la vida si se obedecían sus preceptos. Era la Vida misma que estaba allí en su Persona, y esa vida era la luz de los hombres, convenciéndolos y, tal vez, juzgándolos; pero era como luz. Por eso Jesús dice aquí –en contraste con la ley, traída por aquellos que no podían permanecer ante la luz– «Yo soy la luz del mundo» (8:12) (no solo de los judíos). Porque en este Evangelio tenemos lo que Cristo es esencialmente en su Persona, ya sea como Dios, el Hijo venido del Padre, o Hijo del hombre –no lo que Dios era en tratos especiales con los judíos. Por lo tanto, él era el objeto de la fe en su Persona, no en los tratos de la dispensación Quien le siguiera tendría la luz de la vida. Pero era en él, en su Persona, donde se hallaba. Y él podía dar testimonio de sí mismo, porque, aunque era un hombre allí, en este mundo, sabía de dónde venía y adónde iba. Era el Hijo, que venía del Padre y volvía de nuevo a él. Lo sabía y era consciente de ello. Su testimonio, por tanto, no era el de una persona interesada a la que se pudiera dudar en creer. Había, como prueba de que este hombre era Aquel que él mismo representaba ser, el testimonio del Hijo (el suyo propio), y el testimonio del Padre. Si le hubieran conocido, habrían conocido al Padre.

9.6 - Oposición claramente declarada: la verdadera liberación

En aquel momento, a pesar de estos testimonios, nadie le impuso las manos: Aún no había llegado su hora. Solo faltaba eso, porque la oposición de ellos a Dios era cierta y conocida por él. Esta oposición fue declarada claramente (v. 19-24); por consiguiente, si no creían, morirían en sus pecados. Sin embargo, les dice que sabrán quién es él, cuando haya sido rechazado y levantado en la cruz, habiendo tomado una posición muy diferente como Salvador, rechazado por el pueblo y desconocido del mundo; cuando ya no se les presente como tal, sabrán que él era realmente el Mesías, y que era el Hijo que les hablaba de parte del Padre. Mientras pronunciaba estas palabras, muchos creyeron en él. Les declara el efecto de la fe, que da ocasión a que se manifieste con terrible precisión la verdadera posición de los judíos. Declara que la verdad los hará libres, y que si el Hijo (que es la verdad) los hace libres, serán verdaderamente libres. La verdad libera moralmente ante Dios. El Hijo, en virtud de los derechos que eran necesariamente suyos, y por herencia en la Casa, los colocaría en ella de acuerdo con esos derechos, y eso en el poder de la vida divina bajada del cielo –el Hijo de Dios con poder como lo declaró la resurrección. En esto consistía la verdadera liberación.

9.7 - Siervos del pecado, no hijos de Dios

Molestos por la idea de la esclavitud, que su orgullo no podía soportar, se declaran libres y que nunca han estado sometidos a nadie. En respuesta, el Señor muestra que los que cometen pecado son siervos (esclavos) del pecado. Ahora bien, como estaban bajo la Ley, como eran judíos, eran siervos en la Casa: debían ser despedidos. Pero el Hijo tenía derechos inalienables; era de la Casa y permanecería en ella para siempre. Bajo el pecado, y bajo la Ley, era lo mismo para un hijo de Adán; era un siervo. El apóstol lo demuestra en Romanos 6 (comp. los cap. 7 y 8) y en Gál. 4 y 5). Además, no eran ni real ni moralmente hijos de Abrahán ante Dios, aunque lo fueran según la carne; pues intentaron matar a Jesús. No eran hijos de Dios; si lo hubieran sido, habrían amado a Jesús, que vino de Dios. Eran hijos del diablo y harían sus obras.

Obsérvese aquí que comprender el significado de la palabra es la manera de aprehender la fuerza de las palabras. Uno no aprende la definición de las palabras y luego las cosas; uno aprende las cosas, y entonces el significado de las palabras es evidente.

9.8 - La revelación de que Dios mismo estaba allí

Comienzan a resistirse al testimonio, conscientes de que se estaba haciendo más grande que todos aquellos en quienes se habían apoyado. Le increpan a causa de sus palabras; y por su oposición el Señor se ve inducido a explicarse más claramente; hasta que, habiendo declarado que Abrahán se regocijaba de ver su día, y los judíos aplicando esto a su época de hombre, anuncia positivamente que él es el que se llama a sí mismo Yo soy –el nombre supremo de Dios, que él es Dios mismo–, Aquel a quien pretendían conocer por haberse revelado en la zarza.

¡Maravillosa revelación! Un hombre despreciado y rechazado por los hombres, contradicho, maltratado, y sin embargo era Dios mismo quien estaba allí. ¡Qué hecho! ¡Qué cambio total! ¡Qué revelación para los que le reconocieron o le conocen! ¡Qué condición la de aquellos que lo han rechazado, y eso porque sus corazones se oponían a todo lo que él era, pues él no dejó de manifestarse! ¡Qué pensamiento, que Dios mismo ha estado aquí! ¡La bondad misma! ¡Cómo se desvanece todo ante él! –la ley, el hombre, sus razonamientos. Todo depende necesariamente de este gran hecho. Y, ¡bendito sea su nombre! Este Dios es un Salvador. Estamos en deuda con los sufrimientos de Cristo por conocerlo. Y observen aquí, cómo el apartamiento de las dispensaciones formales de Dios, si es verdadero, es por la revelación de él mismo, y así introduce una bendición infinitamente mayor.

9.9 - El carácter con que se presentó el Señor

Pero aquí se presenta como el Testigo, la Palabra, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios, pero todavía la Palabra, Dios mismo. En la narración del principio del capítulo es un testimonio para la conciencia, la Palabra que escruta y convence. El versículo 18, da testimonio ante el Padre. El versículo 26, declara en el mundo lo que ha recibido del Padre, y como enseñado por Dios ha hablado. Además, el Padre estaba con Él. Los versículos 32, 33, la verdad fue conocida por su palabra, y la verdad los hizo libres. El versículo 47, él habló las palabras de Dios. El versículo 51, su palabra, siendo guardada, preservaba de la muerte. El versículo 58, era Dios mismo, el Jehová que los padres conocían, el que hablaba.

9.10 - El origen y el carácter de la oposición a la verdad

La oposición surgió por ser palabra de verdad (v. 45). Los que se oponían eran del adversario. Pero, así como la verdad era la fuente de la vida, lo que caracterizaba al adversario era que no permanecía en la verdad: no hay verdad en él. Él es el padre y la fuente de la mentira, de modo que, si la falsedad habla, es uno que le pertenece el que habla. El pecado era esclavitud, y ellos estaban esclavizados por la Ley. Pero, además, los judíos eran enemigos, hijos del enemigo, y querían hacer sus obras, no creyendo las palabras de Cristo porque decía la verdad. No hay ningún milagro aquí; es el poder de la Palabra, y la Palabra viva es Dios mismo: rechazado por los hombres, se ve, por así decirlo, obligado a decir la verdad, a revelarse, oculto a la vez y manifestado, como era en la carne –oculto en cuanto a su gloria, manifestado en cuanto a todo lo que es en su Persona y en su gracia.

10 - Capítulo 9

10.1 - El testimonio de las obras del Señor para que los hombres lo vean

En Juan 9 llegamos al testimonio de sus obras, pero aquí abajo como un hombre humilde. No es el Hijo de Dios dando vida a quien quiere como el Padre, sino por la operación de su gracia aquí abajo, el ojo abierto para ver en el hombre humilde al Hijo de Dios. En Juan 8 es lo que él es para con los hombres; en Juan 9 es lo que él hace en el hombre, para que el hombre pueda verle. Así lo encontraremos presentado en su carácter humano, y (recibida la palabra) reconocido como el Hijo de Dios; y de esta manera el remanente separado, las ovejas devueltas al buen Pastor. Él es la luz del mundo mientras está en él; pero donde, por la gracia recibida en su humillación, comunicó el poder de ver la luz, y de ver todas las cosas por ella.

Obsérvese aquí que cuando es la Palabra (la manifestación en testimonio de lo que Cristo es), el hombre se manifiesta tal como es en sí mismo, hijo –en su naturaleza– del diablo, que es homicida y mentiroso desde el principio, enemigo inveterado de Aquel que puede decir: «Yo soy»[36]. Pero cuando el Señor obra, produce en el hombre algo que antes no tenía. Le concede la vista, uniéndolo así a Aquel que le había permitido ver. El Señor no es comprendido o manifestado aquí de una manera aparentemente tan exaltada, porque desciende a las necesidades y circunstancias del hombre, a fin de que pueda ser conocido más de cerca; pero, como resultado, lleva al alma al conocimiento de su gloriosa Persona. Solo que, en lugar de ser la palabra y el testimonio –la Palabra de Dios– para mostrar como luz lo que es el hombre, él es el Hijo, uno con el Padre[37], dando vida eterna a sus ovejas, y preservándolas en esta gracia para siempre. Porque, en cuanto a la bendición que fluye de ahí, y la doctrina completa de su verdadera posición con respecto a las ovejas en bendición, Juan 10 va con Juan 9. El capítulo 10 es la continuación del discurso iniciado al final del capítulo 9.

[36] Juan 8 es prácticamente Juan 1:5; solo que hay, además de eso, enemistad, hostilidad contra Aquel que era luz.

[37] Esta distinción de gracia y responsabilidad (en relación con los nombres Padre e Hijo, y Dios) ya ha sido advertida.

10.2 - El ciego de nacimiento: el poder del Espíritu y la Palabra que da a conocer a Cristo

Juan 9 se abre con el caso de un hombre que suscita una pregunta de los discípulos, en relación con el gobierno de Dios en Israel. ¿Fue el pecado de sus padres lo que trajo esta ceguera sobre su hijo, según los principios que Dios les había dado en el Éxodo? ¿O fue su propio pecado, conocido por Dios, aunque no manifestado a los hombres, lo que le había procurado este juicio? El Señor responde que la condición del hombre no dependía del gobierno de Dios con respecto al pecado suyo o de sus padres. Su caso no era sino la miseria que dio lugar a la poderosa operación de Dios en gracia. Es el contraste que hemos visto continuamente; pero aquí es para exponer las obras de Dios.

Dios actúa. No es solo lo que él es, ni siquiera simplemente un objeto de fe. La presencia de Jesús en la tierra hizo que fuera de día. Era, pues, el tiempo del trabajo para hacer las obras de Aquel que le envió. Pero Aquel que obra aquí, obra por medios que nos enseñan la unión que existe entre un objeto de fe y el poder de Dios que obra. Hace barro con su saliva y la tierra, y lo pone sobre los ojos del ciego de nacimiento. Como figura, señalaba la humanidad de Cristo en humillación y bajeza terrenas, presentada a los ojos de los hombres, pero con la divina eficacia de la vida en él. ¿Vieron más? Si era posible, sus ojos estaban aún más cerrados. Sin embargo, el objeto estaba allí; tocaba sus ojos, y no podían verlo. Entonces el ciego se lavó en el estanque llamado «Enviado» y pudo ver con claridad (9:7). El poder del Espíritu y de la Palabra, que da a conocer a Cristo como enviado del Padre, le permite ver. Es la historia de la enseñanza divina en el corazón del hombre. Cristo, como hombre, nos toca. Estamos absolutamente ciegos, no vemos nada. El Espíritu de Dios actúa, Cristo está allí ante nuestros ojos; y vemos claramente.

10.3 - Hostilidad de los judíos que deciden su propio destino y juzgan su propia condición

La gente se asombra y no sabe qué pensar. Los fariseos se oponen. Una vez más se cuestiona el sábado. En su pretendido celo por la gloria de Dios, encuentran (siempre es así) buenas razones para condenar al que concedió la vista. Había pruebas positivas de que el hombre había nacido ciego, de que ahora veía, de que Jesús lo había hecho. Los padres dan testimonio de lo único importante por su parte. En cuanto a quién le había dado la vista, otros sabían más que ellos; pero sus temores ponen en evidencia que era cosa decidida echar fuera, no solo a Jesús, sino a todos los que le confesaran. De este modo, los dirigentes judíos llevaron el asunto a un punto decisivo. No solo rechazaron a Cristo, sino que expulsaron de los privilegios de Israel, en cuanto a su culto ordinario, a los que le confesaban. Su hostilidad distinguió al remanente manifestado y lo apartó; y eso, usando la confesión de Cristo como piedra de toque. Esto era decidir su propio destino, y juzgar su propia condición.

10.4 - El ciego expulsado por los judíos, encontrado por el Hijo de Dios rechazado

Obsérvese que aquí las pruebas no sirvieron para nada; los judíos, los padres, los fariseos, las tenían ante sus ojos. La fe vino por haber sido personalmente objeto de esta poderosa operación de Dios, que abrió los ojos de los hombres a la gloria del Señor Jesús. No es que el hombre lo comprendiera todo. Percibe que tiene que ver con un enviado de Dios. Para él Jesús es un profeta. Pero así, el poder que había manifestado al dar la vista a este hombre le permite confiar en la palabra del Señor como divina. Habiendo llegado hasta aquí, el resto es fácil: el pobre hombre es conducido mucho más lejos, y se encuentra en un terreno que le libera de todos sus prejuicios anteriores, y que da un valor a la Persona de Jesús que supera todas las demás consideraciones. El Señor desarrolla esto en el capítulo siguiente.

En realidad, los judíos habían tomado una decisión. No tendrían nada que ver con Jesús. Estaban todos de acuerdo en expulsar a los que creyeran en él. En consecuencia, el pobre hombre, habiendo comenzado a razonar con ellos sobre la prueba que existía en su propia persona de la misión del Salvador, lo expulsaron. Así expulsado, el Señor –rechazado ante él– se encuentra y se le revela por su nombre personal de gloria. «¿Crees tú en el Hijo de Dios?» (9:35). El hombre lo remite a la palabra de Jesús, que para él era verdad divina, y él se le proclama como siendo él mismo el Hijo de Dios, y el hombre lo adora.

Así, el efecto de su poder fue cegar a los que veían, que estaban llenos de su propia sabiduría, cuya luz eran las tinieblas; y dar la vista a los ciegos de nacimiento.

11 - Capítulo 10

11.1 - El buen Pastor en contraste con los pastores de Israel

En Juan 10 se contrapone a todos los que pretendían o habían pretendido ser pastores de Israel. Desarrolla estos tres puntos: él entra por la puerta; él es la puerta; y él es el Pastor de las ovejas –el buen Pastor.

11.2 - La entrada del Señor en el redil: el verdadero Pastor

Entra por la puerta. Es decir, se somete a todas las condiciones establecidas por Aquel que construyó la Casa. Cristo responde a todo lo que está escrito del Mesías, y toma el camino de la voluntad de Dios al presentarse al pueblo. No es la energía y el poder humanos los que despiertan y atraen las pasiones de los hombres; sino el hombre obediente que se inclinó a la voluntad de Jehová, guardó el humilde lugar de siervo y vivió de acuerdo con cada palabra que salía de la boca de Dios, se inclinó humildemente al lugar en que el juicio de Jehová había colocado y contemplado a Israel. Todas las citas del Señor en su conflicto con Satanás son del Deuteronomio. En consecuencia, el que vela por las ovejas, Jehová, actuando en Israel por su Espíritu y providencia, y disponiendo todas las cosas, le da acceso a las ovejas a pesar de los fariseos y sacerdotes y tantos otros. Los elegidos de Israel oyen su voz. Ahora bien, Israel estaba condenado: por eso saca a las ovejas, pero va delante de ellas. Abandona aquel antiguo redil, bajo reproche sin duda, pero yendo delante de sus ovejas, en obediencia según el poder de Dios, una seguridad para todos los que creían en él de que era el camino recto, una garantía para que le siguieran, pasara lo que pasara, encontrándose con todos los peligros y mostrándoles el camino.

Las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Hay muchas otras voces, pero las ovejas no las conocen. Su seguridad consiste, no en conocerlas todas, sino en saber que es la única voz que es vida para ellas: la voz de Jesús. Todas las demás son voces de extraños.

11.3 - La puerta de las ovejas

Él es la puerta para las ovejas. Él es su autoridad para salir, su medio para entrar. Al entrar, se salvan. Entran y salen. Ya no es el yugo de las ordenanzas el que, al protegerlas de los de fuera, las encarcelaba. Las ovejas de Cristo son libres: su seguridad está en el cuidado personal del Pastor; y en esta libertad se alimentan en los pastos buenos y gordos que su amor provee. En una palabra, ya no es judaísmo; es salvación, libertad y alimento. El ladrón viene a sacar provecho de las ovejas matándolas. Cristo ha venido para que tengan vida, y vida en abundancia; es decir, según el poder de esta vida en Jesús, el Hijo de Dios, que pronto tendría esta vida (cuyo poder estaba en su Persona) en resurrección más allá de la muerte.

11.4 - El buen Pastor que dio su vida por las ovejas

El verdadero Pastor de Israel –al menos del remanente de las ovejas–, la puerta para autorizar su salida del redil judío, y para admitirlas en los privilegios de Dios dándoles la vida según la abundancia en que podía otorgarla, era también en conexión especial con las ovejas así apartadas, el buen Pastor que así daba su vida por las ovejas. Otros pensarían en sí mismos, él en sus ovejas. Él las conocía, y ellas lo conocían a él, así como el Padre lo conocía a él, y él conocía al Padre. ¡Precioso principio! Han podido comprender un conocimiento y un interés terrenales por parte del Mesías en la tierra con respecto a sus ovejas. Pero el Hijo, aunque había dado su vida y estaba en el cielo, conoce a los suyos, así como el Padre le conocía cuando estaba en la tierra.

11.5 - Sus «otras ovejas»: un rebaño y un Pastor

Así dio su vida por las ovejas; y tenía otras ovejas que no eran de este redil, y su muerte intervino para la salvación de estos pobres gentiles. Él los llamaría. Sin duda había dado también su vida por los judíos, por todas las ovejas en general, como tales (v. 11). Pero no habla claramente de los gentiles hasta después de haber hablado de su muerte. Él los traería también, y habría un solo rebaño y un solo Pastor (no «un solo redil», ahora no hay redil).

11.6 - El valor intrínseco de la muerte de Cristo a los ojos de su Padre; su poder único

Ahora bien, esta doctrina enseña el rechazo de Israel y el llamamiento de los elegidos entre ese pueblo, presenta la muerte de Jesús como el efecto de su amor por los suyos, habla del conocimiento divino de sus ovejas cuando se aleje de ellas, y del llamamiento de los gentiles. La importancia de tal instrucción en ese momento es obvia. Su importancia, ¡gracias a Dios!, no se pierde por el transcurso del tiempo, y no se limita al hecho de un cambio de dispensación. Nos introduce en las realidades sustanciales de la gracia relacionada con la persona de Cristo. Pero la muerte de Cristo fue algo más que amor por sus ovejas. Tenía un valor intrínseco a los ojos del Padre. «Por esto el Padre me ama, por cuanto doy mi vida para volverla a tomar» (10:17). No dice aquí por sus ovejas –es la cosa en sí lo que agrada al Padre. Nosotros amamos porque Dios nos ha amado primero, pero Jesús, el Hijo divino, puede proporcionar motivos para el amor del Padre. Al entregar su vida, glorificó al Padre. La muerte fue reconocida como la pena justa por el pecado (siendo al mismo tiempo anulada y el que tenía el poder de ella, 2 Tim. 1:10; Hebr. 2:14), y la vida eterna introducida como fruto de la redención: la vida de Dios. Aquí también se exponen los derechos de la persona de Cristo. Nadie le quita la vida: él mismo la entrega. Él tenía este poder (no poseído por ningún otro, verdadero solo de Aquel que tenía el derecho divino) de ponerla, y el poder de tomarla de nuevo. Sin embargo, ni siquiera en esto se apartó del camino de la obediencia. Había recibido este mandamiento de su Padre.

El amor y la obediencia son los principios rectores de la vida divina. Esto se revela en la Primera Epístola de Juan en cuanto a nosotros mismos. Otra marca de ello en la criatura es la dependencia, y esto se manifestó plenamente en Jesús como hombre.

11.7 - «No perecerán jamás»: la gloria y el amor divinos se identifican con la seguridad de las ovejas

Discutieron lo que él había estado diciendo. Hubo algunos que solo vieron en él a un hombre fuera de sí, y le insultaron. Otros, conmovidos por el poder del milagro que había realizado, sintieron que sus palabras tenían un carácter distinto al de la locura. Hasta cierto punto llegaron a sus conciencias. Los judíos lo rodean y le preguntan cuánto tiempo los mantendrá en suspenso. Jesús les responde que ya se lo había dicho y que sus obras daban testimonio de ello. Apela a los dos testimonios que hemos visto en el capítulo anterior (Juan 8 y 9), a saber, su palabra y sus obras. Pero añade que no eran de sus ovejas. Entonces, sin darse cuenta de sus prejuicios, aprovecha la ocasión para añadir algunas verdades preciosas acerca de sus ovejas. Oyen su voz; él las conoce; le siguen; les da vida eterna; no perecerán jamás. Por una parte, no perecerán de vida desde dentro; por otra, nadie las arrancará de la mano del Salvador; la fuerza de fuera no vencerá el poder de Aquel que las guarda. Pero hay otra verdad infinitamente preciosa que el Señor nos revela en su amor. El Padre nos ha entregado a Jesús, y él es más grande que todos los que quisieran arrancarnos de su mano. Y Jesús y el Padre son uno. Preciosa enseñanza en la que la gloria de la Persona del Hijo de Dios se identifica con la seguridad de sus ovejas, con la altura y profundidad del amor del que son objeto. Aquí no es un testimonio que, como totalmente divino, expone lo que es el hombre. Es la obra y el amor eficaz del Hijo, y al mismo tiempo el del Padre. No es «Yo soy», sino «Yo y el Padre somos uno» (10:30). Si el Hijo ha hecho la obra, y cuida de las ovejas, fue el Padre quien se las dio. El Cristo puede realizar una obra divina y proporcionar un motivo para el amor del Padre, pero fue el Padre quien se la dio. Su amor a las ovejas es uno, como son uno los que llevan ese amor.

11.8 - Los temas de los capítulos 8 al 10

Juan 8, por tanto, es la manifestación de Dios en testimonio y como luz; Juan 9 y 10, la gracia eficaz que reúne a las ovejas bajo el cuidado del Hijo y del amor del Padre. Juan habla de Dios cuando habla de la naturaleza santa y de la responsabilidad del hombre, del Padre y del Hijo cuando habla de la gracia en relación con el pueblo de Dios.

Obsérvese que el lobo puede venir y arrebatar[38] las ovejas, si los pastores son asalariados; pero no puede arrebatarlas[38] de las manos del Salvador.

[38] Las palabras arrebata y arrebatará en los versículos 12, 28 y 29 son las mismas en el original.

11.9 - Rechazo activo del Señor: Israel definitivamente abandonado por él

Al final del capítulo, habiendo los judíos tomado piedras para apedrearle, porque se hacía igual a Dios, el Señor no trata de probarles la verdad de lo que él es, sino que muestra que, según sus propios principios y el testimonio de las Escrituras, estaban equivocados en este caso. Apela de nuevo a sus propias palabras y obras, como prueba de que él estaba en el Padre y el Padre en él. De nuevo levantan piedras, y Jesús los abandona definitivamente. Todo había terminado con Israel.

12 - Capítulo 11

12.1 - La muerte de Lázaro; el estado real del hombre; el mal permitido hasta el final

Llegamos ahora al testimonio que el Padre da a Jesús en respuesta a su rechazo. En este capítulo se presenta a la fe el poder de la resurrección y de la vida en su propia Persona[39]. Pero aquí no se trata simplemente de que él es rechazado: se considera muerto al hombre, y también a Israel. Porque es el hombre en la persona de Lázaro. Esta familia fue bendecida; recibió al Señor en su seno. Lázaro cae enfermo. Todos los afectos humanos del Señor se verían naturalmente afectados. Marta y María lo sienten así; y le hacen saber que aquel a quien amaba estaba enfermo. Pero Jesús se queda donde está. Podía haber dicho la palabra, como en el caso del centurión y del niño enfermo al principio de este Evangelio. Pero no lo hizo. Había manifestado su poder y su bondad sanando al hombre tal como se encuentra en la tierra y librándolo del enemigo, y eso en medio de Israel. Pero este no era su objeto aquí –ni mucho menos– ni los límites de lo que había venido a hacer. Se trataba de dar vida o de resucitar lo que estaba muerto ante Dios. Este era el estado real de Israel; era el estado del hombre. Por lo tanto, él permite que la condición del hombre bajo el pecado continúe y se manifieste en toda la intensidad de sus efectos aquí abajo, y permite que el enemigo ejerza su poder hasta el fin. No quedaba nada más que el juicio de Dios; y la muerte, en sí misma, condenaba al hombre por el pecado mientras lo conducía al juicio. El enfermo puede ser curado –no hay remedio para la muerte. Todo ha terminado para el hombre, como hombre aquí abajo. Solo queda el juicio de Dios. Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, pero después de esto el juicio. Por lo tanto, el Señor no cura en este caso. Permite que el mal continúe hasta el final, hasta la muerte. Ese era el verdadero lugar del hombre. Una vez dormido Lázaro, él va a despertarlo. Los discípulos temen a los judíos, y con razón. Pero el Señor, habiendo esperado la voluntad de su Padre, no teme cumplirla. Era de día para él.

[39] Es muy sorprendente ver al Señor en la humildad del servicio obediente, permitiendo que el mal se abriera paso plenamente en el fracaso del hombre (la muerte) y en el poder de Satanás, hasta que la voluntad de su Padre lo llamara a enfrentarlo. Entonces ningún peligro se interpone, y entonces él es la resurrección y la vida en presencia y poder personales, y entonces se entrega –siendo tal, hasta la muerte por nosotros.

De hecho, cualquiera que fuera su amor por la nación, debía dejarla morir (de hecho, estaba muerta) y esperar el tiempo señalado por Dios para resucitarla. Si debe morir él mismo para lograrlo, se encomienda a su Padre.

12.2 - No se impide la muerte de Lázaro; Cristo muerto se muestra como la resurrección y la vida

Pero sigamos hasta el fondo de esta doctrina. La muerte ha entrado; debe tener efecto. El hombre está realmente en muerte ante Dios; pero Dios en gracia entra. Dos cosas se presentan en nuestra historia. Podía haber sanado. La fe y la esperanza ni de Marta, ni de María, ni de los judíos, fueron más lejos. Solo Marta reconoce que, como Mesías, favorecido de Dios, obtendría de él cuanto le pidiera. Pero él no había impedido la muerte de Lázaro. Lo había hecho muchas veces, incluso por desconocidos, por quien lo deseara. En segundo lugar, Marta sabía que su hermano resucitaría en el último día; pero por muy cierta que fuese, de nada le servía esta verdad. ¿Quién respondería por el hombre, muerto por el juicio del pecado? Resucitar y comparecer ante Dios no era una respuesta a la muerte causada por el pecado. Las dos cosas eran ciertas. Cristo había liberado a menudo al hombre mortal de sus sufrimientos en la carne, y habrá una resurrección en el último día. Pero estas cosas carecían de valor en presencia de la muerte. Cristo, sin embargo, estaba allí; y él es, ¡gracias a Dios!, la resurrección y la vida. Como el hombre está muerto, la resurrección es lo primero. Pero Jesús es la resurrección y la vida en el poder presente de una vida divina. Y obsérvese que la vida, al venir por la resurrección, libera de todo lo que implica la muerte, y la deja atrás[40]: el pecado, la muerte, todo lo que pertenece a la vida que el hombre ha perdido. Cristo, habiendo muerto por nuestros pecados, ha soportado su castigo –los ha soportado. Ha muerto. Todo el poder del enemigo, todo su efecto sobre el hombre mortal, todo el juicio de Dios, él lo ha soportado todo, y ha salido de ello, en el poder de una nueva vida en resurrección, que nos es impartida; de modo que estamos en espíritu vivos de entre los muertos, como él está vivo de entre los muertos. El pecado (como hecho pecado, y llevando nuestros pecados en su propio cuerpo en el madero), la muerte, el poder de Satanás, el juicio de Dios, son todos pasados y dejados atrás, y el hombre está en un estado completamente nuevo, en incorrupción. Esto será verdad para nosotros, si morimos (porque no todos moriremos), en cuanto al cuerpo, o, siendo cambiados, si no morimos. Pero en la comunicación de su vida que ha resucitado de entre los muertos, Dios nos ha vivificado con él, habiéndonos perdonado todos nuestros delitos.

[40] Cristo tomó vida humana en gracia y sin pecado; y como vivo en esta vida tomó el pecado sobre sí. El pecado pertenece, por así decirlo, a esta vida en la que Cristo no conoció pecado, sino que fue hecho pecado por nosotros. Pero él muere –él deja esta vida. Está muerto al pecado; ha terminado con el pecado al haber terminado con la vida a la que el pecado pertenecía, no en él en verdad sino en nosotros, y viva en la que él fue hecho pecado por nosotros. Resucitado por el poder de Dios, vive en una nueva condición, en la que el pecado no puede entrar, quedando atrás con la vida que él dejó. La fe nos introduce en ella por gracia.

Se ha pretendido que estos pensamientos afectan a la vida divina y eterna que había en Cristo. Pero todo esto son vanas y perversas cavilaciones. Aun en un pecador inconverso, morir o dejar la vida no tiene nada que ver con dejar de existir en cuanto a la vida del hombre interior. Todos viven para Dios, y la vida divina en Cristo nunca pudo cesar ni cambiar. Él nunca dejó eso, sino que, en el poder de eso, dejó su vida tal como la poseía aquí como hombre, para tomarla de una manera enteramente nueva en la resurrección más allá de la tumba. La objeción es muy mala. En esta edición no he cambiado nada de esta nota, sino que he añadido algunas palabras con la esperanza de que sea clara para todos. La doctrina en sí es una verdad vital. En el texto he borrado o alterado una parte por otra razón, a saber, que había confusión entre el poder divino de la vida en Cristo, y el hecho de que Dios lo resucitara visto como un muerto de la tumba. Ambas cosas son verdaderas y benditas, pero son diferentes y aquí se confundieron. En Efesios, Cristo como hombre es resucitado por Dios. En Juan es el poder divino y vivificador en sí mismo.

12.3 - Vida comunicada por Cristo al creyente: la muerte no puede subsistir ante Él

Jesús manifestó aquí su propio poder divino a este efecto; el Hijo de Dios fue glorificado en ello, pues sabemos que aún no había muerto por el pecado; pero fue este mismo poder en él el que se manifestó[41]. El creyente, aunque estuviera muerto, resucitará; y los vivos que creen en él no morirán. Cristo ha vencido a la muerte; el poder para ello estaba en su Persona, y el Padre le dio testimonio de ello. ¿Estarán vivos los que son suyos cuando el Señor ejerza este poder? Nunca morirán, la muerte ya no existe en su presencia. ¿Ha muerto alguno antes de que él lo ejerza? Vivirán –la muerte no puede subsistir ante él. Todo el efecto del pecado sobre el hombre es completamente destruido por la resurrección, vista como el poder de la vida en Cristo. Esto se refiere, por supuesto, a los santos, a quienes se comunica la vida. El mismo poder divino es, por supuesto, ejercido en cuanto a los impíos; pero no es la comunicación de la vida de Cristo, ni ser resucitado con él, como es evidente[42].

[41] La resurrección tiene un doble carácter: el poder divino, que podía ejercer y ejerció en cuanto a sí mismo (Juan 2:19), y aquí en cuanto a Lázaro, tanto la prueba de la filiación divina como la liberación, de un hombre muerto, de su estado de muerte. Así como Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, aquí Cristo resucita a Lázaro. En la resurrección de Cristo ambos estaban unidos en su propia Persona. Aquí, por supuesto, estaban separados. Pero Cristo tiene vida en sí mismo y eso en poder divino. Pero él entregó su vida en gracia. Somos vivificados juntamente con él en Efesios 2. Pero parece evitado decir, él fue vivificado, cuando se habla de él solo en Efesios 1.

[42] La objeción a la que me he referido sanciona (muy inconscientemente, lo admito de buen grado) la pestilente doctrina de la aniquilación, como si dejar la vida, o la muerte, que es el fin de la vida natural, fuera dejar de existir. Lo noto, porque esta forma de doctrina maligna es una muy corriente ahora. Subvierte toda la sustancia del cristianismo.

12.4 - La muerte, fin de la vida natural; la resurrección, fin de la muerte

Cristo ejerció este poder en obediencia y en dependencia de su Padre, porque era hombre, caminando ante Dios para hacer su voluntad; pero él es la resurrección y la vida. Él ha traído el poder de la vida divina en medio de la muerte; y la muerte es aniquilada por ella, porque en la vida la muerte ya no existe. La muerte era el fin de la vida natural para el hombre pecador. La resurrección es el fin de la muerte, que así ya no tiene nada en nosotros. Tenemos la ventaja de que, habiendo hecho todo lo que podía hacer, ha terminado. Vivimos en la vida[43] que le puso fin. Salimos de todo lo que podía estar relacionado con una vida que ya no existe. ¡Qué liberación! Cristo es este poder. Él se convirtió en esto para nosotros en su pleno despliegue y ejercicio en su resurrección.

[43] Obsérvese el sentido que el apóstol tenía del poder de esta vida, cuando dice: «Para que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor. 5:4). Considere, desde este punto de vista, 2 Corintios 1 - 5.

12.5 - La necesidad y el dolor de Marta y María: la compasión del Señor

Marta, aunque le ama y cree en él, no lo comprende; y llama a María, pensando que su hermana comprendería mejor al Señor. De estas dos hablaremos un poco enseguida. María, que esperaba que el Señor la llamara a él, dejando modesta, aunque dolorosamente la iniciativa en él, creyendo así que el Señor la había llamado, va a él directamente. Tanto los judíos como Marta y María habían visto milagros y curaciones que habían detenido el poder de la muerte. A esto se refieren todos. Pero aquí la vida había pasado. ¿Qué podía ayudar ahora? Si él hubiera estado allí, habrían podido contar con su amor y su poder. María cae a sus pies llorando. En cuanto al poder de la resurrección, no entendía más que Marta; pero su corazón se derretía bajo el sentido de la muerte en presencia de Aquel que tenía la vida. Es una expresión de necesidad y dolor, más que una queja, lo que expresa. Los judíos también lloran: el poder de la muerte estaba en sus corazones. Jesús se compadece de ellos. Su espíritu estaba turbado. Suspira ante Dios, llora con el hombre; pero sus lágrimas se convierten en un gemido, que era, aunque inarticulado, el peso de la muerte, sentido en simpatía, y presentado a Dios por este gemido de amor que realizaba plenamente la verdad; y eso en amor a los que sufrían el mal que expresaba su gemido.

12.6 - La necesidad trae el poder del Señor para satisfacerla

Llevó la muerte ante Dios en su espíritu como la miseria del hombre –el yugo del que el hombre no podía librarse, y él es escuchado. La necesidad pone en acción su poder. No le correspondía ahora explicar pacientemente a Marta lo que él era. Él siente y actúa sobre la necesidad que María había expresado, su corazón abierto por la gracia que había en él.

12.7 - La simpatía del hombre y el ejercicio del poder de la vida por el Hijo de Dios

El hombre puede compadecerse: es la expresión de su impotencia. Jesús entra en la aflicción del hombre mortal, se pone a sí mismo bajo la carga de la muerte que pesa sobre el hombre (y eso más a fondo de lo que el hombre mismo puede hacerlo), pero él la quita con su causa. Hace más que quitarla; trae el poder que es capaz de quitarla. Esta es la gloria de Dios. Cuando Cristo está presente, si morimos, no morimos para la muerte, sino para la vida: morimos para vivir en la vida de Dios, en lugar de vivir en la vida del hombre. ¿Y por qué? Para que el Hijo de Dios sea glorificado. La muerte entró por el pecado; y el hombre está bajo el poder de la muerte. Pero esto solo ha dado lugar a que poseamos la vida según el segundo Adán, el Hijo de Dios, y no según el primer Adán, el hombre pecador. Esto es gracia. Dios es glorificado en esta obra de gracia, y es el Hijo de Dios cuya gloria resplandece en esta obra divina.

12.8 - Marta y María, y lo que las marcó

Y, observen, que esto no es gracia ofrecida en testimonio, es el ejercicio del poder de la vida. La corrupción misma no es un obstáculo para Dios. ¿Para qué vino Cristo? Para traer las palabras de vida eterna al hombre muerto. María se alimentó de esas palabras. Marta sirvió –acumuló su corazón con muchas cosas. Ella creyó, amó a Jesús, lo recibió en su casa: el Señor la amaba. María le escuchaba: para esto había venido; y él la había justificado en ello. La buena parte que había elegido no debía serle quitada.

Cuando llega el Señor, Marta va por su propia voluntad a su encuentro. Se retira cuando Jesús le habla del poder actual de la vida. Nos sentimos mal cuando, aun siendo cristianos, nos sentimos incapaces de comprender el sentido de las palabras del Señor o de lo que nos dicen los suyos. Marta pensó que esto le incumbía más a María que a ella. Se va y llama a su hermana, diciéndole que el Maestro (el que enseñaba –obsérvese este nombre que ella le da) había venido y la llamaba. Era su propia conciencia la que era para ella la voz de Cristo. María se levanta al instante y acude a él. No entendía más que Marta. Su corazón derrama su necesidad a los pies de Jesús, donde había oído sus palabras y aprendido su amor y su gracia; y Jesús le pregunta el camino de la tumba. Para Marta, siempre ocupada con las circunstancias, su hermano ya apestaba.

12.9 - La familia de Betania

Después (Marta servía, y Lázaro estaba presente), María unge al Señor, en el sentido instintivo de lo que estaba sucediendo; porque estaban consultando para darle muerte. Su corazón, enseñado por el amor al Señor, sentía la enemistad de los judíos; y su afecto, estimulado por una profunda gratitud, gasta en él lo más costoso que tenía. Los presentes la culpan; Jesús vuelve a ponerse de su parte. Podía no ser razonable, pero ella había comprendido la posición de Jesús. ¡Qué lección! ¡Qué bendita familia era esta de Betania, en la que el corazón de Jesús encontró (en la medida de lo posible en la tierra) un alivio que su amor aceptaba! ¡Con qué amor tenemos que ver nosotros! ¡Ay, con qué odio!, pues vemos en este Evangelio la espantosa oposición entre el hombre y Dios.

12.10 - El testimonio de la gracia de Dios sobre sus siervos más débiles

Hay un punto interesante que observar aquí antes de continuar. El Espíritu Santo ha registrado un incidente, en el cual la momentánea pero culpable incredulidad de Tomás fue cubierta por la gracia del Señor. Era necesario relatarlo; pero el Espíritu Santo se ha cuidado de mostrarnos que Tomás amaba al Señor y estaba dispuesto, de corazón, a morir con él. Tenemos otros ejemplos del mismo tipo. Pablo dice: «Toma a Marcos y tráelo contigo; porque me es útil para el ministerio» (2 Tim. 4:11). Pobre Marcos, esto era necesario a causa de lo que sucedió en Perge. También Bernabé ocupa el mismo lugar en el afecto y el recuerdo del apóstol. Somos débiles: Dios no nos lo oculta, sino que arroja el testimonio de su gracia sobre el más débil de sus siervos.

12.11 - La muerte de Jesús propuesta por el sumo sacerdote; el Señor tranquilo en el lugar de servicio

Pero para continuar. Caifás, el jefe de los judíos, como sumo sacerdote, propone la muerte de Jesús, porque había devuelto la vida a Lázaro. Y desde aquel día conspiran contra él. Jesús cede a ello. Vino a dar su vida en rescate por muchos. Sigue adelante para cumplir la obra que su amor había emprendido, de acuerdo con la voluntad de su Padre, cualesquiera que sean las maquinaciones y la malicia de los hombres. La obra de la vida y la de la muerte, la de Satanás y la de Dios, estaban frente a frente. Pero los designios de Dios se cumplían en gracia, cualesquiera que fuesen los medios. Jesús se consagró a la obra por la cual habían de cumplirse. Habiendo mostrado en sí mismo el poder de la resurrección y de la vida, se encuentra de nuevo, llegado el momento, tranquilamente en el lugar al que le condujo su servicio; pero ya no va de la misma manera que antes al templo. Va allí, en efecto; pero la cuestión entre Dios y el hombre ya estaba moralmente resuelta.

13 - Capítulo 12

13.1 - La familia de Betania, una muestra de las tres clases diferentes del verdadero remanente

Su lugar (Juan 12) ahora está con el remanente, donde su corazón encontró descanso –la casa de Betania. Tenemos, en esta familia, una muestra del verdadero remanente de Israel, tres casos diferentes con respecto a su posición ante Dios. Marta tenía una fe que, sin duda, la unía a Cristo, pero que no iba más allá de lo necesario para el reino. Lo mismo tendrán los que serán perdonados para la tierra en los últimos días. Su fe reconocerá finalmente a Cristo como Hijo de Dios. Lázaro estaba allí, viviendo por ese poder que también podría haber levantado a todos los santos muertos de la misma manera[44], que, por gracia, en el último día, llamará a Israel, moralmente, de su estado de muerte. En una palabra, encontramos el remanente, que no morirá, salvado por la fe verdadera (pero la fe en un Salvador vivo, que debe liberar a Israel), y los que serán traídos de vuelta como de entre los muertos, para disfrutar del reino. Marta servía; Jesús está en compañía de ellos; Lázaro se sienta a la mesa con él.

[44] Hablo solamente del poder necesario para producir este efecto; porque en verdad, la condición pecadora del hombre, ya fuera judío o gentil, requería expiación; y no habría habido santos que llamar de entre los muertos, si la gracia de Dios no hubiera actuado en virtud, y en vista, de esa expiación. Hablo meramente del poder que habitaba en la persona de Cristo, que venció todo el poder de la muerte, que nada podía hacer contra el Hijo de Dios. Pero la condición del hombre, que hizo necesaria la muerte de Cristo, solo fue demostrada por Su rechazo, que probó que todos los medios eran inútiles para devolver al hombre, tal como era, a Dios.

13.2 - El verdadero aprecio de María por Cristo; el bondadoso recuerdo de Dios hacia ella

Pero también estaba la representante de otra clase. María, que había bebido en la fuente de la verdad y había recibido esa agua viva en su corazón, había comprendido que había algo más que la esperanza y la bendición de Israel: Jesús mismo. Ella hace lo que conviene a Jesús en su rechazo, a Aquel que es la resurrección antes de ser nuestra vida. Su corazón la asocia a ese acto suyo y lo unge para su sepultura. Para ella es Jesús mismo quien está en cuestión –y Jesús rechazado; y la fe toma su lugar en aquello que era la semilla de la Asamblea, todavía oculta en el suelo de Israel y de este mundo, pero que, en la resurrección, surgiría en toda la belleza de la vida de Dios –de la vida eterna. Es una fe que se gasta en él, en su cuerpo, en el que iba a sufrir el castigo del pecado por nuestra salvación. El egoísmo de la incredulidad, que traiciona su pecado en su desprecio de Cristo y en su indiferencia, da al Señor la ocasión de atribuir su verdadero valor a esta acción de su discípulo amado. Su unción de los pies se señala aquí, como mostrando que todo lo que era de Cristo, lo que era Cristo, tenía para ella un valor que le impedía considerar cualquier otra cosa. Esta es una apreciación de Cristo. La fe que conoce su amor que sobrepasa todo conocimiento –esta clase de fe es un olor dulce en toda la casa. Y Dios se acuerda de ella según su gracia. Jesús la comprendió: eso era todo lo que ella quería. Él la justifica: ¿quién podría levantarse contra ella? Esta escena ha terminado, y se reanuda el curso de los acontecimientos.

13.3 - Rechazo deliberado del Rey de Israel, el verdadero Hijo de David

La enemistad de los judíos (¡ay! la del corazón del hombre, entregado así a sí mismo y, por consiguiente, al enemigo que es asesino por naturaleza y enemigo de Dios, enemigo al que nada meramente humano puede doblegar) querría matar también a Lázaro. El hombre, en efecto, es capaz de esto: ¿pero capaz de qué? Todo cede al odio –a este tipo de odio a Dios que se manifiesta. Pero para esto sería de hecho inconcebible. Ahora debían creer en Jesús o rechazarlo; pues su poder era tan evidente que debían hacer lo uno o lo otro: un hombre resucitado públicamente de entre los muertos al cabo de cuatro días, y vivo en medio del pueblo, no dejaba ya ninguna posibilidad de indecisión. Jesús lo sabía divinamente. Se presenta como la Alianza de Israel para hacer valer sus derechos y ofrecer la salvación y la gloria prometida al pueblo y a Jerusalén[45]. Debe ser un rechazo deliberado, como bien saben los fariseos. Pero había llegado la hora; y aunque nada podían hacer, pues el mundo iba tras él, Jesús es condenado a muerte, pues «sí mismo se entregó».

[45] En este Evangelio, el motivo por el que la muchedumbre viene a reunirse y acompañar a Jesús fue la resurrección de Lázaro, el testimonio de que era Hijo de Dios.

13.4 - Jesús ocupando su lugar como Hijo del hombre

El segundo testimonio de Dios sobre Cristo se ha dado ahora sobre él, como el verdadero Hijo de David. Se le ha atestiguado como Hijo de Dios al resucitar a Lázaro (Juan 11:4), e Hijo de David al entrar en Jerusalén montado en el pollino de una asna. Había otro título más que reconocer. Como Hijo del hombre ha de poseer todos los reinos de la tierra. Vienen los griegos[46] (pues su fama se había extendido) y desean verle. Jesús dice: «Ha llegado la hora para que sea glorificado el Hijo del hombre» (12:23). Pero ahora vuelve a los pensamientos de los que el ungüento de María era la expresión de su corazón. Debería haber sido recibido como Hijo de David; pero, al ocupar su lugar como Hijo del hombre, se abre necesariamente ante él una cosa muy diferente. ¿Cómo podía ser visto como Hijo del hombre, viniendo en las nubes del cielo para tomar posesión de todas las cosas según los designios de Dios, sin morir? Si su servicio humano en la tierra hubiera terminado, y hubiera salido libre, llamando, si fuera necesario, a doce legiones de ángeles, nadie habría podido tener parte con él: Habría permanecido solo. «Si el grano de trigo cayendo en tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto» (12:24). Si Cristo toma su gloria celestial, y no está solo en ella, muere para alcanzarla, y para llevar consigo las almas que Dios le ha dado. De hecho, la hora había llegado: ya no podía demorarse más. Todo estaba ya preparado para el fin de la prueba de este mundo, del hombre, de Israel; y, sobre todo, se cumplían los designios de Dios.

[46] Griegos, propiamente dichos: no helenistas, es decir, judíos que hablaban la lengua griega y pertenecían a países extranjeros, siendo de la dispersión.

13.5 - El grano de trigo: la necesidad de la muerte del Señor

Exteriormente todo era testimonio de su gloria. Entra triunfante en Jerusalén: la multitud lo proclama Rey. ¿Qué hacían los romanos? Guardaban silencio ante Dios. Los griegos vinieron a buscarle. Todo está preparado para la gloria del Hijo del hombre. Pero el corazón de Jesús bien sabía que para esta gloria – ara la realización de la obra de Dios, para que él tuviera un ser humano con él en la gloria, para que el granero de Dios se llenara según los consejos de la gracia– él debía morir. No hay otro camino para que las almas culpables lleguen a Dios. Lo que el afecto de María preveía, Jesús lo sabe según la verdad; y según la mente de Dios lo siente, y se somete a ello. Y el Padre responde en este momento solemne, dando testimonio del glorioso efecto de lo que su soberana majestad requería al mismo tiempo –majestad que Jesús glorificó plenamente con su obediencia: ¿y quién podía hacer esto, excepto Aquel que, por esa obediencia, trajo el amor y el poder de Dios que lo realizó?

13.6 - Servir y seguir

En lo que sigue, el Señor introduce un gran principio relacionado con la verdad contenida en su sacrificio. No había ningún vínculo entre la vida natural del hombre y Dios. Si en el hombre Cristo Jesús había una vida en completa armonía con Dios, debía renunciar a ella a causa de esta condición del hombre. Siendo de Dios, no podía permanecer en conexión con el hombre. El hombre no lo permitiría. Jesús prefería morir antes que no cumplir su servicio glorificando a Dios, antes que no ser obediente hasta el fin. Pero si alguno amó su vida de este mundo, la perdió; porque no estaba en conexión con Dios. Si alguno por gracia la aborrecía, separándose de corazón de este principio de alienación de Dios, y dedicaba su vida a él, la tendría en el estado nuevo y eterno. Por lo tanto, servir a Jesús era seguirle; y donde él iba, allí debía estar su siervo. El resultado de la asociación del corazón con Jesús aquí, demostrado en seguirle, pasa de este mundo, como lo estaba haciendo en verdad, y bendiciones del Mesías, a la gloria celestial y eterna de Cristo. Si alguno le servía, el Padre se acordaría de él, y le honraría. Todo esto se dice en vista de su muerte, cuyo pensamiento se apodera de su mente; y su alma se turba. Y en el justo temor de esa hora que, en sí misma, es el juicio de Dios, y el fin del hombre tal como Dios lo creó aquí en la tierra, le pide a Dios que lo libre de esa hora. Y, en verdad, él había venido –no entonces para ser (aunque él era) el Mesías, no entonces (aunque era su derecho) para tomar el reino; pero él había venido para esta misma hora –muriendo para glorificar a su Padre. Esto es lo que él desea, implique lo que implique. «¡Padre, glorifica tu nombre!» (12:28), es su única oración. Esto es perfección –él siente lo que es la muerte: no habría habido sacrificio si él no lo hubiera sentido. Pero mientras lo sentía, su único deseo era glorificar a su Padre. Si eso le costó todo, la obra fue perfecta en proporción.

13.7 - El nombre del Padre glorificado en la resurrección

Perfecto en este deseo, y eso hasta la muerte, el Padre no podía menos de responderle. En su respuesta, según me parece, el Padre anuncia la resurrección. Pero ¡qué gracia, qué maravilla, ser admitido en tales comunicaciones! El corazón se queda atónito, lleno de adoración y de gracia, al contemplar la perfección de Jesús, el Hijo de Dios, hasta la muerte, es decir, absoluta; y al verle, con el pleno sentido de lo que era la muerte, buscando la única gloria del Padre; y el Padre respondiendo, una respuesta moralmente necesaria para este sacrificio del Hijo y para su propia gloria. Por eso dijo: «Ya lo he glorificado y otra vez lo glorificaré» (12:28). Creo que lo había glorificado en la resurrección de Lázaro[47]; lo volvería a hacer en la resurrección de Cristo –una resurrección gloriosa que, en sí misma, implicaba la nuestra; tal como el Señor había dicho, sin nombrar la suya propia.

[47] La resurrección sigue la condición de Cristo. Lázaro fue resucitado mientras Cristo vivía aquí en la carne, y Lázaro es resucitado en la carne. Cuando Cristo en gloria nos resucite, nos resucitará en gloria. Y aun ahora que Cristo está escondido en Dios, nuestra vida está escondida con él allí.

13.8 - La gloria venidera del Hijo del hombre y las verdades relacionadas con ella

Observemos ahora la conexión de las verdades de que se habla en este notable pasaje. Había llegado la hora de la gloria del Hijo del hombre. Pero, para ello, era necesario que el precioso grano de trigo cayera en tierra y muriera; de lo contrario, permanecería solo. Este era el principio universal. La vida natural de este mundo en nosotros no tenía parte con Dios. Había que seguir a Jesús. Así debíamos estar con él: esto era servirle. Así también debíamos ser honrados por el Padre. Cristo, por sí mismo, mira a la muerte a la cara y siente todo su significado. Sin embargo, se entrega a una sola cosa: la gloria de su Padre. El Padre le responde con esto. Su deseo debe cumplirse. No debe quedar sin respuesta a su perfección. El pueblo lo oye como la voz del Señor Dios, tal como se describe en los Salmos. Cristo (que, en todo esto, se había puesto a sí mismo enteramente a un lado, había hablado solo de la gloria de sus seguidores y de su Padre) declara que esta voz vino por el bien del pueblo, para que pudieran entender lo que él era para su salvación. Entonces se abre ante él, que así se había puesto a un lado y se había sometido a todo por amor de su Padre, no la gloria futura, sino el valor, la importancia, la gloria, de la obra que estaba a punto de hacer.

Los principios de los que hemos hablado son llevados aquí al punto central de su desarrollo. En su muerte fue juzgado el mundo: Satanás era su príncipe, y es expulsado: en apariencia es Cristo quien lo fue. Con la muerte destruyó moral y judicialmente al que tenía el poder de la muerte. Fue la aniquilación total y completa de todos los derechos del enemigo, sobre cualquiera, y sea lo que fuere, cuando el Hijo de Dios e Hijo del hombre llevó el juicio de Dios como hombre en obediencia hasta la muerte. Todos los derechos que Satanás se había atribuido por la desobediencia del hombre y el juicio de Dios sobre ella, eran solo derechos en virtud de las reivindicaciones de Dios sobre el hombre, y vuelven solo a Cristo. Y siendo elevado entre Dios y el mundo, en obediencia, en la cruz, llevando lo que era debido al pecado, Cristo se convirtió en el punto de atracción para todos los hombres vivos, para que por medio de él pudieran acercarse a Dios. Mientras vivía, Jesús debería haber sido reconocido como el Mesías de la promesa; levantado de la tierra como víctima ante Dios, no siendo ya de la tierra como vivía en ella, él fue el punto de atracción hacia Dios para todos los que, viviendo en la tierra, estaban alejados de Dios, como hemos visto, para que pudieran llegar a él allí (por gracia), y tener vida a través de la muerte del Salvador. Jesús advierte a la gente que era solo por un poco de tiempo que él, la luz del mundo, permanecería con ellos. Debían creer mientras aún era tiempo. Pronto llegarían las tinieblas, y no sabrían adónde iban. Vemos que, cualesquiera que sean los pensamientos que ocupan su corazón, el amor de Jesús nunca se enfría. Piensa en los que le rodean, en los hombres según sus necesidades.

13.9 - Advertencia profética de Isaías sobre las consecuencias de la incredulidad

Sin embargo, no creyeron según el testimonio del profeta, dado en vista de su humillación hasta la muerte, dado en vista de la visión de su gloria divina, que no podía sino traer juicio sobre un pueblo rebelde (Is. 53 y 6).

13.10 - Los consejos de gracia de Dios; su longanimidad

Sin embargo, tal es la gracia, que su humillación debía ser su salvación; y, en la gloria que los juzgara, Dios recordaría los consejos de su gracia, fruto tan seguro de esa gloria como lo era el juicio que el Santo, Santo, Santo, Jehová de los Ejércitos debía pronunciar contra el mal, juicio suspendido, por su longanimidad, durante siglos, pero ahora cumplido cuando estos últimos esfuerzos de su misericordia fueron despreciados y rechazados. Prefirieron la alabanza de los hombres.

13.11 - El Salvador y su palabra

Por fin Jesús declara lo que realmente fue su venida –que de hecho, los que creyeron en él, en el Jesús que vieron en la tierra, creyeron en su Padre, y vieron a su Padre. Había venido como la luz, y los que creían no debían andar en tinieblas. No juzgaba; había venido a salvar; pero la palabra que había pronunciado debía juzgar a los que la oyeran, porque era la palabra del Padre, y era la vida eterna.

14 - Capítulo 13

14.1 - El odio incesante del hombre; el amor inmutable del Señor

Ahora, pues, el Señor ha tomado su lugar para ir al Padre. Había llegado el momento. Ocupa su lugar en lo alto, según los consejos de Dios, y ya no está en relación con un mundo que ya lo había rechazado; pero ama a los suyos hasta el fin. Dos cosas están presentes para él: por un lado, el pecado tomando la forma más dolorosa para su corazón; y por el otro, el sentido de toda la gloria que le fue dada como hombre, y de dónde vino y a dónde iba: esto es, su carácter personal y celestial en relación con Dios, y la gloria que le fue dada. Venía de Dios e iba a Dios; y el Padre había puesto todas las cosas en sus manos.

14.2 - El servicio de amor; nuestro Abogado en las alturas

Pero ni su entrada en la gloria, ni la crueldad del pecado del hombre, apartan su corazón de sus discípulos o incluso de sus necesidades. Solo ejercita su amor, para ponerlos en conexión consigo mismo en la nueva posición que estaba creando para ellos al entrar así en ella. Ya no podía permanecer con ellos en la tierra; y si los dejaba, y debía dejarlos, no los abandonaba, sino que los preparaba para estar donde él estaba. Los amaba con un amor que nada detenía. Siguió adelante para perfeccionar sus resultados; y debía prepararlos para que estuvieran con él. Bendito cambio el que logró ese amor aun estando con ellos aquí abajo. Iban a tener una parte con Aquel que vino de Dios y fue a Dios, y en cuyas manos el Padre había puesto todas las cosas; pero entonces debían ser aptos para estar con él allí. Con este fin, él sigue siendo su siervo en el amor, e incluso más que nunca. Sin duda lo había sido en su gracia perfecta, pero lo fue mientras estuvo entre ellos. Así, en cierto sentido, eran compañeros. Todos cenaban juntos aquí en la misma mesa. Pero él abandona esta posición, como abandonó su asociación personal con sus discípulos al ascender al cielo, al ir a Dios. Pero, si lo hace, todavía se prepara para su servicio, y toma agua[48] para lavarles los pies. El efecto de este servicio es que el Espíritu Santo quita prácticamente con la palabra toda la mancilla que acumulamos al caminar por este mundo de pecado. En nuestro camino entramos en contacto con este mundo que rechazó a Cristo. Nuestro Abogado en las alturas (comp. 1 Juan 2), nos limpia de la inmundicia por medio del Espíritu Santo y la Palabra; nos limpia en vista de las relaciones con Dios su Padre, a las que nos ha llevado entrando en ellas él mismo como hombre[49] en las alturas.

[48] Aquí no hay sangre. Ciertamente debe haberla. Él no vino por agua solamente, sino por agua y sangre; pero aquí el lavado es en todo respecto el del agua. El lavado de los pecados en su propia sangre no se repite de ninguna manera. Cristo debería haber sufrido a menudo en ese caso (véase Hebr. 9 y 10). Con respecto a la imputación, ya no hay conciencia de los pecados.

[49] El Señor, al hacerse hombre, tomó la forma de siervo (Fil. 2). A esto nunca renuncia. Pudo pensarse así cuando entró en la gloria, pero aquí muestra que no es así. Ahora dice como en Éxodo 21: Amo a mi señor, amo a mi mujer, amo a mis hijos; no saldré libre, y se hace siervo para siempre, aunque hubiera podido tener 12 legiones de ángeles. Aquí es un siervo para lavarles los pies, manchados en su paso por este mundo. En Lucas 12 vemos que conserva el lugar de servicio en la gloria. Es un dulce pensamiento que incluso allí él ministra la mejor bendición del cielo para nuestra felicidad.

14.3 - Lavar los pies a los discípulos

Era necesaria una pureza propia en la presencia de Dios, pues él iba allí. Sin embargo, solo se trata de los pies. Los sacerdotes que servían a Dios en el tabernáculo eran lavados en su consagración. Ese lavado no se repetía. Así, cuando una vez renovados espiritualmente por la Palabra, esto no se repite para nosotros. En «el que está bañado» (13:10), es una palabra diferente de «salvo para lavar sus pies». La primera es bañar todo el cuerpo; la segunda lavar las manos o los pies. Necesitamos esto último continuamente, pero no somos, una vez nacidos del agua por la Palabra, lavados de nuevo, como tampoco se repetía la primera consagración de los sacerdotes. Los sacerdotes se lavaban las manos y los pies cada vez que realizaban un servicio, para acercarse a Dios. Nuestro Jesús restaura la comunión y el poder de servir a Dios, cuando lo hemos perdido. Lo hace, y con vistas a la comunión y al servicio; porque ante Dios estamos personalmente limpios del todo. El servicio era el servicio de Cristo, de su amor. Les enjugó los pies con la toalla con que estaba ceñido (circunstancia expresiva de servicio). El medio de purificación era el agua, la Palabra aplicada por el Espíritu Santo. A Pedro le asusta la idea de que Cristo se humillara de esta manera, pero debemos aceptar este pensamiento: nuestro pecado es tal que nada menos que la humillación de Cristo puede limpiarnos de él en ningún sentido. Ninguna otra cosa nos hará conocer realmente la perfecta y deslumbrante pureza de Dios, o el amor y la devoción de Jesús; y en la realización de estos consiste el tener un corazón santificado para la presencia de Dios. Pedro, pues, quiere que el Señor le lave también las manos y la cabeza. Pero esto ya está hecho. Si somos suyos, hemos nacido de nuevo y hemos sido limpiados por la Palabra que él ya ha aplicado a nuestras almas; solo ensuciamos nuestros pies al caminar. Es según el modelo de este servicio de Cristo en gracia que debemos actuar con respecto a nuestros hermanos.

14.4 - La traición de Judas conocida por el Señor

Judas no estaba limpio; no había nacido de nuevo, no estaba limpio por la Palabra que Jesús había pronunciado. Sin embargo, siendo enviado del Señor, los que lo habían recibido habían recibido a Cristo. Y esto es cierto también de aquellos a quienes él envía por su Espíritu. Este pensamiento trae a la mente del Señor la traición de Judas; su alma se turba al pensarlo, y desahoga su corazón declarándolo a sus discípulos. Lo que ocupa aquí su corazón no es su conocimiento del individuo, sino el hecho de que lo hiciera uno de ellos, uno de los que habían sido sus compañeros.

14.5 - El amor de Juan y Pedro a su Señor

Por eso, al decir esto, los discípulos se miraron unos a otros. Ahora bien, había uno cerca de él, el discípulo a quien Jesús amaba; pues tenemos, en toda esta parte del Evangelio según Juan, el testimonio de la gracia que responde a las diversas formas de malicia y maldad en el hombre. Este amor de Jesús había formado el corazón de Juan –le había dado confianza y constancia de afecto; y por consiguiente, sin otro motivo que este, estaba lo suficientemente cerca de Jesús como para recibir comunicaciones de él. No fue para recibirlas por lo que se colocó cerca de Jesús: estaba allí porque amaba al Señor, cuyo propio amor lo había unido así a él; pero, estando allí, pudo recibirlas. Así es como todavía podemos aprender de él.

Pedro le amaba; pero había demasiado de Pedro, no para el servicio, si Dios le llamaba a ello –y lo hizo en gracia, cuando le hubo quebrantado por completo y le hizo conocerse a sí mismo–, sino para la intimidad. ¿Quién, entre los doce, dio testimonio como Pedro, en quien Dios se mostró poderoso para con la circuncisión? Pero no encontramos en sus epístolas lo que se encuentra en las de Juan[50]. Además cada uno tiene su lugar, dado en la soberanía de Dios. Pedro amaba a Cristo; y vemos que, unido también a Juan por este afecto común, están constantemente juntos; como también al final de este Evangelio está ansioso por conocer la suerte de Juan. Se sirve, pues, de Juan para preguntar al Señor cuál era entre ellos el que debía traicionarle, como él había dicho. Recordemos que estar cerca de Jesús por su propio bien es la manera de tener su mente cuando surgen pensamientos ansiosos.

[50] Por otra parte, Pedro murió por el Señor. Juan quedó al cuidado de la Asamblea: no parece que se convirtiera en mártir.

14.6 - Judas poseído por Satanás

Jesús señala a Judas por el trozo de pan mojado, que habría frenado a cualquier otro, pero que para él solo fue el sello de su ruina. Así sucede con todos los favores de Dios que caen sobre un corazón que los rechaza. Después del trozo de pan mojado Satanás entra en Judas. Malvado ya por la codicia, y cediendo habitualmente a las tentaciones ordinarias; aunque estaba con Jesús, endureciendo su corazón contra el efecto de aquella gracia que estaba siempre ante sus ojos y a su lado, y que, en cierto modo, se ejercía sobre él, había cedido a la sugestión del enemigo, y se había hecho instrumento de los sumos sacerdotes para traicionar al Señor. Sabía lo que deseaban, y va y se ofrece. Y cuando, por su larga familiaridad con la gracia y la presencia de Jesús mientras se hacía adicto al pecado, esa gracia y el pensamiento de la Persona de Cristo habían perdido por completo su influencia, estaba en condiciones de no sentir nada por traicionarlo. El conocimiento que tenía del poder del Señor, le ayudó a entregarse al mal, y fortaleció la tentación de Satanás; porque evidentemente estaba seguro de que Jesús siempre lograría librarse de sus enemigos, y, en cuanto al poder, Judas tenía razón al pensar que el Señor podría haberlo hecho. Pero, ¿qué sabía él de los pensamientos de Dios? Todo eran tinieblas morales en su alma.

Y ahora, después de este último testimonio, que era a la vez una muestra de gracia y un testimonio del verdadero estado de su corazón insensible a ella (como se expresa en el Salmo aquí cumplido), Satanás entra en él, toma posesión de él para endurecerlo contra todo lo que podría haberle hecho sentir, incluso como un hombre, la horrible naturaleza de lo que estaba haciendo, y así debilitarlo para llevar a cabo el mal; para que ni su conciencia ni su corazón se despertaran al cometerlo. ¡Espantosa condición! Satanás lo posee, hasta que se ve obligado a dejarlo al juicio del que no puede protegerlo, y que será el suyo propio en el momento señalado por Dios –juicio que se manifiesta a la conciencia de Judas cuando el mal ya estaba hecho, cuando era demasiado tarde (y cuyo sentido se muestra por una desesperación que su vínculo con Satanás no hizo sino aumentar), pero que se ve obligado a dar testimonio de Jesús ante aquellos que se habían beneficiado con su pecado y que se burlaban de su angustia. Porque la desesperación dice la verdad; el velo es arrancado; ya no hay autoengaño; la conciencia se pone al descubierto ante Dios, pero es ante su juicio. Satanás no engaña allí; y no se conoce la gracia, sino la perfección de Cristo. Judas dio testimonio de la inocencia de Jesús, lo mismo que el malhechor en la cruz. Es así como la muerte y la destrucción oyeron la fama de su sabiduría: solo Dios la conoce (Job 28:22:23).

14.7 - La omnisciencia del Señor

Jesús conocía su condición. No era sino el cumplimiento de lo que iba a hacer, por medio de uno para quien ya no había esperanza. «Lo que haces», dijo Jesús, «hazlo cuanto antes» (13:27). Pero ¡qué palabras, cuando las oímos de labios de Aquel que era el amor mismo! Sin embargo, los ojos de Jesús no estaban fijos en su propia muerte. Está solo. Nadie, ni siquiera sus discípulos, tuvo parte alguna con él. Estos no podían seguirlo, ahora que se iba, más que los mismos judíos. Hora solemne pero gloriosa. Un hombre iba a encontrarse con Dios en aquello que separaba al hombre de Dios: a encontrarse con él en el juicio. Esto, de hecho, es lo que él dice, tan pronto como Judas sale. La puerta que se cerró sobre Judas separó a Cristo de este mundo.

14.8 - La cruz, la manifestación más brillante de la gloria de Dios

«Ahora», dice, «es glorificado el Hijo del hombre». Él había dicho esto cuando los griegos llegaron; pero entonces era la gloria por venir –su gloria como la cabeza de todos los hombres, y, de hecho, de todas las cosas. Pero esto no podía ser todavía; y dijo: «¡Padre, glorifica tu nombre!». Jesús debía morir. Era lo que glorificaba el nombre de Dios en un mundo donde había el pecado. Era la gloria del Hijo del hombre realizarlo allí, donde se mostraba todo el poder del enemigo, el efecto del pecado y el juicio de Dios sobre el pecado; donde la cuestión estaba moralmente resuelta; donde Satanás (en su poder sobre el hombre pecador –el hombre bajo el pecado, y que se desarrolló plenamente en abierta enemistad contra Dios), y Dios se reunieron, no como en el caso de Job, como un instrumento en la mano de Dios para la disciplina, sino para la justicia –que Dios estaba en contra del pecado, pero en el que, a través de la entrega de Cristo, todos Sus atributos deberían estar en ejercicio, y ser glorificados, y por el cual, de hecho, a través de lo que tuvo lugar, todas las perfecciones de Dios han sido glorificadas, siendo manifestadas a través de Jesús, o por medio de lo que Jesús hizo y sufrió.

Estas perfecciones se habían desplegado directamente en él, hasta donde llegaba la gracia; pero ahora que se daba la oportunidad del ejercicio de todas ellas, al ocupar un lugar que lo ponía a prueba según los atributos de Dios, su perfección divina podía desplegarse a través del hombre en Jesús allí donde él estaba en el lugar del hombre; y (hecho pecado, y, gracias a Dios, por el pecador) Dios era glorificado en él. Para ver lo que de hecho se reunió en la cruz: El poder completo de Satanás sobre los hombres, con la sola excepción de Jesús; el hombre en abierta enemistad perfecta contra Dios en el rechazo de su Hijo; Dios manifestado en gracia: luego en Cristo, como hombre, el amor perfecto a su Padre, y la obediencia perfecta, y eso en el lugar del pecado, es decir, como hecho tal (porque la perfección del amor a su Padre y la obediencia fueron cuando él estaba como pecado ante Dios en la cruz); luego la majestad de Dios hecha buena, glorificada (Hebr. 2:10); su juicio perfecto, justo, contra el pecado como el Santo; pero en esto su amor perfecto a los pecadores al dar a su Hijo único. Porque en esto conocemos el amor. Para resumirlo: en la cruz encontramos al hombre en el mal absoluto –el odio de lo que era bueno; el poder completo de Satanás sobre el mundo– el príncipe de este mundo; el hombre en la bondad perfecta, la obediencia y el amor al Padre a costa de sí mismo; Dios en la justicia absoluta, infinita, contra el pecado, y el amor divino infinito al pecador. El bien y el mal quedaron completamente resueltos para siempre, y la salvación fue realizada, los cimientos de los nuevos cielos y de la nueva tierra fueron puestos. Bien podemos decir: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (13:31). Totalmente deshonrado en el primero, es infinitamente más glorificado en el segundo, y por eso pone al hombre (Cristo) en la gloria, y de inmediato, sin esperar al reino. Pero esto requiere algunas palabras menos abstractas; porque la cruz es el centro del universo, según Dios, la base de nuestra salvación y nuestra gloria, y la manifestación más brillante de la propia gloria de Dios, el centro de la historia de la eternidad.

14.9 - «El Hijo del hombre glorificado» en Jesús en la cruz y «Dios glorificado en él» allí

El Señor había dicho, cuando los griegos deseaban verle, que había llegado la hora de que el Hijo del hombre fuera glorificado. Habló entonces de su gloria como Hijo del hombre, de la gloria que debía tomar bajo ese título. Sintió, en efecto, que, para llevar a los hombres a esa gloria, él mismo debía pasar necesariamente por la muerte. Pero estaba absorto por una cosa que apartaba sus pensamientos de la gloria y del sufrimiento: el deseo que poseía su corazón de que su Padre fuera glorificado. Todo había llegado al punto en que esto debía cumplirse; y había llegado el momento en que Judas (sobrepasando los límites de la justa y perfecta paciencia de Dios) salió, dando las riendas a su iniquidad, para consumar el crimen que conduciría al maravilloso cumplimiento de los designios de Dios.

Ahora bien, en Jesús en la cruz, el Hijo del hombre ha sido glorificado de una manera mucho más admirable de lo que será incluso por la gloria positiva que le pertenece bajo ese título. Sabemos que será revestido de esa gloria; pero, en la cruz, el Hijo del hombre cargó con todo lo necesario para el despliegue perfecto de toda la gloria de Dios. Todo el peso de esa gloria recayó sobre él, para ponerlo a prueba, para que se viera si podía sostenerla, verificarla y exaltarla; y eso exponiéndola en el lugar donde, de no ser por esto, el pecado ocultó esa gloria y, por así decirlo, le dio impíamente la mentira. ¿Podía el Hijo del hombre entrar en tal lugar, emprender tal tarea y cumplirla, y mantener su lugar sin fracasar hasta el fin? Esto lo hizo Jesús. La majestad de Dios debía ser vindicada contra la insolente rebelión de su criatura; su verdad, que le había amenazado de muerte, mantenida; su justicia establecida contra el pecado (¿quién podría resistirla?); y, al mismo tiempo, su amor plenamente demostrado. Teniendo Satanás aquí todos los dolorosos derechos que había adquirido por nuestro pecado, Cristo –perfecto como hombre, solo, aparte de todos los hombres, en obediencia, y teniendo como hombre un solo objeto, es decir, la gloria de Dios, así divinamente perfecto, sacrificándose para este fin –glorificó plenamente a Dios. Dios fue glorificado en él. Su justicia, su majestad, su verdad, su amor – todo fue verificado en la cruz tal como están en él mismo, y revelado solo allí; y eso con respecto al pecado.

14.10 - Todos los atributos de Dios mostrados libre y plenamente al pecador

Y Dios puede ahora actuar libremente, según lo que es conscientemente para sí mismo, sin que ningún atributo oculte, oscurezca o contradiga a otro. La verdad condenó al hombre a muerte, la justicia condenó para siempre al pecador, la majestad exigió la ejecución de la sentencia. ¿Dónde estaba, pues, el amor? Si el amor, tal como lo concibe el hombre, pasara por encima de todo, ¿dónde estarían su majestad y su justicia? Además, eso no podría ser; ni sería entonces realmente amor, sino indiferencia al mal. Por medio de la cruz, él es justo, y justifica en gracia; él es amor, y en ese amor otorga su justicia al hombre. La justicia de Dios ocupa para el creyente el lugar del pecado del hombre. Tanto la justicia como el pecado del hombre se desvanecen ante la brillante luz de la gracia, y no empañan la gloria soberana de una gracia como esta para con el hombre, que estaba realmente alejado de Dios.

14.11 - Dios glorificando al Hijo del hombre en sí mismo

¿Y quién había logrado esto? ¿Quién había establecido así (en cuanto a su manifestación, y a hacerla buena donde había estado, en cuanto al estado de las cosas, comprometida por el pecado), toda la gloria de Dios? Fue el Hijo del hombre. Por tanto, Dios lo glorifica con su propia gloria; porque era en verdad esa gloria la que había establecido y hecho honorable, cuando ante sus criaturas había sido borrada por el pecado –no puede serlo en sí misma–. Y no solo fue establecida, sino que fue así realizada como no podría haber sido por ningún otro medio. Nunca hubo amor como el don del Hijo de Dios por los pecadores; nunca hubo justicia (para la cual el pecado es insoportable) como la que no perdonó ni al mismo Hijo cuando cargó con el pecado; nunca hubo majestad como la que hizo responsable al mismo Hijo de Dios de todas sus exigencias (comp. Hebr. 2); nunca hubo verdad como la que no cedió ante la necesidad de la muerte de Jesús. Ahora conocemos a Dios. Dios, siendo glorificado en el Hijo del hombre, lo glorifica en sí mismo. Pero, en consecuencia, no espera el día de su gloria con el hombre, según el pensamiento de Juan 12. Dios lo llama a su diestra y lo coloca allí de inmediato y solo. ¿Quién podría estar allí (salvo en espíritu) sino él? Aquí su gloria se relaciona con lo que solo él podía hacer, con lo que solo él debía haber hecho, y cuyo fruto debía obtener solo con Dios, pues él era Dios.

14.12 - Solo en la cruz; único y preeminente en la gloria

Otras glorias vendrán a su tiempo. Él las compartirá con nosotros, aunque en todas las cosas él tiene la preeminencia. Aquí está y debe estar siempre solo (es decir, en lo que es personal para él). ¿Quién compartió la cruz con él, como sufrimiento por el pecado y cumplimiento de la justicia? Nosotros, ciertamente, la compartimos con él en cuanto a sufrir por causa de la justicia, y por amor a él y a su pueblo, incluso hasta la muerte; y así compartiremos también su gloria. Pero es evidente que no podríamos glorificar a Dios por el pecado. Solo él, que no conoció pecado, podía ser hecho pecado. Solo el Hijo de Dios podía llevar esta carga.

14.13 - El nuevo mandamiento dado a los discípulos: el amor fraterno

En este sentido el Señor –cuando su corazón encontró alivio al derramar estos gloriosos pensamientos, estos maravillosos consejos– se dirigió a sus discípulos con afecto, diciéndoles que su conexión con él aquí abajo pronto terminaría, que él iba a donde ellos no podrían seguirlo, como tampoco podrían hacerlo los judíos incrédulos. El amor fraternal debía, en cierto sentido, ocupar su lugar. Debían amarse unos a otros como él los había amado, con un amor superior a las faltas de la carne en sus hermanos –amor fraternal lleno de gracia en estos aspectos. Si se quitara la columna principal sobre la que se apoyaban muchos a su alrededor, se sostendrían unos a otros, aunque no con su fuerza. Y así deben ser conocidos los discípulos de Cristo.

14.14 - La confianza de Simón Pedro en sí mismo

Ahora Simón Pedro desea penetrar en lo que ningún hombre, salvo Jesús, podía entrar: la presencia de Dios por el camino de la muerte. Esto es confianza carnal. El Señor le dice, en gracia, que ahora no puede ser así. Él debía secar ese mar insondable para el hombre –la muerte–, ese Jordán desbordado; y entonces, cuando ya no fuera el juicio de Dios, ni estuviera esgrimido por el poder de Satanás (pues en ambos caracteres Cristo ha destruido por completo su poder para el creyente), entonces su pobre discípulo podría atravesarlo por causa de la justicia y de Cristo. Pero Pedro quería seguirlo con sus propias fuerzas, declarándose capaz de hacer exactamente lo que Jesús iba a hacer por él. Sin embargo, de hecho, aterrorizado ante el primer movimiento del enemigo, retrocede ante la voz de una muchacha, y niega al Maestro a quien amaba. En las cosas de Dios, la confianza carnal no hace sino llevarnos a una posición en la que no puede resistir. La sinceridad por sí sola no puede hacer nada contra el enemigo. Debemos tener la fuerza de Dios.

15 - Capítulo 14

15.1 - Solo el Señor es objeto de fe en el momento de su partida

El Señor ahora (Juan 14) comienza a hablar con ellos en vista de su partida. Iba a donde ellos no podían ir. A la vista humana, quedarían solos sobre la tierra. Es al sentido de esta condición aparentemente desolada que el Señor se dirige, mostrándoles que él era un objeto para la fe, así como lo era Dios. Al hacer esto, él les abre toda la verdad con respecto a su condición. Su obra no es el tema tratado, sino la posición de ellos en virtud de esa obra. Su Persona debería haber sido para ellos la clave de esa posición, y lo sería ahora: el Espíritu Santo, el Consolador, que vendría, sería el poder por el cual disfrutarían de ella, y aún más.

15.2 - La revelación de lo que hay más allá de la muerte para la fe

A la pregunta de Pedro: «¿A dónde vas?» (13:36), responde el Señor. Solo cuando el deseo de la carne pretende entrar en el camino por el que Jesús se adentraba entonces, el Señor no pudo sino decir que la fuerza de la carne era allí inútil; pues, de hecho, se proponía seguir a Cristo en la muerte. ¡Pobre Pedro!

Pero cuando el Señor ha escrito la sentencia de muerte sobre la carne por nosotros, revelando la impotencia de esta, puede entonces (Juan 14) revelar lo que está más allá de ella para la fe; y lo que nos pertenece a través de Su muerte arroja su luz hacia atrás, y enseña quién era él, incluso cuando estaba en la tierra, y siempre, antes de que el mundo fuera. No hizo más que volver al lugar de donde vino. Pero él comienza con sus discípulos donde estaban, y satisface la necesidad de sus corazones explicándoles de qué manera –mejor, en cierto sentido, que siguiéndole aquí abajo–debían estar con él cuando estuvieran ausentes donde él estaría. No veían a Dios corporalmente presente con ellos: para gozar de su presencia creían en él; lo mismo había de suceder con respecto a Jesús. Debían creer en él. No los abandonó al marcharse, como si solo hubiera sitio para él en la Casa de su Padre (alude al templo como figura). Había sitio para todos. La ida, obsérvese, era todavía su pensamiento; no está aquí como el Mesías. Lo vemos en las relaciones en las que estaba de acuerdo con las verdades eternas de Dios. Siempre tuvo en mente su partida: si no hubiera lugar para ellos, se lo habría dicho. Su lugar estaba con él. Pero iba a prepararles un lugar. Sin presentar allí la redención y presentarse a sí mismo como el hombre nuevo según el poder de esa redención, no habría lugar preparado en el cielo. Él entra en él con el poder de esa vida que debe llevarlos a ellos también. Pero ellos no irían solos a reunirse con él, ni él se reuniría con ellos aquí abajo. Se trataba del cielo, no de la tierra. Tampoco se limitaría a enviar a otros por ellos, sino que, como los apreciaba entrañablemente, vendría por ellos él mismo y los recibiría en sí mismo, para que donde él estuviera, ellos también estuvieran. Vendría desde el trono del Padre: allí, por supuesto, no pueden sentarse; pero los recibirá allí, donde estará en gloria ante el Padre. Deberían estar con él, una posición mucho más excelente que la de permanecer con ellos aquí abajo, incluso como Mesías en gloria sobre la tierra.

15.3 - Ir al Padre: Él mismo es el camino

Ahora, también, habiendo dicho a dónde iba, es decir, a su Padre (y hablando según el efecto de su muerte por ellos), les dice que ellos sabían a dónde iba, y el camino. Porque él iba al Padre, y ellos habían visto al Padre al verlo a él; y así, habiendo visto al Padre en él, conocían el camino; porque al venir a él, vinieron al Padre, que estaba en él como él estaba en el Padre. Él mismo era, pues, el camino. Por eso reprocha a Felipe no haberle conocido. Había estado mucho tiempo con ellos, como la revelación del Padre en su propia Persona; y ellos deberían haberle conocido, y haber visto que él estaba en el Padre, y el Padre en él, y así haber sabido adónde iba, pues era al Padre. Había declarado el nombre del Padre; y si no podían ver al Padre en él, o convencerse de ello por sus palabras, deberían haberlo conocido por sus obras; porque el Padre que moraba en él era el que hacía las obras. Esto dependía de su propia Persona, que todavía estaba en el mundo; pero una prueba sorprendente estaba relacionada con su partida. Después de su partida, ellos harían obras aún mayores que las suyas, porque actuarían en conexión con su mayor cercanía al Padre. Esto era necesario para su gloria. Era incluso ilimitado. Los puso en conexión inmediata con el Padre por el poder de su obra y de su nombre; y todo lo que pidieran al Padre en su nombre, Cristo mismo lo haría por ellos. Su petición sería escuchada y concedida por el Padre, mostrando la cercanía que había adquirido para ellos; y él (Cristo) haría todo lo que le pidieran. Porque el poder del Hijo no estaba ni podía estar reñido con la voluntad del Padre: su poder no tenía límites.

15.4 - El discipulado caracterizado por la obediencia: la promesa del Espíritu Santo, de permanecer para siempre

Pero esto nos llevó a otro tema. Si lo amaban, debían demostrarlo, no con lamentaciones, sino guardando sus mandamientos. Debían andar en obediencia. Esto caracteriza el discipulado hasta el presente. El amor desea estar con él, pero se muestra obedeciendo sus mandamientos; porque Cristo también tiene derecho a mandar. Por otra parte, él buscaría su bien en lo alto, y otra bendición les sería concedida; a saber, el Espíritu Santo mismo, que nunca los abandonaría, como Cristo estaba a punto de hacer. El mundo no podía recibirle. Cristo, el Hijo, se había mostrado a los ojos del mundo, y debería haber sido recibido por él. El Espíritu Santo actuaría, siendo invisible; pues por el rechazo de Cristo, todo había terminado para el mundo en sus relaciones naturales y de criatura con Dios. Pero el Espíritu Santo sería conocido por los discípulos; porque no solo permanecería con ellos, como no pudo hacerlo Cristo, sino que estaría en ellos, no con ellos como estuvo él. El Espíritu Santo no sería visto entonces ni conocido por el mundo.

15.5 - El camino, la verdad y la vida

Hasta ahora, en su discurso, había inducido a sus discípulos a seguirle (en espíritu) a lo alto, mediante el entendimiento que conoce a su Persona (en la que se revelaba el Padre) les daba de adónde iba y del camino. Él mismo era el camino, como hemos visto. Él era la verdad misma, en la revelación (y la revelación perfecta) de Dios y de la relación del alma con él; y, de hecho, de la verdadera condición y carácter de todas las cosas, al poner de manifiesto la luz perfecta de Dios en su propia Persona que lo reveló. Él era la vida, en la que Dios y la verdad podían así ser conocidos. Los hombres venían por él; encontraban al Padre revelado en él; y poseían en él lo que les permitía gozar, y en cuya recepción llegaban de hecho al Padre.

15.6 - La corriente de bendición que fluye para los discípulos en este mundo: la vida en Cristo

Pero, ahora, no es lo objetivo lo que él presenta; no el Padre en él (que ellos deberían haber conocido) y él en el Padre, cuando estaba aquí abajo. Por tanto, no eleva sus pensamientos al Padre por medio de sí mismo y en sí mismo, y él en el Padre celestial. Él pone delante de ellos lo que debería serles dado aquí abajo –la corriente de bendición que debería fluir para ellos en este mundo, en virtud de lo que Jesús era, y era para ellos, en el cielo. Una vez presentado el Espíritu Santo como enviado, el Señor dice: «No os dejaré huérfanos; yo vengo a vosotros» (14:18). Su presencia, en espíritu, aquí abajo, es el consuelo de los suyos. Deben verle; y esto es mucho más verdadero que verle con los ojos de la carne. Sí, más verdadero; es conocerlo de una manera mucho más real, aunque por gracia hayan creído en él como el Cristo, el Hijo de Dios. Y, además, esta visión espiritual de Cristo por el corazón, mediante la presencia del Espíritu Santo, está conectada con la vida. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis» (14:19). Le vemos, porque tenemos vida, y esta vida está en él, y él en esta vida. «Esta vida está en su Hijo» (1 Juan 5:11). Es tan segura como su duración. Se deriva de él. Porque él vive, nosotros viviremos. Nuestra vida es, en todo, la manifestación de Aquel que es nuestra vida. Tal como lo expresa el apóstol: «Para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor. 4:11-11). ¡Ay! la carne se resiste; pero esta es nuestra vida en Cristo.

15.7 - Los discípulos en Cristo en virtud de la presencia del Espíritu Santo

Pero esto no es todo. Con el Espíritu Santo morando en nosotros, sabemos que estamos en Cristo[51]. «En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (14:20). No es “el Padre en mí [que, sin embargo, siempre fue verdad], y yo en él” –palabras, la primera de las cuales, aquí omitida, expresaba la realidad de su manifestación del Padre aquí en la tierra. El Señor solo expresa lo que pertenece a su ser real y divinamente uno con el Padre: «Yo estoy en mi Padre». Es esta última parte de la verdad (implícita, sin duda, en la otra cuando se entiende correctamente) de la que habla aquí el Señor. En realidad, no podría ser así; pero los hombres podrían imaginar tal cosa como una manifestación de Dios en un hombre, sin que este hombre fuera realmente tal –tan verdaderamente Dios, es decir, en sí mismo– que también debe decirse: Él está en el Padre. La gente sueña con tales cosas; hablan de la manifestación de Dios en la carne. Nosotros hablamos de Dios manifestado en carne. Pero aquí se obvia toda ambigüedad: Él estaba en el Padre, y es esta parte de la verdad la que se repite aquí; añadiéndole, en virtud de la presencia del Espíritu Santo que, si bien los discípulos debían conocer plenamente la Persona divina de Jesús, debían saber además que ellos mismos estaban en él. El que está unido al Señor es un solo espíritu. Jesús no dijo que deberían haber sabido esto mientras él estaba con ellos en la tierra. Debían saber que el Padre estaba en él y él en el Padre. Pero en eso él estaba solo. Los discípulos, sin embargo, habiendo recibido el Espíritu Santo, debían conocer su propio ser en él, una unión de la que el Espíritu Santo es la fuerza y el vínculo. La vida de Cristo fluye de él en nosotros. Él está en el Padre, nosotros en él, y él también en nosotros, según el poder de la presencia del Espíritu Santo.

[51] Nótese, esto es individual, no la unión de los miembros del Cuerpo con Cristo; ni la unión es ciertamente un término exacto para ello. Estamos en él. Esto es más que unión, pero no es lo mismo. Es naturaleza y vida, y posición en ella, nuestro lugar en esa naturaleza y vida. Cuando él estaba en la tierra, y ellos no tenían el Espíritu Santo, deberían haber sabido que él estaba en el Padre y el Padre en él. Cuando estaba en el cielo, y tenían el Espíritu Santo, sabrían que estaban en él y él en ellos.

15.8 - Una tutela y gobierno continuos

Este es el tema de la fe común, verdadera para todos. Pero hay una tutela y un gobierno continuos, y Jesús se nos manifiesta en relación con nuestro caminar y de un modo que depende de él. Quien tiene presente la voluntad del Señor, la posee y la observa. Un buen hijo no solo obedece cuando conoce la voluntad de su padre, sino que adquiere el conocimiento de esa voluntad prestándole atención. Este es el espíritu de la obediencia en el amor. Si actuamos así con respecto a Jesús, el Padre, que tiene en cuenta todo lo que se refiere a su Hijo, nos amará. Jesús también nos amará y se manifestará a nosotros. Judas (no Iscariote) no entendió esto, porque no vio más allá de una manifestación corporal de Cristo, tal como el mundo también podía percibir. Jesús añade, por tanto, que los discípulos verdaderamente obedientes (y aquí habla más espiritual y generalmente de su Palabra, no solo de sus mandamientos) serían amados por el Padre, y que el Padre y él mismo vendrían y harían morada con él. De modo que, si hay obediencia, mientras esperamos el tiempo en que iremos a morar con Jesús en la presencia del Padre, él y el Padre moran en nosotros. El Padre y el Hijo se manifiestan en nosotros, en quienes mora el Espíritu Santo, así como el Padre y el Espíritu Santo estaban presentes, cuando el Hijo estaba aquí abajo –sin duda de otra manera, pues él era el Hijo, y nosotros solo vivimos por él–, el Espíritu Santo solo mora en nosotros. Pero con respecto a esas gloriosas Personas no están desunidas. El Padre hizo las obras en Cristo, y Jesús echó fuera los demonios por el Espíritu Santo; sin embargo, el Hijo obró. Si el Espíritu Santo está en nosotros, el Padre y el Hijo vienen y hacen morada en nosotros. Solo que aquí se observará que hay gobierno. Según la nueva vida, somos santificados para obediencia. No se trata aquí del amor de Dios en gracia soberana a un pecador, sino de los tratos del Padre con sus hijos. Por tanto, es en el camino de la obediencia donde se encuentran las manifestaciones del amor del Padre y del amor de Cristo. Amamos, pero no acariciamos, a nuestros hijos traviesos. Si contristamos al Espíritu, él no será en nosotros el poder de la manifestación a nuestras almas del Padre y del Hijo en comunión, sino que actuará en nuestras conciencias en la convicción, aunque dando el sentido de la gracia. Dios puede restaurarnos por su amor, y dando testimonio cuando nos hemos extraviado; pero la comunión está en la obediencia. Por último, Jesús debía ser obedecido; pero era la palabra del Padre a Jesús, obsérvese, mientras estaba aquí abajo. Sus palabras eran las palabras del Padre.

15.9 - Cristo verdadero y siempre hombre, pero Dios manifestado en carne

El Espíritu Santo da testimonio de lo que Cristo fue, así como de su gloria. Es la manifestación de la vida perfecta del hombre, de Dios en el hombre, del Padre en el Hijo –la manifestación del Padre por el Hijo que está en el seno del Padre. Tales fueron las palabras del Hijo aquí abajo; y cuando hablamos de sus mandamientos, no se trata solo de la manifestación de su gloria por el Espíritu Santo, cuando está en lo alto, y de sus resultados; sino de sus mandamientos cuando hablaba aquí abajo, y hablaba las palabras de Dios; porque no tenía el Espíritu Santo por medida, de modo que sus palabras habrían sido mezcladas y en parte imperfectas, o al menos no divinas. Era verdaderamente hombre, y siempre hombre; pero era Dios manifestado en carne. El antiguo mandamiento del principio es nuevo, en cuanto que esta misma vida, que se expresaba en sus mandamientos, ahora se mueve en nosotros y nos anima –verdadera en él y en nosotros (comp. 1 Juan 2). Los mandamientos son los del hombre Cristo, pero son los mandamientos de Dios y las palabras del Padre, según la vida que se ha manifestado en este mundo en la Persona de Cristo. Expresan en él, y forman y dirigen en nosotros, aquella vida eterna que estaba con el Padre, y que se nos ha manifestado en el hombre –en Aquel a quien los apóstoles podían ver, oír y tocar; y cuya vida poseemos en él. Sin embargo, el Espíritu Santo nos ha sido dado para guiarnos a toda la verdad, según este mismo capítulo de la Epístola de Juan –«Tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas» (1 Juan 2:20).

15.10 - La diferencia entre los mandamientos de Cristo y la Ley

Dirigir la vida es diferente de conocer todas las cosas. Las dos cosas están conectadas, porque, al caminar según esa vida, no contristamos al Espíritu Santo, y estamos en la luz. Dirigir la vida, cuando existe, no es lo mismo que dar una ley impuesta al hombre en la carne (con justicia, sin duda), prometiéndole la vida si guarda esos mandamientos. Esta es la diferencia entre los mandamientos de Cristo y la Ley: no en cuanto a la autoridad –la autoridad divina es siempre la misma en sí misma–, sino que la ley ofrece la vida, y se dirige al hombre responsable en la carne, ofreciéndole la vida como resultado; mientras que los mandamientos de Cristo expresan y dirigen la vida de quien vive por el Espíritu, en conexión con su ser en Cristo, y Cristo en él. El Espíritu Santo (que, además de esto, enseña todas las cosas) trajo a la memoria los mandamientos de Cristo –todas las cosas que él les había dicho. Es lo mismo en detalle, por su gracia, con los cristianos individualmente ahora.

15.11 - El don de la paz del Señor

Finalmente, el Señor, en medio de este mundo, dejó la paz a sus discípulos, dándoles su propia paz. Es al partir, y en la plena revelación de Dios, cuando pudo decirles esto; de modo que la poseía a pesar del mundo. Había pasado por la muerte y bebido el cáliz, había quitado el pecado por ellos, había destruido el poder del enemigo en la muerte, había hecho propiciación glorificando plenamente a Dios. La paz fue hecha, y hecha para ellos ante Dios, –y para todos los que fueron traídos a la luz como él era–, de modo que esta paz era perfecta en la luz; y era perfecta en el mundo, porque los trajo tan en conexión con Dios que el mundo ni siquiera podía tocar o alcanzar su fuente de gozo. Además, Jesús había logrado esto para ellos, y se lo concedió de tal manera, que les dio la paz que él mismo tenía con el Padre, y en la que, por consiguiente, caminaba en este mundo. El mundo da una parte de sus bienes sin renunciar a la masa; pero lo que da, lo regala y ya no lo tiene. Cristo introduce en el goce de lo que es suyo –de su propia posición ante el Padre[52]. El mundo no da ni puede dar de esta manera. ¡Cuán perfecta debe haber sido esa paz que él disfrutaba con el Padre –esa paz que nos da a nosotros– la suya!

[52] Esto es benditamente cierto en todos los aspectos, excepto, por supuesto, la divinidad esencial y la unidad con el Padre: en esto permanece divinamente solo. Pero todo lo que tiene como hombre, y como Hijo en la condición de hombre, lo introduce en: «Mi Padre y vuestro Padre… mi Dios y vuestro Dios» (20:17). Su paz, su gozo, las palabras que el Padre le dio, nos las ha dado a nosotros; la gloria que le fue dada, nos la ha dado a nosotros; con el amor con que el Padre le ha amado somos amados. Los designios de Dios no eran meramente cumplir con nuestra responsabilidad como hijos de Adán, sino ante el mundo ponernos en la misma posición con el segundo Adán, su propio Hijo. Y la obra de Cristo ha hecho que eso sea justicia.

15.12 - En la gloria y felicidad del Señor encontramos la nuestra

Queda todavía un pensamiento precioso, una prueba de la indecible gracia de Jesús. Él cuenta tanto con nuestro afecto, y esto como algo personal para él mismo, que les dice: «Si me amarais, os alegraríais de que me voy al Padre» (14:28). Nos da a interesarnos en su propia gloria, en su felicidad, y, en ella, encontrar la nuestra.

15.13 - El deseo del corazón del cristiano

Salvador bueno y precioso, en verdad nos alegramos de que tú, que has sufrido tanto por nosotros, ahora has cumplido todas las cosas, y estás en reposo con tu Padre, cualquiera que sea tu amor activo por nosotros. ¡Oh, si te conociéramos y amáramos mejor! Pero incluso así podemos decir con todo el corazón: ¡Ven pronto, Señor! Abandona una vez más el trono de tu descanso y de tu gloria personal, para venir a llevarnos a ti mismo, a fin de que todo se cumpla también para nosotros, y podamos estar contigo y a la luz del rostro de tu Padre y en su Casa. Tu gracia es infinita, pero tu presencia y la alegría del Padre serán el descanso de nuestros corazones y nuestro gozo eterno.

15.14 - La plenitud de la gracia y la perfección manifestadas en la persona de Cristo

Aquí cierra el Señor esta parte de su discurso[53]. Él les había mostrado en conjunto todo lo que se derivaba de su partida y de su muerte. La gloria de su persona, obsérvese, es siempre aquí el tema; porque, incluso con respecto a su muerte, se dice: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre» (13:31). Sin embargo, él les había advertido de ello, para que fortaleciera y no debilitara su fe, pues no hablaría mucho más con ellos. El mundo estaba bajo el poder del enemigo, y este venía: no porque tuviera algo en Cristo –no tenía nada–, por eso no tenía ni siquiera el poder de la muerte sobre él. Su muerte no fue el efecto del poder de Satanás sobre él, pero así él mostró al mundo que él amó al Padre; y él fue obediente al Padre, costara lo que costara. Y esto fue la perfección absoluta en el hombre. Si Satanás era el príncipe de este mundo, Jesús no buscó mantener su gloria de Mesías en él. Sino que mostró al mundo, allí donde estaba el poder de Satanás, la plenitud de la gracia y de la perfección en su propia Persona; para que el mundo saliera de sí mismo (si se me permite usar tal expresión) –aquellos al menos, que tenían oídos para oír. Entonces el Señor deja de hablar y se va. Ya no está sentado con los suyos, como en este mundo. Se levanta y lo abandona.

[53] Juan 14 nos da la relación personal del Hijo con el Padre, y nuestro lugar en Aquel que está en ella, conocido por el Espíritu Santo dado. En Juan 15 tenemos su lugar y posición en la tierra, la Vid verdadera, y luego su estado de gloria como exaltado y el envío del Consolador para revelarlo.

15.15 - Resumen del discurso del Señor en los capítulos 14 al 16

Lo que hemos dicho de los mandamientos del Señor, dados durante su estancia aquí abajo (un pensamiento al que los capítulos sucesivos darán un interesante desarrollo) nos ayuda mucho a comprender todo el discurso del Señor aquí hasta el final del capítulo 16. El tema se divide en dos partes principales: La acción del Espíritu Santo cuando el Señor debía ausentarse; y la relación de los discípulos con él durante su estancia en la tierra. Por una parte, lo que se derivaba de su exaltación a la diestra de Dios (que le elevaba por encima de la cuestión de judíos y gentiles); y, por otra, lo que dependía de su presencia en la tierra, como centrando necesariamente todas las promesas en su propia persona, y las relaciones de los suyos consigo mismo, vistas como en conexión con la tierra y con ellos mismos en ella, incluso cuando él estuviera ausente. Había, en consecuencia, dos clases de testimonio: el del Espíritu Santo, estrictamente hablando (es decir, lo que reveló en referencia a Jesús ascendido a lo alto); y el de los propios discípulos, como testigos oculares de todo lo que habían visto de Jesús en la tierra (Juan 15:26-27). No es que para ello carecieran de la ayuda del Espíritu Santo; pero este último no era el nuevo testimonio de la gloria celestial por el Espíritu Santo enviado desde el cielo. Les trajo a la memoria lo que Jesús había sido y lo que había hablado mientras estuvo en la tierra. Por lo tanto, en el pasaje que hemos estado leyendo, su obra se describe así (Juan 14:26): «Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho» (comp. con el v. 25). Aquí se presentan las dos obras del Espíritu Santo. Jesús les había hablado muchas cosas. El Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas; además, les recordaría todo lo que Jesús había dicho. En Juan 16:12-13, Jesús les dice que tenía muchas cosas que decirles, pero que entonces no podían soportarlas. Después, el Espíritu de verdad los guiaría a toda la verdad. No hablaría por sí mismo, sino que hablaría todo lo que oyera. No era como un espíritu individual, que habla por cuenta propia. Siendo uno con el Padre y el Hijo, y descendiendo para revelar la gloria y los consejos de Dios, todas sus comunicaciones estarían en conexión con ellos, revelando la gloria de Cristo ascendido a lo alto, de Cristo, a quien pertenecía todo lo que tenía el Padre. Aquí no se trata de recordar todo lo que Jesús había dicho en la tierra: todo es celestial en conexión con lo que está en lo alto, y con la gloria plena de Jesús, o bien se relaciona con los propósitos futuros de Dios. Volveremos sobre este tema más adelante. He dicho estas pocas palabras para marcar las distinciones que he señalado.

16 - Capítulo 15

16.1 - La vid verdadera: Cristo en la tierra en contraste con Israel

El comienzo de este capítulo, y lo que se refiere a la vid, pertenece a la porción terrenal –a lo que Jesús fue en la tierra–, a su relación con sus discípulos como en la tierra, y no va más allá de esa posición.

«Yo soy la vid verdadera». Jehová había plantado una vid sacada de Egipto (Sal. 80:8). Este es Israel según la carne; pero no era la Vid verdadera. La Vid verdadera era su Hijo, a quien sacó de Egipto: Jesús[54]. Así se presenta a sus discípulos. Aquí no es lo que él será después de su partida; él fue esto en la tierra, y distintivamente en la tierra. No se habla de plantar vides en el cielo, ni de podar sarmientos allí.

[54] Compárese, para esta sustitución de Cristo por Israel, Isaías 49. Él comenzó de nuevo a bendecir a Israel, como lo hizo con el hombre.

16.2 - La fructificación de los sarmientos: la responsabilidad personal de los discípulos

Los discípulos lo habrían considerado como el sarmiento más excelente de la Vid; pero así habría sido solo un miembro de Israel, mientras que él mismo era el vaso, la fuente de bendición, según las promesas de Dios. La verdadera Vid, por tanto, no es Israel; muy al contrario, es Cristo en contraste con Israel, pero Cristo plantado en la tierra, ocupando el lugar de Israel, como la verdadera Vid. El Padre cultiva esta planta, evidentemente en la tierra. No hay necesidad de labrador en el cielo. Los que están unidos a Cristo, como el remanente de Israel, los discípulos, necesitan este cultivo. Es en la tierra donde se busca la fructificación. Por eso el Señor les dice: «Ya estáis limpios por medio de la palabra que os he dicho» (15:3); «Vosotros los sarmientos» (v. 5). Judas, puede decirse, fue quitado, así los discípulos que no andaban más con él. Los demás debían ser probados y limpiados, para que dieran más fruto.

No dudo de que esta relación, en principio y en analogía general, subsiste todavía. Aquellos que hacen una profesión, que se adhieren a Cristo para seguirle, serán, si hay vida, limpiados; si no, lo que tienen les será quitado. Obsérvese, pues, aquí que el Señor solo habla de su palabra –la del verdadero profeta– y de juicio, ya sea en disciplina o en corte. Por consiguiente, no habla del poder de Dios, sino de la responsabilidad del hombre, una responsabilidad que el hombre ciertamente no podrá cumplir sin la gracia, pero que sin embargo tiene aquí ese carácter de responsabilidad personal.

16.3 - Podados por el Padre; el fruto como prueba de un vínculo vital y eterno

Jesús era la fuente de toda su fuerza. Debían permanecer en él; así –pues este es el orden– él permanecería en ellos. Lo hemos visto en el capítulo 14. No habla aquí del ejercicio soberano del amor en la salvación, sino del gobierno de los hijos por su Padre; de modo que la bendición depende del caminar (v. 21, 23). Aquí el viñador busca el fruto; pero la instrucción dada presenta la dependencia total de la Vid como el medio de producirlo. Y muestra a los discípulos que, caminando en la tierra, deben ser podados por el Padre, y un hombre (pues en el v. 6 cambia cuidadosamente la expresión, porque conocía a los discípulos y ya los había declarado limpios) –un hombre, cualquiera que no diera fruto, sería cortado. Porque el tema aquí no es esa relación con Cristo en el cielo por el Espíritu Santo, que no puede romperse, sino de ese vínculo que incluso entonces se formó aquí abajo, que podría ser vital y eterno, o que podría no serlo. El fruto debe ser la prueba.

En la vid anterior esto no era necesario; eran judíos de nacimiento, estaban circuncidados, guardaban las ordenanzas y permanecían en la vid como buenos sarmientos, sin dar fruto alguno. Solo fueron separados de Israel por violar voluntariamente la Ley. Aquí no se trata de una relación con Jehová fundada en la circunstancia de haber nacido de cierta familia. Lo que se busca es glorificar al Padre dando fruto. Esto es lo que demostrará que son discípulos de Aquel que tanto ha dado.

16.4 - Lo que precede al fruto; la fuente de la fuerza y del fruto; permanecer en Cristo

Cristo, pues, era la Vid verdadera; el Padre, el Viñador; los once eran los sarmientos. Debían permanecer en él, lo que se realiza no pensando en producir ningún fruto si no es en él, mirándole a él primero. Cristo precede al fruto. Es dependencia, cercanía práctica y habitual del corazón a él, y confianza en él, estando unidos a él por la dependencia de él. De esta manera Cristo en ellos sería una fuente constante de fuerza y de fruto. Él estaría en ellos. Sin él no podrían hacer nada. Si, permaneciendo en él, tuvieran la fuerza de su presencia, darían mucho fruto. Además, «Si alguno no permanece en mí» (v. 6) (él no dice “ellos”; él los conocía como verdaderos sarmientos y limpios) no permaneciera en él, sería arrojado para ser quemado. Además, si permanecían en él (es decir, si existía la dependencia constante que se deriva de la fuente), y si las palabras de Cristo permanecían en ellos, dirigiendo sus corazones y pensamientos, debían ordenar los recursos del poder divino; debían pedir lo que quisieran, y debía hacerse. Pero, además, el Padre había amado divinamente al Hijo mientras moraba en la tierra. Jesús hizo lo mismo con respecto a ellos. Debían permanecer en su amor[55]. Al guardar los mandamientos de su Padre, él había permanecido en su amor; al guardar los mandamientos de Jesús, ellos debían permanecer en el suyo. La dependencia (que implica confianza y referencia a Aquel de quien dependemos para tener fuerza, como incapaces de hacer nada sin él, y por lo tanto aferrándonos a él) y la obediencia, son los dos grandes principios de la vida práctica aquí abajo. Así caminó Jesús como hombre: conocía por experiencia el verdadero camino para sus discípulos. Los mandamientos de su Padre eran la expresión de lo que el Padre era; guardándolos con espíritu de obediencia, Jesús había caminado siempre en la comunión de su amor; había mantenido la comunión consigo mismo. Los mandamientos de Jesús cuando estaba en la tierra eran la expresión de lo que él era, divinamente perfecto en el camino del hombre. Al caminar en ellos, sus discípulos debían estar en la comunión de su amor. El Señor habló estas cosas a sus discípulos, para que su gozo[56] permaneciera en ellos, y para que el gozo de ellos fuera pleno.

[55] Hay tres exhortaciones: Permaneced en mí; si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que queráis; permaneced en mi amor.

[56] Algunos han pensado que esto significa el gozo de Cristo en el caminar fiel de un discípulo: yo no lo creo así. Es el gozo que él tuvo aquí abajo, así como nos dejó su propia paz, y nos dará su propia gloria.

16.5 - El camino de un discípulo, no la salvación de un pecador, tratada aquí

Vemos que no es la salvación de un pecador el tema tratado aquí, sino el camino de un discípulo, a fin de que pueda gozar plenamente del amor de Cristo, y que su corazón se despeje en el lugar donde se encuentra el gozo.

16.6 - La obediencia, medio para permanecer en el amor del Señor

Tampoco se plantea aquí la cuestión de si un verdadero creyente puede separarse de Dios, porque el Señor hace de la obediencia el medio de permanecer en su amor. Ciertamente no podía perder el favor de su Padre, ni dejar de ser el objeto de su amor. Eso era imposible; y sin embargo dice: «He guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (15:10). Pero este era el camino divino en el que él lo disfrutaba. Se habla del andar y de la fortaleza de un discípulo, y no de los medios de salvación.

16.7 - Amaos los unos a los otros; su medida

En el versículo 12 comienza otra parte del tema. Él quiere (este es su mandamiento) que se amen unos a otros, como él los había amado. Antes había hablado del amor del Padre por él, que fluía del cielo a su corazón aquí abajo[57]. Él los había amado de esta misma manera; pero también había sido un compañero, un siervo, en este amor. Así pues, los discípulos debían amarse unos a otros con un amor que se elevaba por encima de todas las debilidades de los demás, y que era al mismo tiempo fraternal, y hacía que el que lo sentía fuera el siervo de su hermano. Llegaba hasta dar la vida misma por los amigos. Ahora bien, para Jesús, el que le obedecía era su amigo. Observen, él no dice que sería su amigo. Era nuestro amigo cuando dio su vida por los pecadores: somos sus amigos cuando gozamos de su confianza, como lo expresa aquí: «Todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer» (15:15). Los hombres hablan de sus asuntos, según la necesidad de hacerlo que pueda surgir, a aquellos a quienes conciernen. Yo comunico todos mis pensamientos a quien es mi amigo. «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?» (Gén. 18:17), y Abraham fue llamado el «amigo de Dios» (Sant. 2:23). Ahora bien, no fueron cosas concernientes a Abraham mismo lo que Dios le dijo entonces a Abraham (lo había hecho como Dios), sino cosas concernientes al mundo: Sodoma. Dios hace lo mismo con respecto a la Asamblea, prácticamente con respecto al discípulo obediente: este debe ser el depositario de sus pensamientos. Además, él los había elegido para esto. No eran ellos los que le habían elegido por el ejercicio de su propia voluntad. Él los había elegido y ordenado para que fueran y dieran fruto, y fruto que permaneciera; de modo que, siendo así elegidos por Cristo para la obra, recibieran del Padre, que no podía fallarles en este caso, todo lo que pidieran. Aquí el Señor llega a la fuente y a la certeza de la gracia, para que la responsabilidad práctica, bajo la cual él los pone, no nuble la gracia divina que actuó hacia ellos y los colocó allí.

[57] No dice «me ama», sino «me ha amado»; es decir, no habla solo del amor eterno del Padre al Hijo, sino del amor del Padre manifestado hacia él en su humanidad aquí en la tierra.

16.8 - Odiados por el mundo, en la misma posición que su Maestro

Por lo tanto, debían amarse unos a otros[58]. Que el mundo los odiara no era sino la consecuencia natural de su odio a Cristo; sellaba su asociación con él. El mundo ama lo que es del mundo: esto es muy natural. Los discípulos no eran del mundo y, además, Jesús, a quien el mundo había rechazado, los había elegido y separado del mundo; por lo tanto, los odiaría por haber sido elegidos en gracia. Había, además, la razón moral, a saber, que no eran del mundo; pero esto demostraba su relación con Cristo, y sus derechos soberanos, por los cuales los había tomado para sí de un mundo rebelde. Debían tener la misma porción que su Maestro: debía ser por causa de su nombre, porque el mundo –y habla especialmente de los judíos, entre quienes había trabajado– no conocía al Padre que lo había enviado en amor. Hacer alarde de Jehová, como su Dios, les venía muy bien. Habrían recibido al Mesías sobre esa base. Conocer al Padre, revelado en su verdadero carácter por el Hijo, era una cosa muy diferente. Sin embargo, el Hijo lo había revelado y, tanto por sus palabras como por sus obras, había manifestado al Padre y sus perfecciones.

[58] Al elegirlos y apartarlos para disfrutar juntos de esta relación con él fuera del mundo, los había puesto en una posición de la que el amor mutuo era la consecuencia natural; y, de hecho, el sentido de esta posición y el amor van juntos.

16.9 - Las criaturas que caen en presencia de la misericordia y la gracia demostrando que prefirieron el pecado a Dios

Si Cristo no hubiera venido y les hubiera hablado, Dios no habría tenido que reprocharles el pecado. Todavía podrían arrastrarse, aunque en un estado no purgado, sin ninguna prueba (aunque había mucho pecado y transgresión como hombres y como pueblo bajo la Ley) de que no tendrían a Dios –ni siquiera por misericordia volverían. El fruto de una naturaleza caída estaba allí, sin duda, pero no la prueba de que esa naturaleza prefería el pecado a Dios, cuando Dios estaba allí en misericordia, no imputándolo. La gracia estaba tratando con ellos, no imputándoles el pecado. La misericordia los había estado tratando como caídos, no como criaturas voluntariosas. Dios no estaba tomando el terreno de la Ley, que imputa, o del juicio, sino de la gracia en la revelación del Padre por el Hijo. Las palabras y las obras del Hijo revelando al Padre en gracia, rechazadas, los dejaron sin esperanza (comp. Juan 16:9). De lo contrario, su verdadera condición no habría sido probada a fondo, Dios habría tenido todavía un medio que utilizar; amaba demasiado a Israel para condenarlo mientras quedara uno sin probar.

Si el Señor no hubiera hecho entre ellos las obras que ningún otro hombre había hecho, podrían haber permanecido como estaban, haberse negado a creer en él y no haber sido culpables ante Dios. Habrían seguido siendo objeto de la longanimidad de Jehová; pero de hecho habían visto y odiado tanto al Hijo como al Padre. El Padre se había manifestado plenamente en el Hijo, en Jesús; y si, cuando Dios se manifestó plenamente, y en gracia, lo rechazaron, ¿qué podía hacerse sino dejarlos en pecado, lejos de Dios? Si se hubiera manifestado solo en parte, habrían tenido una excusa; podrían haber dicho: “¡Ah! si hubiera mostrado gracia, si le hubiéramos conocido tal como es, no le habríamos rechazado”. Ahora no podían decir esto. Habían visto al Padre y al Hijo en Jesús. Habían visto y odiado[59].

[59] Nótese que aquí se vuelve a hacer referencia a su palabra y a sus obras.

Pero esto era solo el cumplimiento de lo que se les había predicho en su Ley. En cuanto al testimonio dado a Dios por el pueblo, y de un Mesías recibido por ellos, todo había terminado. Lo habían odiado sin causa.

16.10 - El Espíritu Santo prometido: nuevo testimonio que rendir al Hijo de Dios

El Señor pasa ahora al tema del Espíritu Santo, que vendría a mantener su gloria, que el pueblo había echado por tierra. Los judíos no habían conocido al Padre manifestado en el Hijo; el Espíritu Santo debía venir ahora del Padre para dar testimonio del Hijo. El Hijo debía enviarlo desde el Padre. En Juan 14 el Padre lo envía en nombre de Jesús para la relación personal de los discípulos con Jesús. Aquí Jesús, ido a lo alto, le envía el testimonio de su gloria exaltada, de su lugar celestial. Este era el nuevo testimonio, y debía darse a Jesús, el Hijo de Dios, ascendido a los cielos. Los discípulos también debían dar testimonio de él, porque habían estado con él desde el principio. Debían testificar con la ayuda del Espíritu Santo, como testigos oculares de su vida en la tierra, de la manifestación del Padre en él. El Espíritu Santo, enviado por él, era el testigo de su gloria junto al Padre, de donde él mismo había venido.

16.11 - La posición de los discípulos tras la partida de Cristo

Así, en Cristo, la Vid verdadera, tenemos a los discípulos, los sarmientos, limpios ya, estando Cristo todavía presente en la tierra. Después de su partida, debían mantener esta relación práctica. Debían estar en relación con él, como él, aquí abajo, había estado con el Padre. Y debían estar unos con otros como él había estado con ellos. Su posición estaba fuera del mundo. Ahora bien, los judíos habían odiado tanto al Hijo como al Padre; el Espíritu Santo debía dar testimonio del Hijo como con el Padre, y en el Padre; y los discípulos debían dar testimonio también de lo que él había sido en la tierra. El Espíritu Santo y, en cierto sentido, los discípulos ocupan el lugar de Jesús, así como el de la vieja vid, en la tierra.

16.12 - La presencia y el testimonio del Espíritu Santo en la tierra

La presencia y el testimonio del Espíritu Santo en la tierra se desarrollan ahora.

Es bueno notar la conexión de los temas en los pasajes que estamos considerando. En Juan 14 tenemos a la Persona del Hijo revelando al Padre, y al Espíritu Santo dando el conocimiento de que el Hijo está en el Padre y los discípulos en Jesús en lo alto. Esta era la condición personal tanto de Cristo como de los discípulos, y está todo unido; solo que primero el Padre, el Hijo estando aquí abajo, y luego el Espíritu Santo enviado por el Padre. En Juan 15 y 16 se presentan las distintas dispensaciones: Cristo, la Vid verdadera, en la tierra, y luego el Consolador, venido a la tierra y enviado por el Cristo exaltado. En el capítulo 14 Cristo ora al Padre, quien envía el Espíritu en nombre de Cristo. En el capítulo 15 Cristo exaltado envía el Espíritu desde el Padre, testigo de su exaltación, como los discípulos, guiados por el Espíritu, lo fueron de su vida de humillación, pero como Hijo en la tierra.

16.13 - El Espíritu, enviado por el Padre en nombre de Cristo como consolador permanente de la partida del Señor

Sin embargo, hay desarrollo y conexión. En Juan 14, el Señor, aunque deja la tierra, habla en relación con lo que era en la tierra. Es (no Cristo mismo) el Padre quien envía el Espíritu Santo a petición suya. Él va de la tierra al cielo por su parte como Mediador. Él rogaría al Padre, y el Padre les daría otro Consolador, que debería continuar con ellos, sin dejarlos como él estaba haciendo. Su relación con el Padre dependiendo de él, sería como creyendo en él que él sería enviado a ellos –no al mundo– no sobre los judíos, como tales. Sería en su nombre. Además, el Espíritu Santo mismo les enseñaría y les recordaría los mandamientos de Jesús, todo lo que les había dicho. Pues Juan 14 da toda la posición que resultó de la manifestación[60] del Hijo, y la del Padre en él, y de su partida (es decir, sus resultados con respecto a los discípulos).

[60] Obsérvese aquí el desarrollo práctico, con respecto a la vida, de este tema tan profundamente interesante, en 1 Juan 1 y 2. La vida eterna que estaba con el Padre se había manifestado (pues en él, en el Hijo, estaba la vida, él era también el Verbo de vida, y Dios era luz. Comp. Juan 1). Debían guardar sus mandamientos (1 Juan 2:3-5). Era un mandamiento antiguo que habían tenido desde el principio, es decir, desde Jesús en la tierra, desde Aquel a quien sus manos habían tocado. Pero ahora este mandamiento era verdadero en él y en ellos: es decir, esta vida de amor (de la que estos mandamientos eran la expresión), así como la de justicia, se reproducía en ellos, en virtud de su unión con él, por medio del Espíritu Santo, según Juan 14:20. También moraban en Jesús (1 Juan 2:6). En Juan 1 encontramos al Hijo que está en el seno del Padre, que lo declara. Lo revela tal como él lo ha conocido: como lo que el Padre era para él. Y él ha traído este amor (del cual él era el objeto) al seno de la humanidad, y lo ha puesto en el corazón de sus discípulos (véase Juan 17:26); y esto es conocido ahora en perfección por Dios morando en nosotros, y su amor siendo perfecto en nosotros, mientras moramos en amor fraternal (1 Juan 4:12; comp. Juan 1:18). La manifestación de que hemos sido así amados consistirá en que apareceremos en la misma gloria que Cristo (Juan 17:22-23). Cristo manifiesta este amor viniendo del Padre. Sus mandamientos nos lo enseñan; la vida que tenemos en él lo reproduce. Sus preceptos dan forma a esta vida, y la guían a través de los caminos de la carne, y de las tentaciones en medio de las cuales él, sin pecado, vivió por esta vida. El Espíritu Santo es su fuerza, por ser el vínculo poderoso y vivo con él, y por quien estamos conscientemente en él y él en nosotros. (La unión, como el Cuerpo a la Cabeza, es otra cosa, que nunca es el tema de la enseñanza de Juan). De su plenitud recibimos gracia sobre gracia. Por eso es que debemos andar como él anduvo (no ser lo que él fue); porque no debemos andar en la carne, aunque está en nosotros y no estaba en él.

16.14 - El Espíritu que Cristo enviará también desde el cielo, testigo de su exaltación

Ahora bien, en Juan 15 había agotado el tema de los mandamientos en relación con la vida manifestada en sí mismo aquí abajo; y al final de este capítulo se considera ascendido, y añade: «Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré de parte del Padre» (15:26). Él viene, en verdad, del Padre; porque nuestra relación es, y debe ser, inmediata con él. Es allí donde Cristo nos ha colocado. Pero en este versículo no es el Padre quien lo envía a petición de Jesús y en su nombre. Cristo ha ocupado su lugar en la gloria como Hijo del hombre, y según los frutos gloriosos de su obra, y él lo envía. En consecuencia, él da testimonio de lo que Cristo es en el cielo. Sin duda nos hace percibir lo que Jesús fue aquí abajo, donde en gracia infinita manifestó al Padre, y percibirlo mucho mejor que ellos, que estuvieron con él durante su estancia en la tierra. Pero esto está en Juan 14. Sin embargo, el Espíritu Santo es enviado por Cristo desde el cielo, y nos revela al Hijo, a quien ahora conocemos como habiendo manifestado perfecta y divinamente (aunque como hombre y en medio de hombres pecadores) al Padre. Conocemos, repito, al Hijo como con el Padre y en el Padre. De ahí nos ha enviado el Espíritu Santo.

17 - Capítulo 16

17.1 - El Espíritu Santo visto como ya aquí: sufrimientos y gozo predichos

En Juan 16 se da un paso más en la revelación de esta gracia. Se considera que el Espíritu Santo ya está aquí abajo. En este capítulo el Señor declara que ha expuesto toda su instrucción con respecto a su partida; sus sufrimientos en el mundo como ocupando su lugar; su gozo, como estando en la misma relación con él que la que él había tenido mientras estaba en la tierra con su Padre; su conocimiento del hecho de que él estaba en el Padre y ellos en él, y Él mismo en ellos; el don del Espíritu Santo, a fin de prepararlos para todo lo que sucedería cuando él se hubiera ido, para que no fueran ofendidos. Porque serían expulsados de las sinagogas, y el que los matase pensaría que servía a Dios. Este sería el caso de aquellos que, descansando en sus viejas doctrinas como una forma, y rechazando la luz, solo usarían la forma de verdad por la que acreditaban la carne como ortodoxa para resistir la luz que, según el Espíritu, juzgaría la carne. Esto harían, porque no conocían ni al Padre ni a Jesús, el Hijo del Padre. Es la verdad fresca la que pone a prueba el alma y la fe. La verdad antigua, generalmente recibida y por la que un pueblo se distingue de los que le rodean, puede ser motivo de orgullo para la carne, incluso cuando es la verdad, como sucedía con los judíos. Pero la verdad fresca es una cuestión de fe en su fuente: no existe el apoyo de un cuerpo acreditado por ella, sino la cruz de la hostilidad y el aislamiento. Creían servir a Dios. No conocían al Padre ni al Hijo.

17.2 - El dolor de la naturaleza por la partida del Señor; la ganancia de la fe

La naturaleza se ocupa de lo que pierde. La fe mira al futuro al que Dios conduce. ¡Pensamiento precioso! La naturaleza actuó en los discípulos: amaban a Jesús; se entristecieron por su partida. Podemos comprenderlo. Pero la fe no se habría detenido ahí. Si hubieran aprehendido la gloria necesaria de la Persona de Jesús; si su afecto, animado por la fe, hubiera pensado en él y no en sí mismos, habrían preguntado: «¿A dónde vas?». Sin embargo, Aquel que pensó en ellos les asegura que sería ganancia para ellos incluso perderle a él. ¡Glorioso fruto de los caminos de Dios! Su ganancia consistiría en que el Consolador estaría aquí en la tierra con ellos y en ellos. Aquí, observen, Jesús no habla del Padre. Era el Consolador quien estaba aquí abajo en su lugar, para mantener el testimonio de su amor por los discípulos y su relación con ellos. Cristo se iba; porque si no se iba, el Consolador no vendría; pero si se iba, él lo enviaría. Cuando viniera, actuaría en demostración de la verdad con respecto al mundo que rechazaba a Cristo y perseguía a sus discípulos; y actuaría para bendición de los propios discípulos.

17.3 - El testimonio del Consolador al mundo; su pecado en el rechazo de Cristo

Con respecto al mundo, el Consolador tenía un único tema de testimonio, para demostrar el pecado del mundo. No ha creído en Jesús, en el Hijo. Sin duda había pecado de todo tipo y, a decir verdad, nada más que pecado, pecado que merecía juicio; y en la obra de la conversión, él trae estos pecados al alma. Pero el rechazo de Cristo puso al mundo entero bajo un juicio común. Sin duda, cada uno responderá por sus pecados; y el Espíritu Santo me los hace sentir. Pero, como sistema responsable ante Dios, el mundo había rechazado a su Hijo. Este fue el motivo por el cual Dios trató ahora con el mundo; esto fue lo que puso de manifiesto el corazón del hombre. Fue la demostración de que, estando Dios plenamente revelado en amor tal como era, el hombre no quiso recibirle. Él vino, no imputándoles sus pecados; pero ellos lo rechazaron. La presencia de Jesús no era la del Hijo de Dios mismo manifestado en su gloria, de la cual el hombre podía apartarse con temor, aunque no podía escapar; era lo que él era moralmente, en su naturaleza, en su carácter. El hombre le odiaba: todo testimonio para llevar al hombre a Dios era inútil. Cuanto más claro era el testimonio, tanto más se apartaba de él y se oponía. La demostración del pecado del mundo fue haber rechazado a Cristo. Terrible testimonio, que Dios en su bondad suscitara detestación porque era perfecto, y perfectamente bueno. Así es el hombre. El testimonio del Espíritu Santo al mundo, como el de Dios a Caín en otro tiempo, sería: ¿Dónde está mi Hijo? No es que el hombre fuera culpable; eso era cuando vino Cristo; pero estaba perdido, el árbol era malo[61].

[61] El hombre es juzgado por lo que ha hecho; se pierde por lo que es.

17.4 - La demostración de la justicia – Cristo a la derecha de Dios

Pero este era el camino de Dios hacia algo totalmente diferente –la demostración de la justicia, en que Cristo fue a su Padre, y el mundo no lo vio más. Fue el resultado del rechazo de Cristo. No había justicia humana. El pecado del hombre fue comprobado por el rechazo de Cristo. La cruz fue en verdad un juicio ejecutado sobre el pecado. Y en ese sentido era justicia; pero en este mundo era el único justo condenado por el hombre y abandonado por Dios; no era la manifestación de la justicia. Fue una separación judicial final entre el hombre y Dios (véanse Juan 11 y 12:31). Si Cristo hubiera sido liberado allí, y se hubiera convertido en el Rey de Israel, esto no habría sido una consecuencia adecuada de su haber glorificado a Dios. Habiendo glorificado a Dios su Padre, iba a sentarse a su diestra, a la diestra de la Majestad en las alturas, para ser glorificado en Dios mismo, para sentarse en el trono del Padre. Para ponerle allí estaba la justicia divina (véanse Juan 13:31-32 y 17:1-5). Esta misma justicia privó al mundo, tal como es, de Jesús para siempre. El hombre no lo vio más. La justicia a favor de los hombres estaba en Cristo, a la diestra de Dios, en juicio contra el mundo, que lo había perdido irremediablemente y para siempre.

17.5 - Satanás, el príncipe de este mundo, juzgado

Además, Satanás había demostrado ser el príncipe de este mundo al llevar a todos los hombres contra el Señor Jesús. Para cumplir los propósitos de Dios en gracia, Jesús no se resiste. Se entrega a la muerte. El que tiene el poder de la muerte se entregó a fondo. En su deseo de mostrar la ruina del hombre tuvo que arriesgarlo todo en la empresa del hombre contra el Príncipe de la Vida. Pudo asociar a sí mismo en esto al mundo entero, al judío y al gentil, al sacerdote y al pueblo, al gobernador, al soldado y al súbdito. El mundo estaba allí, encabezado por su príncipe, en aquel día solemne. El enemigo tenía todo en juego, y el mundo estaba con él. Pero Cristo ha resucitado, ha ascendido a su Padre y ha enviado al Espíritu Santo. Todos los motivos que gobiernan el mundo, y el poder por el cual Satanás mantenía cautivos a los hombres, se muestra que son de él; él es juzgado. El poder del Espíritu Santo es el testimonio de esto, y supera todos los poderes del enemigo. El mundo no es juzgado todavía, es decir, el juicio ejecutado –lo será de otra manera; pero lo es moralmente, su príncipe es juzgado. Todos sus motivos, religiosos e irreligiosos, lo han llevado a rechazar a Cristo, colocándolo bajo el poder de Satanás. Es en ese carácter que ha sido juzgado; porque condujo al mundo contra Aquel que es manifestado ser el Hijo de Dios por la presencia del Espíritu Santo consiguiente a su quebrantamiento del poder de Satanás en la muerte.

17.6 - La presencia del Espíritu Santo aquí es la prueba del rechazo del mundo al Hijo de Dios

Todo esto tuvo lugar mediante la presencia en la tierra del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Su presencia en sí misma era la demostración de estas tres cosas. Porque, si el Espíritu Santo estaba aquí, era porque el mundo había rechazado al Hijo de Dios. La justicia se evidenciaba en que Jesús estaba a la diestra de Dios, de lo cual la presencia del Espíritu Santo era la prueba, así como en el hecho de que el mundo lo había perdido. Ahora bien, el mundo que lo rechazó no fue juzgado exteriormente, sino que, habiéndolo inducido Satanás a rechazar al Hijo, la presencia del Espíritu Santo probó que Jesús había destruido el poder de la muerte; que el que había poseído ese poder fue así juzgado; que se había mostrado enemigo de Aquel a quien el Padre poseía; que su poder había desaparecido, y la victoria pertenecía al Segundo Adán, cuando todo el poder de Satanás se había dispuesto contra la debilidad humana de Aquel que por amor se había rendido a él. Pero Satanás, así juzgado, era el príncipe de este mundo.

17.7 - La obra del Espíritu Santo en y para los discípulos

La presencia del Espíritu Santo debía ser la demostración no de los derechos de Cristo como Mesías, por muy verdaderos que fueran, sino de aquellas verdades que se relacionaban con el hombre –con el mundo, en el cual Israel estaba ahora perdido, habiendo rechazado las promesas, aunque Dios preservaría la nación para sí mismo. Pero el Espíritu Santo estaba haciendo algo más que demostrar la condición del mundo. Llevaría a cabo una obra en los discípulos; los guiaría a toda la verdad, y les mostraría las cosas venideras; porque Jesús tenía muchas cosas que decirles que aún no eran capaces de soportar. Cuando el Espíritu Santo estuviera en ellos, sería su fuerza, así como su maestro; y sería una situación totalmente diferente para los discípulos. Aquí se le considera presente en la tierra en lugar de Jesús, y morando en los discípulos, no como un espíritu individual que habla desde sí mismo, sino como Jesús dijo: «Según oigo, juzgo» (5:30), con un juicio perfectamente divino y celestial: así el Espíritu Santo, actuando en los discípulos, hablaría lo que venía de lo alto, y del futuro, según el conocimiento divino. Sería del cielo y del futuro de lo que él hablaría, comunicando lo que era celestial desde arriba, y revelando los acontecimientos que vendrían sobre la tierra, siendo, lo uno y lo otro, testigos de que era un conocimiento que pertenecía a Dios. ¡Qué bendición tener lo que él tiene para dar!

17.8 - El Espíritu Santo ocupando aquí el lugar de Cristo

Pero, además, ocupa aquí el lugar de Cristo. Jesús había glorificado al Padre en la tierra. El Espíritu Santo glorificaría a Jesús, con referencia a la gloria que pertenecía a su Persona y a su posición. No habla aquí directamente de la gloria del Padre. Los discípulos habían visto la gloria de la vida de Cristo en la tierra; el Espíritu Santo les revelaría su gloria en lo que le pertenecía como glorificado con el Padre, lo que era suyo.

Conocerían «en parte» (1 Cor. 13:12). Esta es la medida del hombre cuando se trata de las cosas de Dios, pero su extensión es declarada por el Señor mismo: «Él me glorificará; porque tomará de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso os dije que tomará de lo mío y os lo anunciará» (16:14-15).

17.9 - El nombre y la gloria de Cristo

Así tenemos el don del Espíritu Santo presentado de diversas maneras en relación con Cristo. En dependencia de su Padre, y representando a sus discípulos como subido de entre ellos, en nombre de ellos, se dirige al Padre; pide al Padre que envíe el Espíritu Santo (Juan 14:16). Después encontramos que su propio nombre es todopoderoso. Toda bendición del Padre viene en su nombre. Es por su causa, y de acuerdo con la eficacia de su nombre, de todo lo que en él es aceptable al Padre, que el bien viene a nosotros. Así el Padre enviará el Espíritu Santo en su nombre (Juan 14:26). Y Cristo, glorificado en lo alto y habiendo ocupado su lugar con su Padre, envía él mismo al Espíritu Santo (Juan 15:26) desde el Padre, como procedente de él. Finalmente, el Espíritu Santo está presente aquí en este mundo, en y con los discípulos, y glorifica a Jesús, y toma de lo suyo y lo revela a los suyos (Juan 16:13-15). Aquí se expone toda la gloria de la Persona de Cristo, así como los derechos que pertenecen a la posición que él ha tomado. «Todo lo que tiene el Padre» es suyo. Él ha tomado su posición según los eternos consejos de Dios, en virtud de su obra como Hijo del hombre. Pero si ha tomado posesión en este carácter, todo lo que posee en él es suyo, como Hijo a quien (siendo uno con el Padre) pertenece todo lo que el Padre tiene.

17.10 - La partida del Señor hacia su Padre; los discípulos animados a acercarse al Padre

Allí se escondería por un tiempo: los discípulos lo verían después, pues era solo el cumplimiento de los caminos de Dios; no se trataba de estar, por así decirlo, perdido por la muerte. Iba a su Padre. Sobre este punto los discípulos no entendieron nada. El Señor desarrolla el hecho y sus consecuencias, sin mostrarles todavía todo el significado de lo que dijo. Lo aborda desde el punto de vista humano e histórico. El mundo se alegraría de haberse librado de él. ¡Miserable alegría! Los discípulos se lamentarían, aunque para ellos era la verdadera fuente de gozo; pero su tristeza debía convertirse en alegría. Como testimonio, esto tuvo lugar cuando él se mostró a ellos después de su resurrección; se cumplirá plenamente cuando él regrese para recibirlos a sí mismo. Pero cuando le hubiesen visto de nuevo, debían comprender la relación en que les había colocado con su Padre, debían gozar de ella por el Espíritu Santo. No debía ser como si ellos mismos no pudieran acercarse al Padre, mientras que Cristo sí podía hacerlo (como dijo Marta: «Yo sé que… todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo dará», 11:22). Podían ir ellos mismos directamente al Padre, que los amaba, porque habían creído en Jesús, y lo habían recibido cuando se humilló en este mundo de pecado (en principio siempre es así); y pidiendo lo que quisieran en su nombre debían recibirlo, para que su gozo fuera pleno en la conciencia de la bendita posición de favor infalible a la que habían sido llevados, y del valor de todo lo que poseían en Cristo.

17.11 - La limitada comprensión de los discípulos del mensaje del Señor

Sin embargo, el Señor les declara ya la base de la verdad: Él venía del Padre, él se iba al Padre. Los discípulos creen entender lo que él había dicho así, sin parábola. Creyeron que él había adivinado su pensamiento, pues ellos no se lo habían expresado. Sin embargo, no llegaron realmente a la altura de lo que él decía. Él les había dicho que habían creído en que había venido «de Dios». Esto lo entendieron; y lo que había sucedido los había confirmado en esta fe, y declaran su convicción con respecto a esta verdad; pero no entran en el pensamiento de venir «del Padre» e ir «al Padre». Se creían en la luz; pero no habían comprendido nada que los elevara por encima del efecto del rechazo de Cristo, como lo habría hecho la creencia de que él venía del Padre e iba al Padre. Por lo tanto, Jesús les declara que su muerte los dispersaría y que lo abandonarían. Su Padre estaría con él; no debía estar solo. Sin embargo, les había explicado todas estas cosas para que tuvieran paz en él. En el mundo que le rechazaba tendrían tribulación; pero él había vencido al mundo, por lo que debían tener buen ánimo.

18 - Capítulo 17

18.1 - La oración de intercesión del Señor

Aquí termina la conversación de Jesús con sus discípulos en la tierra. En el capítulo siguiente se dirige a su Padre como ocupando su propio lugar al partir, y dando a sus discípulos el suyo (es decir, el suyo propio), con respecto al Padre y al mundo, después de haber partido para ser glorificado con el Padre. Todo el capítulo es esencialmente poner a los discípulos en su propio lugar, después de sentar las bases para ello en su propia glorificación y obra. Salvo los últimos versículos, es su lugar en la tierra. Como él estaba divinamente en el cielo, y así mostró un carácter celestial divino en la tierra, así (él siendo glorificado como hombre en el cielo) ellos, unidos con él, debían a su vez mostrar lo mismo. De ahí que tengamos primero el lugar que él ocupa personalmente, y la obra que les da derecho a estar en él.

18.2 - Esquema y divisiones del capítulo 17

Juan 17 está dividido así: Los versículos 1-5 se refieren a Cristo mismo, a su toma de posición en la gloria, a su obra, y a esa gloria como perteneciente a su Persona, y el resultado de su obra. Los versículos 1-3 presentan su nueva posición en dos aspectos: «glorifica a tu Hijo» –poder sobre toda carne, para vida eterna a los que le son dados; versículos 4-5, su obra y sus resultados. En los versículos 6-13 habla de sus discípulos como puestos en esta relación con el Padre por su revelación de su nombre a ellos, y luego el haberles dado las palabras que él mismo había recibido, para que pudieran disfrutar de toda la bendición plena de esta relación. También ora por ellos para que sean uno como lo fueron él y el Padre. En los versículos 14-21 encontramos su consiguiente relación con el mundo; en los versículos 20-21, introduce a los que deben creer por sus medios en el disfrute de su bendición. Los versículos 22-26 dan a conocer el resultado, tanto futuro como presente en este mundo, para ellos: la posesión de la gloria que Cristo mismo había recibido del Padre –estar con él, gozando de la vista de su gloria–, que el amor del Padre estuviera con ellos aquí abajo, así como Cristo mismo había sido su objeto, y que Cristo mismo estuviera en ellos. Solo los tres últimos versículos llevan a los discípulos al cielo como una verdad suplementaria.

Este es un breve resumen de este maravilloso capítulo, en el que somos admitidos, no al discurso de Cristo con el hombre, sino a oír los deseos de su corazón, cuando lo derrama a su Padre para la bendición de los que son suyos. Maravillosa gracia la que nos permite oír estos deseos, y comprender todos los privilegios que se derivan de su cuidado por nosotros, de que seamos objeto de la relación entre el Padre y el Hijo, de su amor común hacia nosotros, cuando Cristo expresa sus propios deseos, lo que tiene en su corazón, y que presenta al Padre como sus deseos personales. Algunas explicaciones pueden ayudar a comprender el significado de ciertos pasajes de este maravilloso y precioso capítulo. Que el Espíritu de Dios nos ayude.

18.3 - La nueva posición de Cristo en la gloria: el poder sobre toda carne, el don de la vida eterna a los que se le han dado

El Señor, cuyas miradas de amor se habían dirigido hasta entonces a sus discípulos en la tierra, levanta ahora los ojos al cielo al dirigirse a su Padre. Había llegado la hora de glorificar al Hijo, para que desde la gloria glorificase al Padre. Esta es, hablando en general, la nueva posición. Su carrera aquí había terminado, y tenía que ascender a lo alto. Dos cosas estaban relacionadas con esto: el poder sobre toda carne y el don de la vida eterna a cuantos el Padre le había dado. «La cabeza de todo hombre es Cristo» (1 Cor. 11:3). Aquellos a quienes el Padre le había dado reciben la vida eterna de Aquel que ha subido a lo alto. La vida eterna era el conocimiento del Padre, único Dios verdadero, y de Jesucristo, a quien él había enviado. El conocimiento del Todopoderoso daba seguridad al peregrino de la fe; el de Jehová, la certeza del cumplimiento de las promesas de Dios a Israel; el del Padre, que envió al Hijo, Jesucristo (el Ungido y el Salvador), que era esa vida misma, y así recibida como cosa presente (1 Juan 1:1-4), era la vida eterna. El verdadero conocimiento aquí no era la protección exterior o la esperanza futura, sino la comunicación, en vida, de la comunión con el Ser así conocido por el alma –de la comunión con Dios mismo plenamente conocido como el Padre y el Hijo. Aquí no es la divinidad de su Persona lo que tenemos ante nosotros en Cristo, aunque solo una Persona divina podría estar en tal lugar y hablar así, sino el lugar que él había ocupado en el cumplimiento de los designios de Dios. Lo que se dice de Jesús en este capítulo solo podría decirse de Alguien que es Dios; pero el punto tratado es el de su lugar en los designios de Dios, y no la revelación de su naturaleza[62]. Vemos la misma verdad de la comunicación de la vida eterna en conexión con su naturaleza divina y su unidad con el Padre en 1 Juan 5:20. Aquí él cumple las promesas del Padre en cuanto a la vida eterna. Aquí cumple la voluntad del Padre y depende de él en el lugar que ha ocupado y que va a ocupar, incluso en la gloria, por gloriosa que sea su naturaleza. Así, también, en Juan 5, él vivifica a quien quiere; aquí se trata de aquellos que el Padre le ha dado. Y la vida que él da se realiza en el conocimiento del Padre y de Jesucristo, a quien él ha enviado.

[62] Cuanto más examinemos el Evangelio según Juan, más veremos a Uno que habla y actúa como solo una Persona divina –una con el Padre –podría hacerlo, pero, sin embargo, siempre como Uno que ha tomado el lugar de un siervo, y no toma nada para sí, sino que lo recibe todo de su Padre. «Yo te glorifiqué»; «ahora glorifícame» (v. 5). ¡Qué lenguaje de igualdad de naturaleza y de amor! Pero él no dice: “Y ahora yo me glorificaré”. Él ha tomado el lugar del hombre para recibirlo todo, aunque sea una gloria que él tenía con el Padre antes de que el mundo fuera. Esto es de una belleza exquisita. Yo agrego que fue de esto de lo que el enemigo trató de seducirlo, en vano, en el desierto.

18.4 - La obra de Cristo y sus resultados

Ahora declara las condiciones bajo las cuales toma este lugar en lo alto. Había glorificado perfectamente al Padre en la tierra. Nada de lo que manifestaba a Dios Padre había faltado, cualquiera que fuese la dificultad; la contradicción de los pecadores no era más que una ocasión de hacerlo. Pero esto mismo hacía infinita la pena. Sin embargo, Jesús había realizado esa gloria en la tierra frente a todo lo que se le oponía. Su gloria con el Padre celestial no era más que la justa consecuencia, la consecuencia necesaria, en mera justicia. Además, Jesús había tenido esta gloria con su Padre antes de que el mundo existiera. Tanto su obra como su Persona le daban derecho a ella. El Padre glorificado en la tierra por el Hijo; el Hijo glorificado con el Padre en las alturas; tal es la revelación contenida en estos versículos; un derecho, procedente de su Persona como Hijo, pero a una gloria en la que entró como hombre, como consecuencia de haber, como tal, glorificado perfectamente a su Padre en la tierra. Estos son los versículos que se refieren a Cristo. Esto, además, da la relación en la cual él entra en este nuevo lugar como hombre, su Hijo, y la obra por la cual lo hace en justicia, y así nos da un título, y el carácter en el cual tenemos un lugar allí.

18.5 - Los discípulos del Señor en relación con el Padre por la revelación de Su nombre y Palabra

Ahora habla de los discípulos; cómo entraron en su lugar peculiar en conexión con esta posición de Jesús –en esta relación con su Padre. Él había manifestado el nombre del Padre a aquellos que el Padre le había dado fuera del mundo. Ellos pertenecían al Padre, y el Padre se los había dado a Jesús. Ellos habían guardado la palabra del Padre. Era la fe en la revelación que el Hijo había hecho del Padre. Las palabras de los profetas eran verdaderas. Los fieles gozaban de ellas: sostenían su fe. Pero la palabra del Padre, por medio de Jesús, revelaba al Padre mismo, en Aquel a quien el Padre había enviado, y ponía a quien las recibía en el lugar del amor, que era el lugar de Cristo; y conocer al Padre y al Hijo era la vida eterna. Esto era muy distinto de las esperanzas relacionadas con el Mesías o con lo que Jehová le había dado. Es así, también, como los discípulos son presentados al Padre; no como recibiendo a Cristo en el carácter de Mesías, y honrándolo como poseedor de su poder por ese título. Sabían que todo lo que Jesús tenía procedía del Padre. Era entonces el Hijo; se reconocía su relación con el Padre. A pesar de su falta de comprensión, el Señor los reconoce de acuerdo con su apreciación de la fe de ellos, de acuerdo con el objeto de esa fe, tal como él lo conoce, y no de acuerdo con su inteligencia. ¡Preciosa verdad! (comp. con Juan 14:7).

Reconocieron, pues, a Jesús como recibiendo todo del Padre, no como Mesías de Jehová; porque Jesús les había dado todas las palabras que el Padre le había dado a él. Así los había llevado en sus propias almas a la conciencia de la relación entre el Hijo y el Padre, y a la plena comunión, de acuerdo con las comunicaciones del Padre al Hijo en esa relación. Habla de la posición de ellos por la fe, no de la realización de esta posición. Así, habían reconocido que Jesús había salido del Padre y que había venido con la autoridad del Padre: el Padre le había enviado. De allí vino, y vino provisto de la autoridad de una misión del Padre. Esta era su posición por la fe.

18.6 - La oración del Señor por sus discípulos a diferencia del mundo

Y ahora, estando ya los discípulos en esta situación, los pone, según sus pensamientos y sus deseos, ante el Padre en oración. Ora por ellos, distinguiéndolos completamente del mundo. Llegaría el tiempo en que (según el Sal. 2) pediría al Padre con referencia al mundo; no lo hacía ahora, sino por aquellos que, fuera del mundo, el Padre le había dado. Porque eran del Padre. Porque todo lo que es del Padre se opone esencialmente al mundo (comp. 1 Juan 2:16).

18.7 - Los motivos de la petición del Señor

El Señor presenta al Padre dos motivos para su petición: 1º, eran del Padre, de modo que el Padre, por su propia gloria, y por su afecto a lo que le pertenecía, debía guardarlos; 2º, Jesús estaba glorificado en ellos, de modo que, si Jesús era el objeto del afecto del Padre, también por eso el Padre debía guardarlos. Además, los intereses del Padre y del Hijo no podían separarse. Si eran del Padre eran, de hecho, del Hijo; y no era sino un ejemplo de esa verdad universal: todo lo que era del Hijo era del Padre, y todo lo que era del Padre era del Hijo. ¡Qué lugar para nosotros!, ser objeto de este afecto mutuo, de estos intereses comunes e inseparables del Padre y del Hijo. Este es el gran principio, el gran fundamento de la oración de Cristo. Él rogaba al Padre por sus discípulos, porque pertenecían al Padre; Jesús debía, por tanto, buscar su bendición. El Padre se interesaría completamente por ellos, porque en ellos había de ser glorificado el Hijo.

18.8 - Las circunstancias a las que se aplica la oración

A continuación, presenta las circunstancias a las que se aplicaba la oración. Él mismo ya no estaba en este mundo. Ellos estarían privados de su cuidado personal como presente con ellos, pero ellos estarían en este mundo, mientras él iba al Padre. Este es el fundamento de su petición con respecto a la posición de ellos. Los pone, pues, en conexión con el Padre Santo –todo el amor perfecto de tal Padre–, el Padre de Jesús y el Padre de ellos, manteniendo (era su bendición) la santidad que su naturaleza requería, si habían de estar en relación con él. Era una tutela directa. El Padre guardaría en su propio nombre a aquellos que había entregado a Jesús. La conexión era, pues, directa. Jesús se los confió a él, y eso, no solo como pertenecientes al Padre, sino ahora como suyos, investidos de todo el valor que eso les daría a los ojos del Padre.

18.9 - La unidad y su vínculo

El objeto de su solicitud era mantenerlos en la unidad, así como el Padre y el Hijo son uno. Un solo Espíritu divino era el vínculo de esa unidad. En este sentido, el vínculo era verdaderamente divino. En la medida en que estaban llenos del Espíritu Santo, tenían una sola mente, un solo consejo, un solo objetivo. Esta es la unidad a la que nos referimos aquí. El Padre y el Hijo eran su único objeto; el cumplimiento de sus consejos y objetos, su único afán. Solo tenían los pensamientos de Dios; porque Dios mismo, el Espíritu Santo, era la fuente de sus pensamientos. Era un solo poder y naturaleza divinos lo que los unía: el Espíritu Santo. La mente, el objetivo, la vida, toda la existencia moral, eran en consecuencia una. El Señor habla, necesariamente, a la altura de sus propios pensamientos, cuando expresa sus deseos para ellos. Si se trata de la realización, debemos pensar entonces en el hombre; pero también en una fuerza que se perfecciona en la debilidad.

18.10 - La suma de los deseos del Señor – la relación de los discípulos con el Padre

Esta es la suma de los deseos del Señor –hijos, santos, bajo el cuidado del Padre; uno, no por un esfuerzo o por acuerdo, sino según el poder divino. Él, estando aquí, los había guardado en nombre del Padre, fiel a cumplir todo lo que el Padre le había encomendado, y a no perder a ninguno de los que eran suyos. En cuanto a Judas, fue solo el cumplimiento de la Palabra. La tutela de Jesús presente en el mundo ya no podía existir. Pero él dijo estas cosas, estando todavía aquí, oyéndolas los discípulos, para que comprendiesen que estaban colocados ante el Padre en la misma posición que Cristo había ocupado, y para que así cumpliesen en sí mismos, en esta misma relación, el gozo que Cristo había poseído. ¡Qué gracia indecible! Lo habían perdido, visiblemente, para encontrarse (por él y en él) en su propia relación con el Padre, gozando de todo lo que él gozaba en esa comunión aquí abajo, como estando en su lugar en su propia relación con el Padre. Por eso les había impartido todas las palabras que el Padre le había dado –las comunicaciones de su amor a sí mismo, cuando caminaba como Hijo en ese lugar aquí abajo–; y, con el nombre especial de «Padre Santo» (17:11), con el que el propio Hijo se dirigía a él desde la tierra, el Padre debía guardar a los que el Hijo había dejado allí. Así se cumpliría en ellos su gozo. Esta era su relación con el Padre, estando Jesús lejos.

Ahora se refiere a su relación con el mundo, como consecuencia de lo anterior.

18.11 - La relación de los discípulos con el mundo: apartados por la Palabra

Les dio la Palabra de su Padre –no las palabras para que entraran en comunión con él, sino su Palabra– el testimonio de lo que él era. Y el mundo los había odiado como había odiado a Jesús (el testimonio vivo y personal del Padre) y al Padre mismo. Estando así en relación con el Padre, que los había sacado de entre los hombres del mundo, y habiendo recibido la Palabra del Padre (y la vida eterna en el Hijo en ese conocimiento), no eran del mundo como Jesús no era del mundo; y por eso el mundo los odiaba. Sin embargo, el Señor no ruega que sean sacados de él, sino que el Padre los guarde del mal. Entra en el detalle de sus deseos a este respecto, fundados en que no son del mundo. Repite este pensamiento como base de su posición aquí abajo. «No son del mundo, como no yo soy del mundo» (17:14). ¿Qué iban a ser entonces? ¿Por qué regla, por qué modelo debían ser formados? Por la verdad, y la Palabra del Padre es verdad. Cristo fue siempre la Palabra, pero la Palabra viva entre los hombres. En las Escrituras lo tenemos, escrito y firme: ellas lo revelan, dan testimonio de él. Así debían ser apartados los discípulos. «Santifícalos en la verdad; tu Palabra es la verdad» (v. 17). Era esto, personalmente, por lo que debían ser formados, la Palabra del Padre, tal como se revelaba en Jesús.

18.12 - Los discípulos enviados al mundo: su misión y su testimonio

Sigue su misión. Jesús los envía al mundo, como el Padre lo había enviado al mundo; al mundo, pero en modo alguno del mundo. Son enviados a él por parte de Cristo: si fueran del mundo, no podrían ser enviados a él. Pero no era solo la Palabra del Padre la que era la verdad, ni la comunicación de la Palabra del Padre por Cristo presente con sus discípulos (puntos de los que desde el versículo 14 hasta ahora Jesús había estado hablando: «Yo les he dado tu palabra»): Se santificó a sí mismo. Se apartó como un hombre celestial sobre los cielos, un hombre glorificado en la gloria, para que toda la verdad resplandeciera en él, en su Persona, resucitada de entre los muertos por la gloria del Padre –todo lo que el Padre es se muestra así en él; el testimonio de la justicia divina, del amor divino, del poder divino, derribando totalmente la mentira de Satanás, por la que el hombre había sido engañado y la falsedad introducida en el mundo; el modelo perfecto de lo que era el hombre según los designios de Dios, y como expresión de su poder moralmente y en gloria– la imagen del Dios invisible, el Hijo, y en gloria. Jesús se apartó, en este lugar, para que los discípulos pudieran ser santificados por la comunicación a ellos de lo que él era; porque esta comunicación era la verdad, y los creó a imagen de lo que revelaba. De modo que era la gloria del Padre, revelada por él en la tierra, y la gloria a la que había ascendido como hombre; pues este es el resultado completo: la ilustración en gloria de la forma en que se había apartado para Dios, pero en favor de los suyos. Así pues, no solo está la formación y el gobierno de los pensamientos por la Palabra, apartándonos moralmente para Dios, sino los benditos afectos que fluyen de nuestra posesión de esta verdad en la Persona de Cristo, nuestros corazones conectados con él en gracia. Aquí termina la segunda parte de lo que se refería a los discípulos, en comunión y en testimonio.

18.13 - La oración del Señor por los creyentes no se limita a los doce

En el versículo 20, declara que ora también por los que deben creer en él por sus medios. Aquí el carácter de la unidad difiere un poco de la del versículo 11. Allí, al hablar de los discípulos, dice: «como nosotros»; porque la unidad del Padre y del Hijo se manifestaba en propósito fijo, objeto, amor, obra, todo. Por lo tanto, los discípulos debían tener esa clase de unidad. Aquí los que creían, en cuanto que recibían y participaban de lo que se les comunicaba, tenían su unidad en el poder de la bendición a la que eran llevados. Por un solo Espíritu, en el que estaban necesariamente unidos, tenían un lugar en comunión con el Padre y el Hijo. Era la comunión del Padre y del Hijo (comp. 1 Juan 1:3); ¡y cuán semejante es el lenguaje del apóstol al de Cristo!). Así, el Señor pide que sean uno en ellos: el Padre y el Hijo. Este fue el medio de hacer creer al mundo que el Padre había enviado al Hijo; porque aquí estaban los que lo habían creído, quienes, por opuestos que fueran sus intereses y costumbres, por fuertes que fueran sus prejuicios, sin embargo, eran uno (por esta poderosa revelación y por esta obra) en el Padre y en el Hijo.

18.14 - Conversando con su Padre: la gloria que ha dado a su Hijo

Aquí termina su oración, pero no toda su conversación con su Padre. Nos da (y aquí están juntos los testigos y los creyentes) la gloria que el Padre le ha dado. Es la base de otro, de un tercer[63] modo de unidad. Todos participan, es verdad, en la gloria, de esta unidad absoluta en pensamiento, objeto, propósito fijo, que se encuentra en la unidad del Padre y del Hijo. Llegada la perfección, lo que el Espíritu Santo había producido espiritualmente, su energía absorbente que excluía cualquier otra, era natural para todos en la gloria.

[63] Se habla de tres unidades. Primero, de los discípulos, «como nosotros», unidad por el poder de un Espíritu en pensamiento, propósito, mente, servicio, el Espíritu Santo haciéndolos a todos uno, su camino en común, la expresión de su mente y poder, y de nada más. Luego, de los que han de creer por sus medios, unidad en comunión con el Padre y el Hijo, «estén en nosotros» –todavía por el Espíritu Santo, pero, como ya se dijo antes, traído a eso, como en 1 Juan 1:3. Luego la unidad en gloria, «reunir en uno», en manifestación y revelación descendente, el Padre en el Hijo, y el Hijo en todos ellos. La segunda fue para que el mundo creyera, la tercera para que conociera. Los dos primeros se cumplieron literalmente según los términos en que se expresan. No es necesario decir hasta qué punto los creyentes se apartan de ellas desde entonces.

18.15 - Una unidad en manifestación en la gloria

Pero el principio de la existencia de esta unidad añadía aún otro carácter a esa verdad: el de la manifestación, o al menos el de una fuente interior que realizaba su manifestación en ellos: «Yo en ellos», dijo Jesús, «y tú en mí» (v. 23). No se trata de la simple y perfecta unidad del versículo 11, ni de la reciprocidad y comunión del versículo 21. Es Cristo en todos los creyentes. Es Cristo en todos los creyentes, y el Padre en Cristo, una unidad en manifestación en la gloria, no meramente en comunión –una unidad en la que todo está perfectamente conectado con su fuente. Y Cristo, a quien solo ellos habían de manifestar, está en ellos; y el Padre, a quien Cristo había manifestado perfectamente, está en él. El mundo (porque esto será en la gloria milenaria, y manifestado al mundo) sabrá entonces (no dice “para que crea”) que Jesús había sido enviado por el Padre (¿cómo negarlo, cuando se le vea en la gloria?) y, además, que los discípulos habían sido amados por el Padre, como Jesús mismo fue amado. El hecho de que poseyeran la misma gloria que Cristo sería la prueba.

18.16 - Con Cristo para ver su gloria, un secreto para los que le aman

Pero aún había más. Hay aquello que el mundo no verá, porque no estará en él. «Padre, deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado» (v. 24). Allí no solo somos como Cristo (conformados al Hijo, llevando la imagen del hombre celestial ante los ojos del mundo), sino con él donde él está. Jesús desea que veamos su gloria[64]. Consuelo y estímulo para nosotros, después de haber participado de su vergüenza; pero aún más precioso, porque vemos que Aquel que ha sido deshonrado como hombre, y porque se hizo hombre por nosotros, será glorificado, incluso por eso, con una gloria superior a toda otra gloria, excepto la de Aquel que ha puesto todas las cosas bajo él. Porque él habla aquí de la gloria dada. Es esto lo que es tan precioso para nosotros, porque él la ha adquirido por sus sufrimientos por nosotros, y sin embargo es lo que le era perfectamente debido –la justa recompensa por haber, en ellos, glorificado perfectamente al Padre. Ahora bien, este es un gozo peculiar, enteramente más allá del mundo. El mundo verá la gloria que tenemos en común con Cristo, y sabrá que hemos sido amados como Cristo fue amado. Pero hay un secreto para los que lo aman, que pertenece a su Persona y a nuestra asociación con él. El Padre lo amó antes de que el mundo existiera, un amor en el que no hay comparación, sino infinito, perfecto y, por tanto, satisfactorio en sí mismo. Compartiremos esto en el sentido de ver a nuestro Amado en ello, y de estar con él, y de contemplar la gloria que el Padre le ha dado, según el amor con que él lo amó antes de que el mundo tuviera parte alguna en los tratos de Dios. Hasta aquí estábamos en el mundo; aquí en el cielo, fuera de toda pretensión o aprehensión del mundo (Cristo visto en el fruto de aquel amor que el Padre le tenía antes de que el mundo existiera). Cristo, pues, era la delicia del Padre. Lo vemos en el fruto eterno de ese amor como Hombre. Estaremos en él y con él para siempre, para gozar de su ser en él: que nuestro Jesús, nuestro Amado, está en él, y es lo que él es.

[64] Esto responde a Moisés y Elías entrando en la nube, además de su exhibición en la misma gloria que Cristo, de pie en la montaña.

18.17 - La justicia del Padre

Mientras tanto, siendo así, había justicia en los tratos de Dios con respecto a su rechazo. Había manifestado plena y perfectamente al Padre. El mundo no lo había conocido, pero Jesús lo había conocido, y los discípulos habían sabido que el Padre lo había enviado. Apela aquí, no a la santidad del Padre, para que los guarde según ese bendito nombre, sino a la justicia del Padre, para que haga una distinción entre el mundo, por un lado, y Jesús con los suyos por el otro; pues allí estaba la razón moral, así como el amor inefable del Padre por el Hijo. Y Jesús quiere que gocemos, mientras estemos aquí abajo, de la conciencia de que la distinción ha sido hecha por las comunicaciones de la gracia, antes de que sea hecha por el juicio.

18.18 - El nombre del Padre declarado: Su amor para ser conocido y disfrutado

Les había declarado el nombre del Padre, y lo declararía, incluso cuando hubiera subido a lo alto, para que el amor con que el Padre le había amado estuviera en ellos (para que sus corazones lo poseyeran en este mundo –¡qué gracia!) y Jesús mismo en ellos, el comunicador de ese amor, la fuente de la fuerza para disfrutarlo, conduciéndolo, por así decirlo, en toda la perfección en que él lo disfrutaba, a sus corazones, en los que él moraba– él mismo la fuerza, la vida, la competencia, el derecho y el medio de disfrutarlo así, y como tal, en el corazón. Porque es en el Hijo que nos lo declara, que conocemos el nombre del Padre que él nos revela. Es decir, él quiere que disfrutemos ahora de esa relación de amor en la que le veremos en el cielo. El mundo sabrá que hemos sido amados como Jesús cuando aparezcamos en la misma gloria con él; pero nuestra parte es saberlo ahora, estando Cristo en nosotros.

19 - Capítulo 18

19.1 - La gloria personal del Señor puesta de manifiesto en la historia de sus últimos momentos

La historia de los últimos momentos de nuestro Señor comienza después de las palabras que dirigió a su Padre. Encontraremos incluso en esta parte, el carácter general de lo que se relata en este Evangelio (de acuerdo con todo lo que hemos visto en él), que los acontecimientos ponen de manifiesto la gloria personal del Señor. Tenemos, ciertamente, la malicia del hombre fuertemente caracterizada; pero el objeto principal en el cuadro es el Hijo de Dios, no el Hijo del hombre sufriendo bajo el peso de lo que le ha sobrevenido. No tenemos la agonía en el huerto. No tenemos la expresión de su sentimiento de haber sido abandonado por Dios. Los judíos también son puestos en el lugar del rechazo absoluto.

19.2 - La iniquidad de Judas: la malicia de un corazón endurecido

La iniquidad de Judas está tan marcada aquí como en Juan 13. Conocía bien el lugar, pues Jesús tenía la costumbre de ir allí con sus discípulos. ¡Qué idea, elegir tal lugar para su traición! ¡Qué inconcebible dureza de corazón! Pero, ¡ay!, se había entregado, por así decirlo, a Satanás, el instrumento del enemigo, la manifestación de su poder y de su verdadero carácter.

19.3 - La gloria divina desplegada; el buen Pastor y sus ovejas

¡Cuántas cosas habían sucedido en aquel jardín! ¡Cuántas comunicaciones de un corazón lleno del mismo amor de Dios, y que trataba de hacerlo penetrar en los corazones estrechos y demasiado insensibles de sus amados discípulos! Pero todo estaba perdido para Judas. Viene, con los agentes empleados por la malicia de los sacerdotes y fariseos, para apoderarse de la Persona de Jesús. Pero Jesús se les anticipa. Es él quien se les presenta. Sabiendo todas las cosas que vendrían sobre él, se adelanta preguntando: «¿A quién buscáis?» (v. 4). Es el Salvador, el Hijo de Dios, quien se ofrece. Ellos responden: «A Jesús de Nazaret». Jesús les dice: «Yo soy» (v. 5). También estaba allí Judas, que le conocía bien y conocía aquella voz tan familiar a sus oídos. Nadie le puso las manos encima: pero en cuanto su palabra resuena en sus corazones, en cuanto ese divino «Yo soy» se oye dentro de ellos, retroceden y caen al suelo. ¿Quién se lo llevará? No tenía más que irse y dejarlos allí. Pero no había venido para eso, y había llegado el momento de ofrecerse. Por eso les pregunta de nuevo: «¿A quién buscáis?». Ellos responden, como antes: «A Jesús de Nazaret». La primera vez, la gloria divina de la Persona de Cristo debía necesariamente manifestarse; y ahora su cuidado por los redimidos. «Si me buscáis a mí», dijo el Señor, «dejad que estos se vayan», para que se cumpla la palabra: «De aquellos que me diste, no he perdido a ninguno» (v. 9). Se presenta como el buen Pastor, dando su vida por las ovejas. Se pone delante de ellas, para que escapen del peligro que las amenaza, y para que todo venga sobre él. Se entrega. Aquí todo es su ofrenda gratuita.

19.4 - Obediencia perfecta mostrada por el Señor; energía carnal y poco inteligente de Pedro

Sin embargo, cualquiera que fuese la gloria divina que manifestase, y la gracia de un Salvador fiel a los suyos, actúa en obediencia, y en la perfecta calma de una obediencia que había medido todo el costo con Dios, y que lo recibía todo de la mano de su Padre. Cuando la energía carnal e ininteligente de Pedro emplea la fuerza para defenderle, quien, si hubiera querido, solo hubiera necesitado alejarse cuando una palabra de sus labios había echado por tierra a todos los que venían a prenderle, y la palabra que les reveló el objeto de su búsqueda les privó de todo poder para apoderarse de él. Cuando Pedro hiere al siervo Malco, Jesús toma el lugar de la obediencia. «La copa que me ha dado el Padre, ¿acaso no la he de beber?» (v. 11). Se había manifestado la Persona divina de Cristo; se había hecho la ofrenda voluntaria de sí mismo, y eso, para proteger a los suyos; y ahora se muestra al mismo tiempo su perfecta obediencia.

19.5 - Ante el sumo sacerdote: la serena sumisión del Señor a los hombres para cumplir los consejos de Dios

La malicia de un corazón endurecido, y la falta de inteligencia de un corazón carnal, aunque sincero, han sido puestas a la vista. Jesús tiene su lugar solo y aparte. Él es el Salvador. Sometiéndose así a los hombres para cumplir los designios y la voluntad de Dios, permite que le lleven adonde quieran. Poco de todo lo que sucedió se relata aquí. Jesús, aunque interrogado, apenas dice nada de sí mismo. Tanto ante el sumo sacerdote como ante Poncio Pilato se muestra la serena, aunque mansa superioridad de Aquel que sí mismo se entregaba; sin embargo, solo se le condena por el testimonio que dio de sí mismo. Todos habían oído ya lo que enseñaba. Desafía a la autoridad que prosigue la investigación, no oficialmente, sino pacífica y moralmente; y cuando es golpeado injustamente, protesta con dignidad y perfecta calma, mientras se somete al insulto. Pero no reconoce en modo alguno al sumo sacerdote; al mismo tiempo, no se opone en absoluto a él. Lo deja en su incapacidad moral. Se manifiesta la debilidad carnal de Pedro; como antes su energía carnal.

19.6 - Jesús ante Pilato, y Pilato ante Jesús

Cuando es llevado ante Pilato (aunque por la verdad, confesando que era rey), el Señor actúa con la misma calma y la misma sumisión; pero interroga a Pilato y le instruye de tal manera que Pilato no puede encontrar falta alguna en él. Moralmente incapaz, sin embargo, de estar a la altura de lo que tenía ante sí, y avergonzado en presencia del divino prisionero, Pilato lo habría entregado acogiéndose a una costumbre, entonces practicada por el gobierno, de soltar a un culpable a los judíos en la pascua. Pero la inquieta indiferencia de una conciencia que, endurecida como estaba, se inclinaba ante la presencia de Aquel que (aun estando así humillado) no podía sino alcanzarla, no escapó así a la activa malicia de los que hacían la obra del enemigo. Los judíos exclaman contra la propuesta que la inquietud del gobernador sugirió, y eligieron a un criminal (véase Marcos 15:7) en lugar de Jesús.

20 - Capítulo 19

20.1 - Los verdaderos autores de la muerte del Señor

Pilato da paso a su inhumanidad habitual. Sin embargo, en el relato que se da en este Evangelio, los judíos ocupan un lugar prominente, como los verdaderos autores (en lo que al hombre se refiere) de la muerte del Señor. Celosos de su pureza ceremonial, pero indiferentes a la justicia, no se contentan con juzgarlo según su propia Ley[65]; deciden que lo maten los romanos, pues es necesario que se cumpla todo el consejo de Dios.

[65] Se dice que las tradiciones judías prohibían matar a nadie durante las grandes fiestas. Es posible que esto influyera en los judíos; pero fuera como fuese, así se cumplieron los propósitos de Dios. En otras ocasiones, los judíos no se sometieron con tanta prontitud a las exigencias romanas que les privaban del derecho a la vida y a la muerte.

20.2 - La alarma, el orgullo y la injusticia de Pilato: Su intento de hacer que los judíos se sientan culpables

Ante las repetidas demandas de los judíos, Pilato entrega a Jesús en sus manos, totalmente culpable al hacerlo, pues había confesado abiertamente su inocencia y su conciencia se había conmovido y alarmado por las evidentes pruebas de que tenía ante sí a una persona extraordinaria. No mostrará que está conmovido, pero lo está (Juan 19:8). La gloria divina que traspasó la humillación de Cristo actúa sobre él, y da fuerza a la declaración de los judíos de que Jesús se había hecho Hijo de Dios. Pilato lo había azotado y entregado a los insultos de los soldados; y aquí se habría detenido. Tal vez esperaba también que los judíos se dieran por satisfechos con esto, y les presenta a Jesús coronado de espinas. Tal vez esperaba que sus celos con respecto a estos insultos nacionales les indujeran a pedir su liberación. Pero, persiguiendo despiadadamente su malicioso propósito, gritan: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» (19:6). Pilato se opone a esto por sí mismo, mientras que les da libertad para hacerlo, diciendo que no encuentra ninguna falta en Él. Sobre esto alegan su Ley judía. Ellos tenían su propia Ley, dicen, y por esta Ley él debía morir, porque él se hizo Hijo de Dios. Pilato, ya impresionado y alterado, se alarma aún más y, volviendo de nuevo a la sala del juicio, interroga a Jesús. Este no responde. El orgullo de Pilato se despierta y pregunta si Jesús no sabe que tiene poder para condenarlo o liberarlo. El Señor mantiene, al responder, la plena dignidad de su Persona. Pilato no tenía poder sobre él, si no era la voluntad de Dios, a la que se sometió. Aumentó el pecado de los que le habían entregado, al suponer que el hombre podía hacer algo contra él, si no fuera porque así debía cumplirse la voluntad de Dios. El conocimiento de su Persona constituyó la medida del pecado cometido contra él. El no percibirlo hizo que todo se juzgara falsamente y, en el caso de Judas, mostró la más absoluta ceguera moral. Conocía el poder de su Maestro. ¿Qué sentido tenía entregarlo a los hombres, si no era que había llegado su hora? Pero, siendo este el caso, ¿cuál era la posición del traidor?

Pero Jesús habla siempre según la gloria de su Persona, y como si por ello estuviera enteramente por encima de las circunstancias por las que estaba pasando en gracia, y en obediencia a la voluntad de su Padre. Pilato está completamente turbado por la respuesta del Señor, pero su sentimiento no es lo bastante fuerte como para contrarrestar el motivo con que los judíos lo presionan, sino que tiene el poder suficiente para hacerle echar sobre los judíos todo lo que había de voluntad en su condenación, y hacerlos plenamente culpables del rechazo del Señor.

20.3 - La propia condena y calamidad de los judíos; Jesús entregado

Pilato trató de sustraerlo a su furia. Por fin, temiendo ser acusado de infidelidad al César, se dirige con desprecio a los judíos, diciendo: «¡He aquí a vuestro Rey!» (v. 14-15); actuando –aunque inconscientemente– bajo la mano de Dios, para hacer salir de sus labios aquella palabra memorable, su condena y su calamidad hasta el día de hoy: «No tenemos más rey que el César». Negaron a su Mesías. La palabra fatal, que invocaba el juicio de Dios, fue pronunciada ahora; y Pilato les entregó a Jesús.

20.4 - El título del Señor fijado en la cruz

Jesús, humillado y llevando su cruz, ocupa su lugar con los transgresores. Sin embargo, Aquel que quiso que todo se cumpliera, ordenó que se diera testimonio de su dignidad; y Pilato (tal vez para irritar a los judíos, ciertamente para cumplir los propósitos de Dios) pone en la cruz como título del Señor: «Jesús el nazareno, Rey de los judíos» (v. 19); la doble verdad: el despreciado Nazareno es el verdadero Mesías. Aquí, pues, como en todo este Evangelio, los judíos ocupan su lugar como desechados por Dios.

20.5 - Jesús crucificado: se cumple la profecía

Al mismo tiempo, el apóstol demuestra –aquí, como en otras partes– que Jesús era el verdadero Mesías, citando las profecías que hablan de lo que le sucedió en general, con respecto a su rechazo y sus sufrimientos, de modo que se demuestra que era el Mesías por las mismas circunstancias en que fue rechazado por el pueblo.

Después de la historia de su crucifixión, como acto del hombre, tenemos lo que la caracteriza con respecto a lo que Jesús fue en la cruz. La sangre y el agua fluyen de su costado traspasado.

20.6 - La devoción de las mujeres en la cruz; la naturaleza vista en su perfección en los sentimientos humanos del Señor

La abnegación de las mujeres que le seguían, menos importante tal vez desde el punto de vista de la acción, resplandece, sin embargo, a su manera en esa perseverancia de amor que las llevó cerca de la cruz. La posición de mayor responsabilidad de los apóstoles como hombres apenas se lo permitía, circunstanciales como eran; pero esto no quita nada del privilegio que la gracia concede a la mujer cuando es fiel a Jesús. Pero fue la ocasión para que Cristo nos diera una nueva instrucción, mostrándose tal como era, y poniendo su obra ante nosotros, por encima de todas las meras circunstancias, como el efecto y la expresión de una energía espiritual que lo consagró, como hombre, enteramente a Dios, ofreciéndose también a sí mismo a Dios por el Espíritu eterno. Su obra estaba cumplida. Sí mismo se había ofrecido. Vuelve, por así decirlo, a sus relaciones personales. La naturaleza, en sus sentimientos humanos, se ve en su perfección; y, al mismo tiempo, su superioridad divina, personalmente, a las circunstancias por las que pasó en gracia como el hombre obediente. La expresión de sus sentimientos filiales muestra que la consagración a Dios, que lo apartó de todos aquellos afectos que son tanto la necesidad como el deber del hombre según la naturaleza, no fue la falta de sentimientos humanos, sino el poder del Espíritu de Dios. Al ver a las mujeres, ya no les habla como Maestro y Salvador, la resurrección y la vida; es Jesús, hombre, individualmente, en su relación humana.

20.7 - El encargo de Juan; el amor del Maestro por Juan

«Mujer», le dice: «He ahí tu hijo», –encomendando a su madre al cuidado de Juan, el discípulo a quien Jesús amaba– y al discípulo: «He ahí tu madre» (v. 26-27), y desde entonces aquel discípulo la llevó a su propia casa. ¡Dulce y precioso encargo! Una confidencia que hablaba de lo que solo podía apreciar el que así era amado, por ser su objeto inmediato. Esto nos muestra también que su amor por Juan tenía un carácter de afecto y apego humano, según Dios, pero no esencialmente divino, aunque lleno de gracia divina –una gracia que le daba todo su valor, pero que se revestía de la realidad del corazón humano. Era esto, evidentemente, lo que unía a Pedro y a Juan. Jesús era su único y común objeto. De caracteres muy diferentes –y tanto más unidos por ello–, solo pensaban en una cosa. La consagración absoluta a Jesús es el vínculo más fuerte entre los corazones humanos. Los despoja del yo, y no tienen más que un alma en pensamiento, intención y propósito firme, porque no tienen más que un objeto. Pero en Jesús esto era perfecto, y era gracia. No se dice “el discípulo que amaba a Jesús”; eso habría estado fuera de lugar. Habría sido sacar a Jesús totalmente de su lugar, de su dignidad, de su gloria personal, y destruir el valor de su amor por Juan. Sin embargo, Juan amaba a Cristo y, por consiguiente, apreciaba el amor de su Maestro; y, con el corazón unido a él por la gracia, se dedicó a la ejecución de este dulce encargo, que se complace en relatar aquí. En efecto, es el amor quien lo cuenta, aunque no hable de sí mismo.

Creo que volvemos a ver este sentimiento (utilizado por el Espíritu de Dios, no evidentemente como fundamento, sino para dar su color a la expresión de lo que había visto y conocido) en el comienzo de la Primera Epístola de Juan.

20.8 - Cristo actuando conforme a la gloria de su persona

También vemos aquí que este Evangelio no nos muestra a Cristo bajo el peso de sus sufrimientos, sino actuando de acuerdo con la gloria de su Persona como por encima de todas las cosas, y cumpliendo todas las cosas en gracia. En perfecta calma provee a su madre; hecho esto, sabe que todo ha terminado. Tiene, según el lenguaje humano, una completa auto posesión.

20.9 - El Señor dando su vida, un acto voluntario

Todavía queda una profecía por cumplirse. Dice: «Tengo sed» (v. 28), y, como Dios había predicho, le dan vinagre. Sabe que ya no queda ni un detalle de todo lo que había de cumplirse. Inclina la cabeza y entrega[66] su espíritu.

[66] Esta es la fuerza de la expresión; que es muy diferente de la palabra traducida expiró. Aprendemos de Lucas 23:46 que él hizo esto cuando había dicho: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». Pero en Juan, el Espíritu Santo está exponiendo incluso su muerte como el resultado de un acto voluntario, entregando su espíritu, y no diciendo a quién encomendó (como hombre con fe absoluta y perfecta) su espíritu humano, su alma, al morir. Es su competencia divina la que se muestra aquí, y no su confianza en su Padre. La palabra nunca se usa de esta manera sino en este pasaje en cuanto a Cristo, ni en el Nuevo Testamento ni en los LXX.

Así, cuando toda la obra divina se cumple, el hombre divino entrega su espíritu, ese espíritu abandona el cuerpo que había sido su órgano y su recipiente. Había llegado el momento de hacerlo; y al hacerlo, aseguró el cumplimiento de otra palabra divina: «Ninguno de sus huesos será quebrado» (v. 36). Pero todo tenía su parte en el cumplimiento de aquellas palabras y de los propósitos de Aquel que las había pronunciado de antemano.

20.10 - Las señales de una salvación eterna y perfecta de su costado traspasado

Un soldado le atraviesa el costado con una lanza. De un Salvador muerto brotan las señales de una salvación eterna y perfecta: el agua y la sangre; la una para limpiar al pecador, la otra para expiar sus pecados. El evangelista lo vio. Su amor por el Señor le hace querer recordar que lo vio así hasta el final; lo cuenta para que creamos. Pero si vemos en los discípulos amados el vaso que usa el Espíritu Santo (y muy dulce es verlo, y según la voluntad de Dios), vemos claramente quién es el que lo usa. ¡Cuántas cosas presenció Juan que no relató! El grito de dolor y de abandono –el terremoto– la confesión del centurión –la historia del malhechor; todas estas cosas sucedieron ante sus ojos, que estaban fijos en su Maestro; sin embargo, no las menciona. Habla de lo que era su Amado en medio de todo esto. El Espíritu Santo le hace relatar lo que pertenecía a la gloria personal de Jesús. Sus afectos hicieron que le pareciera una tarea dulce y fácil. El Espíritu Santo lo apegó a ella, empleándolo en lo que era idóneo para realizar. Por gracia, el instrumento se prestaba fácilmente a la obra para la cual el Espíritu Santo lo había apartado. Su memoria y su corazón estaban bajo la influencia dominante y exclusiva del Espíritu de Dios. Ese Espíritu los empleó en su obra. Uno simpatiza con el instrumento; uno cree en lo que el Espíritu Santo relata por sus medios, pues las palabras son las del Espíritu Santo.

20.11 - La gracia divina se expresa, pero la dignidad personal de Cristo nunca se pierde

Nada puede ser más conmovedor, más profundamente interesante, que la gracia divina expresándose así en la ternura humana y tomando su forma. Mientras poseía toda la realidad del afecto humano, tenía todo el poder y la profundidad de la gracia divina. Fue gracia divina que Jesús tuviera tales afectos. Por otra parte, nada podría estar más lejos de la apreciación de esta fuente soberana del amor divino, fluyendo a través del canal perfecto que hizo para sí por su propio poder, que la pretensión de expresar nuestro amor como recíproco; sería, por el contrario, fracasar completamente en esa apreciación. Los verdaderos santos entre los moravos han llamado a Jesús “hermano”, y otros han tomado prestados sus himnos o la expresión; la palabra nunca lo dice. Él «no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hebr. 2:11), pero otra cosa muy distinta es que nosotros le llamemos así. La dignidad personal de Cristo nunca se pierde en la intensidad y ternura de su amor.

20.12 - José de Arimatea y Nicodemo rindiendo los últimos honores al cadáver del Señor

Pero el Salvador rechazado iba a estar con los ricos y los honrados en su muerte, por muy despreciado que hubiera sido antes; y dos, que no se atrevían a confesarle mientras vivía, despertados ahora por la grandeza del pecado de su nación, y por el acontecimiento mismo de su muerte –que la gracia de Dios, que les había reservado para esta obra, les hizo sentir–, se ocupan de las atenciones debidas a su cadáver. José, consejero él mismo, viene a pedir a Pilato el cuerpo de Jesús, y Nicodemo se une a él para rendir los últimos honores a Aquel a quien nunca habían seguido durante su vida. Podemos comprenderlo. Seguir a Jesús constantemente bajo el reproche, y comprometerse para siempre por su causa, es una cosa muy diferente de actuar cuando sucede alguna gran ocasión en la que ya no hay lugar para lo primero, y cuando la extensión del mal nos obliga a separarnos de él; y cuando el bien, rechazado porque es perfecto en el testimonio, y perfeccionado en su rechazo, nos obliga a tomar parte, si por gracia existe en nosotros algún sentido moral. Dios cumplió así sus palabras de verdad. José y Nicodemo colocan el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo, en un huerto cercano a la cruz; pues, por ser la preparación de los judíos, no podían hacer más en aquel momento.

21 - Capítulo 20

21.1 - Resumen de los capítulos 20 y 21

En Juan 20 tenemos, en un resumen de varios de los hechos principales entre los que tuvieron lugar después de la resurrección de Jesús, un cuadro de todas las consecuencias de ese gran acontecimiento, en conexión inmediata con la gracia que las produjo, y con los afectos que deben verse en los fieles cuando sean puestos de nuevo en relación con el Señor; y al mismo tiempo, un cuadro de todos los caminos de Dios hasta la revelación de Cristo al remanente antes del Milenio. En Juan 21 se nos describe el Milenio.

21.2 - Jesús resucitado; María Magdalena busca a Jesús; pruebas de su resurrección

María Magdalena, de quien él había expulsado siete demonios, aparece primero en la escena –una expresión conmovedora de los caminos de Dios. Ella representa, no lo dudo, el remanente judío de aquel tiempo, personalmente unido al Señor, pero sin conocer el poder de la resurrección. Está sola en su amor: la misma fuerza de su afecto la aísla. No fue la única salva, sino que viene sola a buscar –a buscar equivocadamente, si se quiere, pero para buscar– a Jesús, antes de que el testimonio de su gloria brille en un mundo de tinieblas, porque ella misma le amó. Ella viene antes que las otras mujeres, cuando aún estaba oscuro. Es un corazón amante (ya lo hemos visto en las mujeres creyentes) ocupado con Jesús, cuando el testimonio público del hombre es todavía totalmente deficiente. Y es a este a quien Jesús se manifiesta por primera vez cuando ha resucitado. Sin embargo, su corazón sabía dónde encontrar una respuesta. Se va con Pedro y con el otro discípulo a quien Jesús amaba, al no encontrar el cuerpo de Cristo. Pedro y el otro discípulo van, y encuentran las pruebas de una resurrección cumplida (en cuanto a Jesús mismo) con toda la compostura que llegó a ser el poder de Dios, por grande que fuera la alarma que creara en la mente del hombre. No había habido ninguna prisa; todo estaba en orden: y Jesús no estaba allí.

21.3 - El afecto de María: el buen Pastor y sus ovejas

Los dos discípulos, sin embargo, no están movidos por el mismo apego que llenaba el corazón de ella, que había sido objeto de una liberación[67] tan poderosa por parte del Señor. Ellos ven, y, ante estas pruebas visibles, creen. No fue una comprensión espiritual de los pensamientos de Dios por medio de su Palabra; vieron y creyeron. No hay nada en esto que reúna a los discípulos. Jesús no estaba; había resucitado. Habían quedado satisfechos sobre este punto, y se marchan a su casa. Pero María, llevada por el afecto más que por la inteligencia, no se contenta con reconocer fríamente que Jesús había resucitado[68]. Lo creía todavía muerto, porque no lo poseía. Su muerte, el hecho de no volver a encontrarle, aumentaba la intensidad de su afecto, porque él mismo era su objeto. Todas las muestras de este afecto se manifiestan aquí de la manera más conmovedora. Ella supone que el jardinero debe saber de quién se trataba sin que ella se lo dijera, pues solo pensaba en uno (como si preguntara por un objeto querido en una familia: «¿Dónde lo han puesto?», v. 13). Inclinada sobre el sepulcro, vuelve la cabeza cuando él se acerca; pero entonces el buen Pastor, resucitado de entre los muertos, llama a sus ovejas por su nombre; y la voz conocida y amada –poderosa según la gracia que así la llamó– le revela al instante a quien la oyó. Ella se vuelve hacia él, y responde: «¡Rabboni!… Maestro» (v. 16).

[67] «Siete demonios» (Lucas 8:2). Esto representa la completa posesión de esta pobre mujer por los espíritus inmundos de los que era presa. Es la expresión del estado real del pueblo judío.

[68] Me es imposible, al dar grandes principios para ayuda de los que buscan entender la Palabra, desarrollar todo lo que es tan profundamente conmovedor e interesante en este capítulo 20, sobre el cual he reflexionado a menudo con (por gracia) un interés siempre creciente. Esta revelación del Señor a la pobre mujer que no podía prescindir de su Salvador, tiene una belleza conmovedora, que cada detalle realza. Pero hay un punto de vista sobre el cual no puedo dejar de llamar la atención del lector. Aquí se presentan cuatro condiciones del alma que, tomadas en conjunto, son muy instructivas, y cada una en el caso de un creyente:

1º. Juan y Pedro, que ven y creen, son realmente creyentes; pero no ven en Cristo el único centro de todos los pensamientos de Dios, para su gloria, para el mundo, para las almas. Tampoco lo es para sus afectos, aunque sean creyentes. Habiendo comprobado que había resucitado, prescinden de él. María, que no lo sabía, que incluso lo ignoraba culpablemente, no podía, sin embargo, prescindir de Jesús. Ella debe poseerlo. Pedro y Juan van a su casa; este es el centro de sus intereses. Creen, ciertamente, pero el yo y el hogar les bastan.

2º. Tomás cree y reconoce con verdadera fe ortodoxa, sobre pruebas incontestables, que Jesús es su Señor y su Dios. Cree verdaderamente por sí mismo. No tiene las comunicaciones de la eficacia de la obra del Señor, y de la relación con su Padre a la que Jesús lleva a los suyos, la Asamblea. Tal vez tenga paz, pero se ha perdido toda la revelación de la posición de la Asamblea. ¡Cuántas almas –incluso almas salvadas– se encuentran en estas dos condiciones!

3º. María Magdalena es ignorante en extremo. No sabe que Cristo ha resucitado. Tiene tan poco sentido correcto de que él es Señor y Dios, que piensa que alguien pudo haberse llevado su cuerpo. Pero Cristo es todo para ella, la necesidad de su alma, el único deseo de su corazón. Sin él no tiene hogar, ni Señor, ni nada. Ahora bien, Jesús responde a esta necesidad; indica la obra del Espíritu Santo. Llama a su oveja por su nombre, se muestra a ella en primer lugar, le enseña que su presencia no iba a ser ahora un regreso corporal judío a la tierra, que debía ascender a su Padre, que los discípulos eran ahora sus hermanos, y que estaban colocados en la misma posición que él con su Dios y su Padre –como él mismo, el Hombre resucitado, ascendió a su Dios y Padre. Se le abre toda la gloria de la nueva posición individual.

4º. Esto reúne a los discípulos. Jesús les trae entonces la paz que él ha hecho, y ellos tienen el gozo pleno de un Salvador presente que se la trae. Él hace de esta paz (poseída por ellos en virtud de su obra y su victoria) su punto de partida, los envía como el Padre lo había enviado a él, y les imparte el Espíritu Santo como aliento y poder de vida, para que sean capaces de llevar esa paz a los demás.

Estas son las comunicaciones de la eficacia de su obra, como él había dado a María la de la relación con el Padre que resultaba de ella. El conjunto es la respuesta al afecto de María a Cristo, o lo que resultó de él. Si por gracia hay afecto, la respuesta será concedida con toda seguridad. Es la verdad que brota de la obra de Cristo. Ningún otro estado que el que Cristo presenta aquí está de acuerdo con lo que él ha hecho, y con el amor del Padre. Él no puede, por su obra, colocarnos en ningún otro.

21.4 - La nueva posición y relación del Señor con el remanente

Pero mientras se revelaba así al amado remanente, a quien había liberado, todo cambió en la posición y en su relación con ellos. No iba ahora a morar corporalmente en medio de su pueblo en la tierra. No regresó para restablecer el reino en Israel. «No me toques», dice a María. Pero con la redención había realizado algo mucho más importante. Los había colocado en la misma posición que él con su Padre y su Dios; y los llama –lo que nunca había hecho, y nunca podría haber hecho antes– sus hermanos. Hasta su muerte, el grano de trigo permaneció solo. Puro y perfecto, el Hijo de Dios, no podía estar en la misma relación con Dios que el pecador; pero, en la gloriosa posición que iba a reasumir como hombre, podía, mediante la redención, asociar consigo a sus redimidos, limpios, regenerados y adoptados en él.

21.5 - La nueva posición del remanente con él

Les comunica la nueva posición que iban a tener en común con él. Dice a María: «No me toques… vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (v. 17). La voluntad del Padre –cumplida por medio de la obra gloriosa del Hijo, que, como hombre, ha ocupado su lugar, fuera del pecado, con su Dios y Padre– y la obra del Hijo, fuente de vida eterna para ellos, han colocado a los discípulos en la misma posición que él mismo ante el Padre.

21.6 - El Señor resucitado en medio de los discípulos reunidos, trayendo la paz

El testimonio de esta verdad reúne a los discípulos. Se encuentran con las puertas cerradas, desprotegidos ahora por el cuidado y el poder de Jesús, el Mesías, Jehová en la tierra. Pero si ya no tenían el amparo de la presencia del Mesías, tienen a Jesús en medio de ellos, trayéndoles lo que no podían tener antes de su muerte: «La paz».

21.7 - Los discípulos enviados al mundo por él con la paz como punto de partida

Pero él no les trajo esta bendición meramente como su propia porción. Habiéndoles dado pruebas de su resurrección, y de que en su cuerpo era el mismo Jesús, los instala en esta paz perfecta como punto de partida de su misión. El Padre, fuente eterna e infinita de amor, había enviado al Hijo, que moraba en él, que era el testigo de ese amor, y de la paz que él, el Padre, derramaba en torno suyo, allí donde el pecado no tenía existencia. Rechazado en su misión, Jesús –en nombre de un mundo donde existía el pecado– había hecho la paz para todos los que recibieran el testimonio de la gracia que la había hecho; y ahora envía a sus discípulos desde el seno de esa paz a la que los había introducido, por la remisión de los pecados mediante su muerte, para que dieran testimonio de ella en el mundo.

21.8 - El Espíritu Santo dado para la paz y el poder

Vuelve a decir: «Paz a vosotros» (v. 19, 21), para enviarlos al mundo revestidos y llenos de esa paz, calzados sus pies con ella, así como el Padre lo había enviado a él. Con este fin les da el Espíritu Santo, para que según su poder lleven la remisión de los pecados a un mundo que estaba doblegado bajo el yugo del pecado.

21.9 - La distinción entre el otorgamiento del Espíritu Santo aquí y en Pentecostés

No dudo que, hablando históricamente, el Espíritu aquí se distingue de Hechos 2, en cuanto que aquí es un soplo de vida interior, como Dios sopló en las narices de Adán un aliento de vida. No es el Espíritu Santo enviado desde el cielo. Así, Cristo, que es un Espíritu vivificador, les imparte vida espiritual según el poder de la resurrección[1]. En cuanto al cuadro general presentado figurativamente en el pasaje, es el Espíritu otorgado a los santos reunidos por el testimonio de que ha resucitado y va al Padre, ya que toda la escena representa a la Asamblea en sus privilegios actuales. Así tenemos el remanente unido a Cristo por el amor; los creyentes reconocidos individualmente como hijos de Dios, y en la misma posición ante él que Cristo; y luego la Asamblea fundada en este testimonio, reunida con Jesús en medio, en el goce de la paz; y sus miembros, constituidos individualmente, en conexión con la paz que Cristo ha hecho, un testimonio al mundo de la remisión de los pecados –siendo su administración encomendada a ellos.

[69] Compárese Romanos 4 al 8 y Colosenses 2 y 3. La resurrección fue el poder de vida que los sacó del dominio del pecado, que tenía su fin en la muerte, y que fue condenado en la muerte de Jesús, y ellos muertos a él, pero no condenados por él, habiendo sido condenado el pecado en su muerte. Esta no es una cuestión de culpa, sino de estado. Nuestra culpa, bendito sea Dios, también fue eliminada. Pero aquí morimos con Cristo, y la resurrección nos presenta (Rom., como se citó, despliega el lado de la muerte; Col. añade la resurrección. Rom. es muerte al pecado, Col. al mundo) viviendo ante Dios en una vida en la que Jesús –y nosotros por él– aparecimos en su presencia según la perfección de la justicia divina. Pero esto supuso también su obra.

21.10 - La ausencia de Tomás en la primera reunión

Tomás representa a los judíos de los últimos días, que creerán cuando vean. Bienaventurados los que han creído sin ver. Pero la fe de Tomás no se refiere a la posición de filiación. Reconoce, como hará el resto, que Jesús es su Señor y su Dios. No estaba con ellos en su primera reunión de la asamblea.

El Señor aquí, con sus acciones, consagra el primer día de la semana para reunirse con los suyos, en espíritu aquí abajo.

21.11 - El objeto del evangelista en lo que ha relatado

El evangelista está lejos de haber agotado todo lo que había que relatar de lo que hizo Jesús. El objeto de lo que ha relatado está relacionado con la comunicación de la vida eterna en Cristo; primero, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y, segundo, que al creer tenemos vida por medio de su nombre. A esto está consagrado el Evangelio.

22 - Capítulo 21

22.1 - Sobre la obra milenaria de Cristo

El capítulo siguiente, a la vez que rinde un nuevo testimonio de la resurrección de Jesús, nos ofrece –hasta el versículo 13– un cuadro de la obra milenaria de Cristo; de ahí hasta el final, las porciones especiales de Pedro y Juan en relación con su servicio a Cristo. La aplicación se limita a la tierra, pues ellos habían conocido a Jesús en la tierra. Es Pablo quien nos dará la posición celestial de Cristo y de la Asamblea. Pero ella no tiene cabida aquí.

22.2 - Los discípulos pescando en Galilea; Pedro y Juan en las mismas circunstancias que cuando fueron llamados por primera vez

Guiados por Pedro (Juan 21), varios de los apóstoles van a pescar. El Señor los encuentra en las mismas circunstancias en que los encontró al principio, y se les revela de la misma manera. Juan comprende inmediatamente que se trata del Señor. Pedro, con su habitual energía, se lanza al mar para alcanzarle.

Obsérvese aquí que nos encontramos de nuevo en el terreno de los Evangelios históricos, es decir, que el milagro de la pesca se identifica con la obra de Cristo en la tierra y se sitúa en la esfera de su antigua asociación con sus discípulos. Es Galilea, no Betania. No tiene el carácter habitual de la doctrina de este Evangelio, que presenta la Persona divina de Jesús, fuera de toda dispensación, aquí abajo; elevando nuestros pensamientos por encima de todos esos temas. Aquí (al final del Evangelio y del esbozo dado en el capítulo 20 del resultado de la manifestación de su Persona divina y de su obra) el evangelista llega por primera vez al terreno de los sinópticos, de la manifestación y los frutos venideros de la conexión de Cristo con la tierra. Así, la aplicación del pasaje a este punto no es meramente una idea que la narración sugiere a la mente, sino que descansa sobre la enseñanza general de la Palabra.

22.3 - La diferencia tras la manifestación del Señor: la red intacta

Sin embargo, hay una notable diferencia entre lo que ocurrió al principio y aquí. En la primera escena los barcos empezaron a hundirse, las redes se rompieron. No así aquí, y el Espíritu Santo marca esta circunstancia como distintiva: La obra milenaria de Cristo no está estropeada. Él está allí después de su resurrección, y lo que él realiza no descansa, en sí misma, sobre la responsabilidad del hombre en cuanto a su efecto aquí abajo: la red no se rompe. Además, cuando los discípulos traen los peces que habían pescado, el Señor ya tiene algunos allí. Así será en la tierra al final. Antes de su manifestación habrá preparado para sí un remanente en la tierra; pero después de su manifestación reunirá también una multitud del mar de las naciones.

22.4 - Cristo en compañía de sus discípulos; sus tres manifestaciones

Se presenta otra idea. Cristo está de nuevo como en compañía de sus discípulos. «Venid», dice, «a desayunar» (v. 12). No se trata aquí de cosas celestiales, sino de la renovación de su conexión con su pueblo en el reino. Todo esto no pertenece inmediatamente al tema de este Evangelio, que nos lleva más arriba. Por consiguiente, se introduce de una manera misteriosa y simbólica. Se habla de esta aparición de Cristo como de su tercera manifestación. Dudo que su manifestación en la tierra antes de su muerte esté incluida en este número. Yo la aplicaría más bien a la que, en primer lugar, después de su resurrección, dio lugar a la reunión de los santos como Asamblea; en segundo lugar, a una revelación de sí mismo a los judíos a la manera de la que se presenta en el Cantar de los Cantares; y, por último, aquí a la manifestación pública de su poder, cuando ya haya reunido al remanente. Su aparición como el relámpago está fuera de todas estas cosas. Históricamente, las tres apariciones fueron: el día de su resurrección, el siguiente primer día de la semana y su aparición en el mar de Galilea.

22.5 - La restauración de Pedro: las ovejas del Señor entregadas a su cuidado cuando se humillan

Después, en un pasaje lleno de gracia inefable, confía a Pedro el cuidado de sus ovejas (es decir, no lo dudo, de sus ovejas judías; es el apóstol de la circuncisión), y deja a Juan un período indefinido de estancia en la tierra. Sus palabras se aplican mucho más a su ministerio que a sus personas, con la excepción de un versículo que se refiere a Pedro. Pero esto exige un poco más de desarrollo.

El Señor comienza con la plena restauración del alma de Pedro. No le reprocha su falta, sino que juzga la fuente del mal que la produjo: la confianza en sí mismo. Pedro había declarado que, aunque todos negaran a Jesús, al menos él no lo negaría. Por eso el Señor le pregunta: «¿Me amas más que estos?» (v. 15). Y Pedro se ve obligado a reconocer que se requería la omnisciencia de Dios para saber que él, que se había jactado de tener más amor que todos los demás por Jesús, le tenía realmente algún afecto. Y la pregunta repetida tres veces debió de escudriñar las profundidades de su corazón. No fue sino hasta la tercera vez que dijo: «Tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (v. 17). Jesús no dejó tranquila su conciencia hasta que hubo llegado a esto. Sin embargo, la gracia que hizo esto por el bien de Pedro –la gracia que lo había seguido a pesar de todo, orando por él antes de que sintiera su necesidad o hubiera cometido la falta– es perfecta también aquí. Porque, en el momento en que se podía pensar que a lo sumo sería readmitido por la paciencia divina, se le prodiga el testimonio más fuerte de la gracia. Cuando es humillado por su caída, y es llevado a depender completamente de la gracia, se manifiesta una gracia infinita. El Señor le entrega lo que más amaba: las ovejas que acababa de redimir. Las confía al cuidado de Pedro. Esta es la gracia que está por encima de todo lo que el hombre es; que por consiguiente produce confianza, no en uno mismo, sino en Dios, como Aquel en cuya gracia siempre se puede confiar, como lleno de gracia y perfecto en esa gracia que está por encima de todo, y que siempre es ella misma; gracia que nos hace capaces de realizar la obra de gracia hacia –¿quién?– el hombre que la necesita. Crea confianza en proporción a la medida en que actúa.

Creo que las palabras del Señor se aplican a las ovejas ya conocidas por Pedro; y con las que solo Jesús había estado en conexión diaria; que naturalmente estarían ante su mente, y eso en la escena que vemos que este capítulo pone ante nosotros: las ovejas de la casa de Israel.

Me parece que hay progresión en lo que el Señor dice a Pedro. Le pregunta: «¿Me amas más que estos?». Pedro responde: «Tú sabes que te quiero». Jesús responde: «Apacienta mis corderos». La segunda vez dice solamente: «¿Me amas?», omitiendo la comparación entre Pedro y los demás, y su pretensión anterior. Pedro repite la declaración de su afecto. Jesús le dice: «Pastorea mis ovejas». La tercera vez le dice: «¿Me quieres?» utilizando la propia expresión de Pedro; y al responder Pedro, como hemos visto, aprovechando este uso de sus palabras por parte del Señor, le dice: «Apacienta mis ovejas». Los vínculos entre Pedro y Cristo conocidos en la tierra le hacían apto para apacentar el rebaño del remanente judío: apacentar a los corderos, mostrándoles al Mesías tal como él había sido, y actuar como pastor, guiando a los más adelantados y suministrándoles alimento.

22.6 - El deseo de Pedro de seguir al Señor concedido por la voluntad de Dios

Pero la gracia del amoroso Salvador no se detuvo aquí. Pedro aún podía sentir la pena de haber perdido semejante oportunidad de confesar al Señor en el momento crítico. Jesús le asegura que, si no lo había hecho por su propia voluntad, se le permitiría hacerlo por la voluntad de Dios; y así como cuando era joven se ceñía a sí mismo, otros lo ceñirían cuando fuera viejo y lo llevarían adonde él no quisiera. Por la voluntad de Dios le sería dado morir por el Señor, como antes se había declarado dispuesto a hacerlo por sus propias fuerzas. Ahora también que Pedro fue humillado y puesto enteramente bajo la gracia –que sabía que no tenía fuerzas– que sintió su dependencia del Señor, su total ineficacia si confiaba en su propio poder –ahora, repito, el Señor llama a Pedro para que le siga; lo que él había pretendido hacer, cuando el Señor le había dicho que no podía. Era esto lo que su corazón deseaba. Alimentando a aquellos a quienes Jesús había continuado alimentando hasta su muerte, debería ver a Israel rechazarlo todo, tal como Cristo los había visto hacerlo; y su propia obra terminar, tal como Cristo había visto terminar la suya (el juicio listo para caer, y comenzando en la Casa de Dios). Finalmente, lo que había pretendido hacer y no pudo, ahora lo haría: seguir a Cristo hasta la prisión y la muerte.

22.7 - La porción y el ministerio de Juan

Luego viene la historia del discípulo a quien Jesús amaba. Juan, que sin duda había oído la llamada dirigida a Pedro, le sigue también a él; y Pedro, unido a él, como hemos visto, por su común amor al Señor, pregunta qué le sucederá también a él. La respuesta del Señor anuncia la porción y el ministerio de Juan, pero, según me parece, en relación con la tierra. Pero la enigmática expresión del Señor es, sin embargo, tan notable como importante: «Si quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿qué a ti?» (v. 23). Pensaron, en consecuencia, que Juan no moriría. El Señor no lo dijo: una advertencia de no atribuir un significado a sus palabras, en vez de recibirlo; y al mismo tiempo mostrando nuestra necesidad de la ayuda del Espíritu Santo; porque las palabras literalmente podrían ser tomadas así. Prestando yo atención, confío, a esta advertencia, diré lo que creo que es el significado de las palabras del Señor, que no dudo que sea así, un significado que da una clave para muchas otras expresiones del mismo tipo.

22.8 - La conexión con la tierra en el Evangelio según Juan

En la narración del Evangelio, estamos en conexión con la tierra (es decir, la conexión de Jesús con la tierra). Como plantada en la tierra, en Jerusalén, la Asamblea, como Casa de Dios, es reconocida formalmente como ocupando el lugar de la Casa de Jehová en Jerusalén. La historia de la Asamblea, así establecida formalmente como centro en la tierra, terminó con la destrucción de Jerusalén. El remanente salvado por el Mesías ya no debía estar en relación con Jerusalén, el centro de la reunión de los gentiles. En este sentido, la destrucción de Jerusalén puso fin judicialmente al nuevo sistema de Dios sobre la tierra –un sistema promulgado por Pedro (Hec. 3); respecto al cual Esteban declaró a los judíos su resistencia al Espíritu Santo, y fue enviado, por así decirlo, como mensajero tras Aquel que se había ido para recibir el reino y volver; mientras que Pablo –elegido de entre los enemigos de la buena nueva dirigida todavía a los judíos por el Espíritu Santo después de la muerte de Cristo, y separado de judíos y gentiles, para ser enviado a estos últimos– realiza una nueva obra que estaba oculta a los profetas de antaño, a saber, la reunión de una Asamblea celestial sin distinción de judíos o gentiles.

22.9 - El alcance del ministerio de Juan

La destrucción de Jerusalén puso fin a uno de estos sistemas y a la existencia del judaísmo según la Ley y las promesas, dejando solo la Asamblea celestial. Juan permaneció –el último de los doce– hasta este período, y después de Pablo, para velar por la Asamblea establecida sobre esa base, es decir, como el marco organizado y terrenal (responsable en ese carácter) del testimonio de Dios, y el sujeto de su gobierno en la tierra. Pero esto no es todo. En su ministerio, Juan continuó hasta el fin, hasta la venida de Cristo en juicio a la tierra; y ha vinculado el juicio de la Asamblea, como el testigo responsable en la tierra, con el juicio del mundo, cuando Dios reanude su conexión con la tierra en gobierno (habiendo terminado el testimonio de la Asamblea, y habiendo sido arrebatada, según su carácter propio, para estar con el Señor en el cielo).

22.10 - El alcance del Apocalipsis

De este modo, el Apocalipsis presenta el juicio de la Asamblea en la tierra, como el testigo formal de la verdad; y luego pasa a la reanudación del gobierno de la tierra por parte de Dios, en vista del establecimiento del Cordero en el trono, y la eliminación del poder del mal. El carácter celestial de la Asamblea solo se encuentra allí, cuando sus miembros son exhibidos en tronos como reyes y sacerdotes, y cuando las bodas del Cordero tienen lugar en el cielo. La tierra –después de las siete iglesias– ya no tiene el testimonio celestial. No es el sujeto, ni en las siete asambleas, ni en la parte propiamente llamada profética. Así, tomando las asambleas como tales en aquellos días, la Asamblea según Pablo no se ve allí. Tomando las asambleas como descripciones de la Asamblea, el sujeto del gobierno de Dios en la tierra, la tenemos hasta su rechazo final; y la historia es continua, y la parte profética inmediatamente conectada con el fin de la Asamblea: solo que, en lugar de ella, tenemos el mundo y luego los judíos[70].

[70] Así tenemos en la vida ministerial, y en la enseñanza, de Pedro y Juan, toda la historia religiosa terrenal desde el principio hasta el fin; comenzando con los judíos en la continuación de las relaciones de Cristo con ellos, atravesando toda la época cristiana, y encontrándose de nuevo, después del fin de la historia terrenal de la Asamblea, en el terreno de la relación de Dios con el mundo (comprendiendo el remanente judío) en vista de la introducción del Primogénito en el mundo (el último acontecimiento glorioso que termina la historia que comenzó con Su rechazo).

Pablo está en un terreno muy diferente. Él ve la Asamblea, como el Cuerpo de Cristo, unido a él en el cielo.

22.11 - La venida de Cristo y el ministerio de Juan

La venida de Cristo, por lo tanto, de la que se habla al final del Evangelio, es su manifestación en la tierra; y Juan, que vivió en persona hasta el final de todo lo introducido por el Señor en relación con Jerusalén, continúa aquí, en su ministerio, hasta la manifestación de Cristo al mundo.

22.12 - La enseñanza de Juan y la obra de Pedro y Pablo

En Juan, pues, tenemos dos cosas. Por un lado, su ministerio, en lo que se refiere a la dispensación y a los caminos de Dios, no va más allá de lo terrenal: la venida de Cristo es su manifestación para completar esos caminos y establecer el gobierno de Dios. Por otra parte, nos vincula con la Persona de Jesús, que está por encima y fuera de todas las dispensaciones y de todos los tratos de Dios, salvo como manifestación de Dios mismo. Juan no entra en el terreno de la Asamblea tal como lo expone Pablo. Es Jesús personalmente, o las relaciones de Dios con la tierra[71]. Su epístola presenta la reproducción de la vida de Cristo en nosotros mismos, protegiéndonos así de todas las pretensiones de los maestros perversos. Pero por estas dos partes de la verdad, tenemos un precioso sostén de la fe que se nos da, cuando todo lo que pertenece al Cuerpo del testimonio puede fallar: Jesús, personalmente el objeto de la fe en quien conocemos a Dios; la vida misma de Dios, reproducida en nosotros, como vivificados por Cristo. Esto es para siempre verdad, y esto es vida eterna, si estuviéramos solos sin la Asamblea en la tierra; y nos conduce sobre sus ruinas, en posesión de lo que es esencial, y de lo que permanecerá para siempre. El gobierno de Dios decidirá todo lo demás: solo que es nuestro privilegio y deber mantener la parte de Pablo del testimonio de Dios, mientras por gracia podamos.

[71] Juan presenta al Padre manifestado en el Hijo, a Dios declarado por el Hijo en el seno del Padre, y eso además como vida eterna –Dios para nosotros, y vida. Pablo se emplea para revelar nuestra presentación a Dios en él. Aunque cada uno alude de pasada al otro punto, uno se caracteriza por la presentación de Dios a nosotros, y la vida eterna dada, el otro, por nuestra presentación a Dios.

Obsérvese también que la obra de Pedro y Pablo es la de reunir, ya sea los de la circuncisión o a los gentiles. Juan es conservador, manteniendo lo que es esencial en la vida eterna. Relata el juicio de Dios en relación con el mundo, pero como un tema que está fuera de sus propias relaciones con Dios, que se dan como introducción y exordio al Apocalipsis. Sigue a Cristo cuando Pedro es llamado, porque, aunque Pedro estaba ocupado, como lo había estado Cristo, con la llamada de los judíos, Juan –sin ser llamado a esa obra– le seguía por el mismo motivo. El Señor lo explica, como hemos visto.

22.13 - La plenitud inagotable de todo lo que hizo Jesús

Los versículos 24 y 25 son una especie de inscripción en el libro. Juan no ha relatado todo lo que Jesús hizo, sino lo que lo reveló como vida eterna. En cuanto a sus obras, no se pueden contar.

He aquí, gracias a Dios, estos cuatro preciosos libros expuestos, en la medida en que Dios me ha permitido hacerlo, en sus grandes principios. La meditación sobre su contenido en detalle, debo dejarla a cada corazón individual, asistido por la poderosa operación del Espíritu Santo; porque si se estudiaran en detalle, casi se podría decir con el apóstol que el mundo no contendría los libros que deberían escribirse. ¡Que Dios en su gracia guíe a las almas al disfrute de las inagotables corrientes de gracia y verdad en Jesús que contienen!