Cómo trabaja Dios

Un aspecto de la Epístola a los Romanos


person Autor: Jean KOECHLIN 75

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


1 - Introducción

Varios temas son desarrollados en esta epístola. El primero es el Evangelio (o buena nueva). Esta palabra es empleada cuatro veces en el primer capítulo (v. 1, 9, 15 y 16). El Evangelio generalmente es considerado como el anuncio de la salvación, el punto de partida de la vida cristiana. No obstante, en el versículo 15 del primer capítulo, Pablo se propone anunciarlo a creyentes, lo que prueba que el Evangelio va más allá de la salvación del alma y abarca todo el pensamiento de Dios revelado al hombre, todo el plan de Dios acerca de él.

Un segundo tema es la justicia (1:17). Dios es un Dios justo y, si él le ofrece su justicia al hombre, es porque este tiene necesidad de ella. Por tal causa, primeramente, debe convencer al hombre de injusticia y llegar a esta declaración: «No hay justo, ni aun uno» (3:10).

Un tercer tema es la obra de Dios (14:20). A través de esta epístola vemos a Dios trabajando. Empieza por poner de lado las obras del hombre y hace sucesivamente una obra:

  • por nosotros (hasta el cap. 5:11),
  • en nosotros (a partir del cap. 5:12),
  • por medio de nosotros (a partir del cap. 12).

Este aspecto de la obra de Dios es el que vamos a considerar en este estudio.

2 - La necesidad de la obra de Dios (cap. 1 al 3:20)

Mientras el hombre tenga confianza en sí mismo, no está preparado para confiar en Dios y dejarlo trabajar; es necesario, pues, quitarle sus ilusiones.

Observamos el mismo plan en el libro de Isaías, en el cual Dios debe declarar desde el principio (2:22): «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz». Luego, progresivamente, es introducido Aquel a quien Dios envía, primeramente, a su pueblo Israel, pero también para ser «luz de las naciones» y su «salvación hasta lo postrero de la tierra» (49:6). Asimismo, en el Éxodo, Israel se nos presenta primeramente bajo la esclavitud en Egipto, sin ninguna posibilidad de romper su yugo, para que se pueda comprobar luego lo que Dios hace por él. Lo libera, pero va más allá: hace de él su pueblo, un pueblo de adoradores en medio del cual levantará su tabernáculo (40:34).

La estructura de la epístola a los Romanos es la misma que la que se puede ver en el libro de Isaías y en el Éxodo.

En los tres primeros capítulos de Romanos encontramos ante todo un triste retrato moral del hombre.

En primer lugar, un retrato del pagano. Frecuentemente se pregunta qué hará Dios de aquellos que no hayan oído el Evangelio. El versículo 20 del primer capítulo nos dice que todo hombre está dotado de una inteligencia que le permita ver a Dios en la creación; pero, por no haberlo glorificado ni haberle dado gracias, de una manera general, la criatura se hundió en la idolatría y en la degradación moral. Es espantoso el cuadro que encontramos al final del primer capítulo. El hombre pone por delante sus progresos intelectuales, técnicos, científicos; pero lo que le interesa a Dios, lo que es importante a sus ojos, no son las capacidades de las que Él mismo dotó a su criatura, sino el lado moral, el corazón del hombre. Y en ese sentido la Escritura comprueba que «toda cabeza (los pensamientos) está enferma, y todo corazón (los afectos) doliente. Desde la planta del pie (la marcha) hasta la cabeza no hay en él cosa sana» (Is. 1:5-6).

Ciertamente no todos cometieron las abominaciones descritas en este primer capítulo, pero al final de esta descripción se nos habla de aquellos que «se complacen con los que las practican» (Rom. 1:32). Como se debe vivir en un mundo lleno de inmoralidad y violencia, en el cual todo está expuesto de manera tal que el pecado aparezca como algo sin importancia e incluso atractivo, el sentimiento del pecado no solamente se embota, sino que no aborrecemos el mal (12:9) e incluso estamos en peligro de interesarnos en él.

Al comienzo del capítulo 2 encontramos un segundo retrato. Vemos al hombre que ha progresado en civilización y cultura: los moralistas, aquellos que saben explicar a los demás lo que deben o no deben hacer. Es la prueba de que el ser humano posee una conciencia. En efecto, al descubrir la falla en el vecino, él se acusa a sí mismo, pues sabe lo que hace falta hacer y no hacer, pero igualmente cae en los mismos extravíos. Así la conciencia acusa al hombre antes que excusarlo (2:15).

Finalmente, un tercer retrato nos describe al judío, ese hombre privilegiado que recibió la Palabra de Dios y gozó de una relación oficial con Dios. Conoce la expresión de Su voluntad, sus exigencias, y se vale de ellas precisamente para transgredirlas. De manera constante el judío se consideraba por encima de los «pecadores de entre los gentiles» (Gál. 2:15). Pero su privilegio lo condenaba. La ley le mostraba lo que Dios quería y lo que él era incapaz de respetar. Hoy podemos extender este tercer retrato a todos aquellos que poseen la Biblia y no hacen más que practicar una mera profesión de cristianismo.

Encontramos en el Salmo 19, aunque en un orden diferente, estas tres formas del testimonio dado al hombre:

• por medio de la creación (v. 1 al 6),

• por medio de la Palabra (v. 7 al 11),

• por medio de la conciencia (v. 12 al 14).

De manera que Dios tiene un lenguaje para todas sus criaturas, incluso para aquellas que jamás han tenido ocasión de escuchar el Evangelio, y su conclusión –cualquiera sea el estado del hombre– la encontramos en el capítulo 3: «todos están bajo pecado», «no hay justo» (v. 9-10); «no hay quien entienda» (v. 11); «todos se hicieron inútiles» (v. 12). ¡Qué balance! ¿Lo encontramos demasiado severo? Dios se debe a sí mismo –y nos debe a nosotros, tal como un médico escrupuloso– decirnos la verdad. Y en los versículos 22 y 23 Dios pronuncia su veredicto definitivo: «No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios». Si bien nosotros hacemos fácilmente muchas diferencias entre las personas, a los ojos de Dios no hay ninguna, sino que toda la humanidad está englobada en estos versículos 10 a 12.

Dios, pues, hace tabla rasa con las pretensiones del hombre y le ofrece su gracia. Cuando queremos construir algo en un terreno ocupado por viejos edificios en ruinas, primeramente, hace falta demolerlos. La ruina del hombre es una verdad sólidamente establecida por la Escritura y debemos reconocerla antes de dar un paso más.

3 - Lo que hizo Dios por nosotros (cap. 3:21 al 5:11)

Después de tal comprobación que nos hundiría en la desesperación, ¿no es maravilloso leer enseguida, en la misma frase, que Dios nos declara «justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús»? (3:24). Gratuitamente deriva de la palabra «gracia». Es, pues, una repetición hecha a propósito, como para confirmarnos de parte de Dios que lo que él nos da viene solamente de él.

El deseo de Dios es que estemos de acuerdo con él en cuanto al juicio que hace recaer sobre nuestro pasado, y entonces nos ofrece gratuitamente lo que ha preparado para nosotros. ¿Qué ha preparado? ¿De qué tienen necesidad los injustos? De justicia.

Un don, por grande que sea, solo llega a pertenecerme si lo acepto. El final del capítulo 3 nos muestra la parte que Dios se asignó. El capítulo 4 nos muestra la parte que le corresponde al hombre: aceptar por medio de la fe el don que se le hace. Para confirmarlo mejor tenemos, en el capítulo 4, un ejemplo ilustre en la persona de Abraham. Por fiel que haya sido, pese a todas las obras que podrían destacar a un hombre como él, ¡solo por medio de la fe fue justificado! Lo fue antes del pacto de la circuncisión, prueba de que el medio de salvación es la fe y de que él se extiende a todos los hombres y no solo a los judíos. No hay ninguna diferencia en cuanto al don: la justicia gratuita que la gracia de Dios ofrece a todos. No hay tampoco ninguna diferencia en cuanto al medio de apropiársela, el cual es el de la fe sin obras. Y entonces se hace oír un grito de gozo en el capítulo 5:1-2.

Pese a estar nosotros sin fuerza, y ser impíos, pecadores y enemigos, hemos encontrado, en el amor de Dios que da a su Hijo, la paz, la reconciliación y todos nuestros grandes motivos de gloria y de gozo. La cuestión de los pecados cometidos ha sido regularizada, la pesada deuda moral fue pagada por Otro, el hombre es hecho limpio para entrar en el cielo y estar en presencia del Dios santo. Sus pecados son perdonados, pero ahora se plantea otra cuestión: la naturaleza pecadora, el árbol que ha producido esos frutos, la fuente de la cual fluye esa agua corrompida. Y entonces Dios va a hacer otro trabajo: después de haber trabajado por nosotros –y fuera de nosotros– va a realizar una obra en nosotros. Generalmente, esta nos resulta mucho menos agradable, porque Dios nos enseña a conocernos a nosotros mismos y este conocimiento nos provoca vergüenza y confusión.

4 - Lo que hace Dios en nosotros (cap. 5:12 al 7)

En el capítulo 5:12-21 nos son presentadas dos cabezas de linaje y sus respectivas familias. Por nacimiento pertenecemos al linaje de Adán, el que moralmente se reproduce semejante a sí mismo de generación en generación: linaje de pecadores, de desobedientes, de transgresores y, por ello, estamos condenados a muerte, según la sentencia dictada por Dios en el huerto de Edén. No hay otra salida: Dios no repara lo que el hombre ha estropeado. Lo que hace es introducir un nuevo hombre, su Hijo, cabeza de una nueva familia a la cual pertenece desde entonces todo hijo de Dios. Sin duda, la vieja naturaleza siempre está en el creyente, pero Dios ha solucionado ese problema, pues ante él no hay lugar para dos hombres: la muerte que merecía el hombre en Adán fue soportada por Cristo en la cruz y, como consecuencia, el creyente puede considerar a esta naturaleza como definitivamente puesta de lado por Dios.

En el capítulo 6 encontramos el tema de la liberación, palabra magnífica, sinónima de libertad. Esta es una Buena Nueva, y pertenece a esa buena nueva que es todo el Evangelio completo.

¿De qué somos liberados?

De la carne, del «yo» y de la confianza que él inspira, de las ilusiones sobre el bien que existe en la naturaleza humana; ahí es donde Dios quiere llevarnos: a estar enteramente de acuerdo con él sobre ese tema. Y ¿cómo somos liberados? Por medio de la muerte. Pero «muerte», en la Escritura, no significa inexistencia ni anonadamiento. Ese estado indica una separación, una ausencia de relación, el hecho de que Dios no puede reconocer algo. Por ejemplo, en Efesios 2:1, aquellos que estaban muertos en sus delitos y pecados estaban muy vivos en cuanto a la carne. En Apocalipsis 20:12, ante el gran trono blanco, vemos a los muertos, grandes y pequeños, de pie; y sabemos que la segunda muerte es una existencia eterna lejos de Dios.

Los miembros del hombre –sus múltiples facultades, empleadas hasta entonces, no siempre para hacer el mal grosero, pero siempre obrando para sí mismo, para su propia satisfacción– van a cambiar de propietario en el hombre creyente. Esos miembros –nuestra lengua, nuestra inteligencia, nuestra memoria– no son más que instrumentos neutros que están bajo cierta dirección. Helos aquí liberados de la sumisión obligatoria al «yo» por medio de la «muerte» de este; están a disposición de otra autoridad que sustituye a la primera. Cristo va a utilizar esos mismos miembros –que en otro tiempo estaban al servicio del «yo», de las concupiscencias, del pecado, del mundo– para un nuevo servicio: van a convertirse en instrumentos de justicia (6:13 al final).

Pero, en la práctica, esta nueva autoridad no siempre se ejerce, y la carne, saliendo de su lugar (la muerte), por momentos se atribuye derechos que ha perdido. De ahí la exhortación del versículo 11: «consideraos muertos»; vigilad la carne, mantenedla donde Dios la puso, no la dejéis volver a tomar el control de lo que no le pertenece más. Tenernos por muertos es efectuar prácticamente esta destitución del «yo», es ese hecho consistente en que nuestras facultades, nuestra inteligencia, nuestra memoria, nuestras capacidades, todo en nosotros tenga, en adelante, un nuevo dueño y quede a la disposición de Él. Jesús ya lo dijo: «Ninguno puede servir a dos señores» (Mat. 6:24). Es esta una verdad de la que tenemos que apoderarnos por medio de la fe, como lo hicimos con el perdón de los pecados.

La liberación de un creyente es, pues, un acto de fe de su parte, como la conversión, y no hay razón para creer que es necesario llegar al final de la carrera cristiana para que sea una realidad. Pero está por un lado el principio y por otro, la experiencia práctica y sabemos que tenemos tendencia a sustraer al Señor lo que le pertenece para volver a ponerlo al servicio del «yo».

En el capítulo 7:12-24 asistimos a un combate desalentador. Un hombre se debate; tiene la vida de Dios, sabe lo que es el bien, pero no tiene la fuerza para hacerlo o, más bien, busca la fuerza en sí mismo, es decir, donde ella no está. A lo largo de todo este capítulo, este pobre creyente está ocupado de sí mismo; encontramos por lo menos veinte veces «yo», «mí», «me»: el «yo» es el centro. Este hombre procura desembarazarse de sus inclinaciones, busca satisfacer a Dios, pero va de fracaso en fracaso. ¿Quién de entre nosotros no ha hecho esta experiencia? Tomamos una buena resolución, y ¡cuán pronto se esfuma!

Entonces, ¿no debemos hacer ningún esfuerzo, puesto que es inútil? ¿Debemos despreocuparnos de todo?

Sí, hay esfuerzos que hacer, pero de ninguna manera en ese sentido. En un ejército que está en el frente de batalla, la vigilancia del centinela exige un esfuerzo diferente al del combatiente, pero la victoria depende de aquél en gran medida. Mantener la carne en la muerte, cultivar la comunión con el Señor, no es poca cosa. Y en eso consiste nuestro esfuerzo, lo que solo es posible por medio del Espíritu Santo: permanecer cerca del Señor para que, cogidos de su mano, finalmente comprendamos que tenemos necesidad de él para todo. Separados de él, nada podemos hacer (Juan 15:5). Y, al final de este capítulo 7, oímos a este creyente, quien se ha debatido como en un pantano, exclamar por fin: “No me puedo liberar a mí mismo; tengo necesidad de que se me tienda una mano”. «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» “Por mí mismo eso es imposible”. Y el Señor espera a que hayamos hecho esta experiencia –que puede ser más o menos larga y penosa– para dársenos a conocer como el gran liberador.

Así, a medida que la gracia de Dios trabaja en nosotros, Dios nos hace perder poco a poco nuestra confianza en nosotros mismos, para enseñarnos a confiar plenamente en él. Nuestras decepciones provienen de que esperamos encontrar algún bien en el hombre. Nos hace falta aprender y experimentar que todo lo que no encontramos en nosotros, lo podemos esperar de Jesucristo, nuestro Señor, y en eso reside la verdadera felicidad para nosotros.

5 - Lo que hizo Dios de nosotros (cap. 8)

El capítulo 8 nos muestra en qué libertad y qué gozo se encuentra ahora el alma liberada. Ella tenía la vida, pero le faltaba la fuerza (cap. 7), y esta fuerza, este poder, le es dado por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo mora en esa vasija humana que es el corazón del creyente, pero es necesario que esa vasija se encuentre en un estado conveniente y, en primer lugar, vacía de uno mismo para poder ser llenada, ya que nada podemos meter en una vasija que no esté vacía (véase 2 Reyes 4:3).

Con el Espíritu vienen también la inteligencia y el amor. En este capítulo 8 encontramos, pues, al creyente que ha sido enseñado a poner de lado todas las pretensiones del hombre y cuyo espíritu ahora está abierto: Cristo ha sustituido al «yo»; él está «en Cristo Jesús» (8:1). Su fe se apodera de ese hecho y la experiencia prosigue. Su inteligencia se va a abrir y descubrirá un conjunto de verdades de un alcance extraordinario:

1. No solamente va a descubrir lo que Dios ha hecho por él, sino también lo que Dios ha hecho de él: su propio hijo, poseedor de la facultad de emplear esa palabra tan llena de dulzura y cariño: «Abba» (v. 15), la que el mismo Señor empleó en Getsemaní (Marcos 14:36). Y, como consecuencia, tiene una herencia con todos los hijos, quienes son «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom. 8:17).

2. El propósito de Dios es hacernos conformes a la imagen de su Hijo, expresión que es la clave de este capítulo. En efecto, parecerse a su Hijo es la perfección del hombre, hoy tan solo moral, pero pronto total, en gloria, es decir, también corporal cuando seamos desembarazados de nuestra vieja naturaleza. La obediencia, la paciencia, la sabiduría, la devoción, todas esas glorias morales del Primogénito, infinitamente preciosas para el corazón del Padre, él desea verlas reproducidas en sus hijos, en todos los miembros de su familia.

3. Dios también quiere hacernos comprender dónde estamos: en una creación que suspira, que sufre (8:22). Y nosotros no podemos ser indiferentes a ello. Un hijo de Dios no puede sino sufrir comprobando el ultraje que el pecado constituye a los ojos de Dios, la indiferencia de los hombres ante el ofrecimiento de la gracia, el espectáculo de esta pobre humanidad que se precipita con los ojos cerrados hacia el juicio. Cuando el Señor estuvo aquí abajo, merced a su extrema sensibilidad sintió más que nadie el insulto hecho a Dios por el pecado y por todas las miserias que resultaban de este para la criatura misma (véase Marcos 7:34; 8:12). La tentación es, para el hijo de Dios, un motivo de sufrimiento. Ya no está en la carne (Rom. 8:9), pero todavía tiene la carne en él, caracterizada en los versículos 6-7.

4. Los suspiros del capítulo 8:23 no deben ser confundidos con los murmullos que expresan un estado de insatisfacción, el deseo de algo que Dios no nos ha dado. Tampoco son los suspiros de desaliento del capítulo 7, sino ciertamente los suspiros de un alma que siente hondamente el estado moral de este mundo y las servidumbres de su condición actual.
Pero también aprendemos con qué recursos somos dejados en tal mundo: esencialmente la presencia del Espíritu Santo en nosotros, intercesor en la tierra (8:26) y la presencia del Señor en lo alto, nuestro intercesor en el cielo (v. 34).

5. Igualmente somos hechos capaces de discernir, por la fe, la mano de Dios detrás de los motivos ocultos e interpretar todas las circunstancias de nuestra vida a la luz del precioso versículo 28. El trabajo de Dios*1, tema de nuestra epístola, no son solamente las grandes cosas ejecutadas a nuestro favor: justificación, redención, reconciliación, liberación… Utilizadas por Él, todas las cosas, aun las más pequeñas, las menos agradables, son las herramientas de las cuales Dios se sirve para el bien de aquellos que lo aman, bien que consiste en hacerlos conformes al Primogénito. Dios se interesa en todos los detalles de nuestra vida, la que está enteramente bajo su control.

*1 En el Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español (Lacueva), podemos apreciar que el verbo empleado en el versículo 28 (en griego: sunergei) significa literalmente «obrar juntamente». Otra versión utiliza «trabajar». En esta epístola, que nos describe la obra de Dios, este último verbo ocupa un lugar particular.

6. También aprendemos por qué estamos en la tierra. Por cierto, tenemos las lecciones de los capítulos 5, 6 y 7, pero estas son sobre todo lecciones negativas, y no somos dejados aquí abajo únicamente para aprender eso. Hay, afortunadamente, un preciado lado positivo del conocimiento que nos da el Espíritu Santo: es conocer el amor de Dios y el amor de Cristo (8:35, 39). En primer lugar, el amor de Dios, quien nos dio a Jesús y quien con él nos da todas las cosas (v. 32). Seguidamente el amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro, de cuyo amor haremos la experiencia práctica y personal justamente en las dificultades (v. 39). El Señor jamás le prometió al creyente darle después de su conversión una vida más fácil que la que tenía antes. Lo que cambia, con la vida divina, es la manera de atravesar las circunstancias, y cada una de estas es, para Dios, un medio de enseñarnos a conocer el amor del Señor de una manera nueva. Tenemos, entre otras cosas, la palabra «tribulación» –con frecuencia utilizada en la Escritura (2 Cor. 1:4; Rom. 5:3)– la que proviene del latín «tribulum» (instrumento para trillar el trigo). De modo que esta palabra nos habla de golpes dolorosos, pero necesarios, para despojarnos de la cascarilla inútil y, al mismo tiempo, recoger fruto. Cada una de nuestras pruebas o dificultades es una ocasión para conocer el amor del Señor bajo un aspecto del que jamás habríamos hecho la experiencia de otra manera. Porque este amor se manifiesta y acompaña todas las formas de pruebas o dificultades que enfrentamos.

En todas estas cosas, pues, puede haber una victoria: «somos más que vencedores» (8:37) porque tiene como resultado una experiencia, un fruto producido para gloria de Dios. La prueba o dificultad no solamente ha sido soportada con resignación, sino que también ha sido atravesada haciendo una nueva experiencia de la gracia.

Y este capítulo 8, que comenzaba por «ninguna condenación hay», termina por «ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios».

6 - Lo que hace Dios para Israel y las naciones (cap. 9 al 11)

En los capítulos 9 al 11, la inteligencia espiritual continúa desarrollándose y el Espíritu nos enseña que el Señor es no solamente aquel que nos ama, sino también aquel que es perfectamente sabio y soberano.

¿Por qué, por ejemplo, Israel fue puesto momentáneamente de lado para provecho de las naciones? No tenemos por qué discutir esto; Dios es soberano y cumplirá enteramente su propósito. Ni una de sus palabras, ni una de sus promesas dejará de cumplirse e Israel será finalmente salvado. Pero nosotros somos el pueblo celestial, es decir, una categoría de personas extraordinariamente privilegiadas y tenemos una vocación única en medio de todas las categorías de criaturas.

El capítulo 11 termina, pues, con una alabanza que exalta la sabiduría de Dios; el creyente adora. Observemos, de paso, que, si el reconocimiento y la acción de gracias se refieren más bien al don, la adoración se relaciona con el dador; ella es lo que se produce en el corazón a causa de la contemplación de una Persona.

Podríamos comprender sin dificultad que la epístola terminase con estos acentos de alabanza del capítulo 11, pero continúa ahora con otra forma del trabajo de Dios, no ya por nosotros y en nosotros, sino por medio de nosotros.

7 - Lo que hace Dios por medio de nosotros (cap. 12 al 15)

Lo que enlaza los capítulos 11 y 12 es el «así que» del capítulo 12:1: «Así que, hermanos, os ruego…». Si Dios ha hecho por nosotros cosas tan grandes, debe obtener de nuestra parte, como respuesta, una consagración práctica, como ejecución de los derechos que el amor del Señor tiene sobre nosotros. Observemos que el Señor jamás pidió a alguien al que había curado que le siguiera o le sirviera. Pero vemos, por ejemplo, a Bartimeo, quien, habiendo arrojado su capa, siguió espontáneamente al Señor (Marcos 10:46-52), y al llamado «Legión», quien, una vez curado, rogaba al Señor que le permitiese acompañarlo (5:2-20).

Para hacer un trabajo con una herramienta hay que empezar por prepararla para ese trabajo. Eso es lo que Dios hace: forma el instrumento antes de utilizarlo. Lo que Dios hace para nosotros y en nosotros precede, normalmente, a lo que él hace por medio de nosotros. En la Palabra tenemos el ejemplo de muchos siervos que pasaron largo tiempo puestos aparte antes de ser empleados en el servicio, con el fin de que este fuera útil y eficaz.

En el capítulo 12 encontramos entonces una lista no limitativa de los servicios preparados para que los ejecuten los instrumentos que acaban de ser formados con ese fin. Esta porción comienza por «las compasiones de Dios», recuerdo del amor del Señor y de los derechos de este amor sobre nosotros. No encontramos ahí una enumeración de obras legales que hacer –o no hacer–, sino de actividades (el cristiano es exhortado a ser activo) puestas ante un corazón que ha discernido la grandeza del amor de Cristo y que responde a él, comprendiendo, sin embargo, que todo lo que pueda ser hecho no será más que insignificante, teniendo en cuenta lo que él hizo por nosotros. Cualquiera sea la índole de lo que nos haya confiado, siempre seremos siervos inútiles (Lucas 17:10). Pero Dios quiere hacernos probar el gozo de su servicio, este gozo de un corazón decidido y devoto hacia él, gozo que fue el del Señor mismo cuando estuvo aquí abajo.

En el primer párrafo del capítulo 12 tenemos, pues, una lista de servicios que esperan, por así decirlo, que los obreros sean impulsados a participar de la mies. Pero, para eso, hace falta ser transformado (v. 2). La palabra empleada en el original es «metamorfosis», de manera que se refiere a una transformación total de nuestro espíritu, la que nos hace atribuir gran valor a lo que antes no lo tenía y, por el contrario, poner de lado lo que antes era importante a nuestros ojos, empezando por el «yo». Se ha producido un cambio completo en nuestra escala de valores: ahora vemos las cosas como Dios las ve. Él nos ha conducido a esta nueva manera de pensar –que es la suya– a través de las experiencias de los capítulos precedentes y por el don del Espíritu Santo. En efecto, únicamente este tiene la facultad de renovar nuestro entendimiento y nuestros pensamientos para hacernos encontrar «buena… agradable y perfecta» (v. 2) la voluntad de Dios, la que antes habría podido parecernos penosa y apremiante. Al hombre natural no le agrada ser sometido a la voluntad de un amo. Pero, si comparte con ese amo los mismos sentimientos y deseos, entonces aquella sumisión ya no cuesta: este es el cambio que produce el amor.

También nos hace falta discernir este pensamiento de Dios, y para ello pedirlo, buscarlo y esperarlo; no debemos actuar sin esta dirección. ¿Cómo emprender un servicio cualquiera sin las instrucciones del Señor? Pero se trata de un sacrificio vivo y de un servicio racional (o inteligente). El Espíritu Santo en nosotros sustituye las largas y detalladas instrucciones del Antiguo Testamento, especialmente en cuanto a las funciones de los sacerdotes y levitas.

Es muy notable que antes de indicar cualquier servicio se haga mención de la humildad (12:3): no olvidemos que es siempre la gracia de Dios la que trabaja. Esto también nos es presentado en Efesios 2, donde el orden es el siguiente: por lo que concierne la salvación, las obras del hombre son dejadas de lado; la obra de Dios es el creyente mismo: «somos hechura suya» (v. 10); solo después se habla de buenas obras en las que debemos andar, pero es Dios quien las preparó para nosotros. Estas obras son las de Dios y no tenemos que glorificarnos por ellas (1 Corintios 15:10).

Además de la enumeración de los servicios se nos señalan en este capítulo 12 las ocasiones para cumplirlos: relaciones del hombre con Dios (v. 1-8), de los creyentes entre sí (v. 9-16) y relaciones con los demás hombres (v. 17-21).

En los capítulos 13 al 15 encontramos detalles de la vida cristiana que son aplicaciones prácticas de lo que hemos visto en los capítulos precedentes. Pablo, el autor de la epístola, nos habla de su propio ejemplo de siervo activo.

8 - Frutos del trabajo de Dios (cap. 16)

Como culminación de este trabajo de Dios, nos es agradable ver el resultado de él en el capítulo 16. Hay allí un conjunto de personas que son nombradas y señaladas como el fruto del trabajo de Dios: para ellas, en ellas y por medio de ellas. El Señor, a través del apóstol, tiene algo que decir de cada una de ellas. Vemos allí como una muestra de la visión que tendremos en la eternidad: lo que el Señor habrá hecho para, en y a través de cada uno de los suyos durante toda la historia del hombre en la tierra.

9 - Conclusión

Para terminar, deseamos dejar sobre la conciencia de cada uno la cuestión de saber a qué etapa hemos llegado en lo que es el plan general de Dios para cada uno de nosotros.

1. ¿Estamos todavía en los tres primeros capítulos? Entonces nuestros pecados están todavía sobre nosotros y el juicio está aún ante nosotros.

2. ¿Hemos llegado al capítulo 5? Si es así, henos aquí rescatados, salvados, habiendo hecho la experiencia de que somos justificados por la fe. Pero Dios quiere hacer más.

3. ¿Hemos atravesado los capítulos 6 y 7 que nos muestran el trabajo de Dios en nosotros? La prueba del hombre en Adán ¿es cosa definitivamente archivada para nosotros, como lo es para Dios?

4. ¿Hemos llegado –como lo esperamos– al capítulo 8, que es un capítulo triunfante, ante el cual los ojos y el corazón se abren para comprender la grandeza de lo que el Señor ha hecho de nosotros?

5. Entonces tengamos conciencia de que su gracia ha puesto ante cada uno de nosotros tal o cual servicio, como lo vemos en el capítulo 12. Uno o varios servicios confiados a estos instrumentos formados por Él con tanta paciencia y sabiduría. ¡Que sepamos discernirlos a fin de poder hacer algo para su gloria!

Y así con reconocimiento podremos vernos en ese cortejo de creyentes como aquellos presentados en el capítulo 16 (en oposición a aquellos de 1 Cor. 3:15), cómo el Señor los ve, amándolos, teniendo algo que decir de cada uno y consignándolo en el Libro de la Eternidad, como Él lo hizo aquí en su Palabra (véase 2 Cor. 5:9-10; Fil. 4:3).

Frente a todas las maravillas así desplegadas ante nosotros, bien podemos exclamar con el apóstol: «Al único y sabio Dios, sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén» (Rom. 16:27).