La Iglesia

Extracto de la «Introducción al estudio de la profecía»


person Autor: Marc TAPERNOUX 8

flag Temas: ¿Qué es la Asamblea? El arrebato de los santos


1 - El origen y la posición de la Iglesia

1.1 - Los creyentes ante la Iglesia

La palabra «Iglesia» se deriva de un término griego que significa «llamado fuera de». La Iglesia está, de hecho, compuesta por todos los que, creyendo en el Señor Jesús, son «llamados» fuera del mundo para convertirse en miembros del cuerpo de Cristo, por el poder del Espíritu Santo (1 Corintios 12:27). Ya no hay ninguna distinción entre judíos y gentiles, ya que Dios extrae un «pueblo para su nombre» (Hechos 15:14) de entre los judíos y de entre los gentiles. «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres» (1 Corintios 12:13). El bautismo del Espíritu Santo tuvo lugar una vez por todas en el día de Pentecostés (Hechos 2). La historia de la Iglesia aquí abajo ha comenzado en Pentecostés y no terminará hasta que el Señor regrese, cuando venga a arrebatarla a su encuentro en el aire. Anteriormente, había creyentes cuyos nombres e historias nos son reportados en el Antiguo Testamento: Abel, Enoch, Abraham, etc. Aunque estos hombres se beneficiaban, por anticipación, de la obra de Cristo, no estaban unidos en un solo cuerpo. Había una nación que Dios puso aparte para él – el pueblo de Israel – pero la mayoría de los individuos que la componían eran infieles a Dios, por lo que tuvo que castigarlos en varias ocasiones e incluso, finalmente, romper su relación con ellos. La Iglesia está, en cambio, compuesta exclusivamente de redimidos del Señor, llamados fuera del mundo para estar unidos en un solo cuerpo mediante la cruz, formando así una «morada de Dios en el Espíritu» (Efesios 2:16, 22). Pero si la Iglesia se compone solamente de los que han nacido de nuevo, hay que entender que todos los creyentes, sin excepción, hacen parte de la Iglesia de Dios, incluso si no dan testimonio de la unidad del cuerpo de Cristo en la mesa del Señor. De hecho, esta participación se confiere a todos los creyentes en virtud de la obra de Cristo y de la fe en él; no depende de la fidelidad eclesiástica[1]. Por lo tanto, todas las almas que Dios llama fuera del mundo se encuentran, desde su nuevo nacimiento, unidas por el Espíritu entre sí y al Señor Jesús glorificado, constituyendo así el cuerpo de Cristo en la tierra.

[1] Sin embargo, es evidente que el redimido sufre una pérdida cuando se mantiene lejos de la Mesa del Señor.

1.2 - La fundación de la Iglesia

La primera mención de la Iglesia se encuentra en Mateo 16. El Señor pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Nadie lo conocía ni sabía distinguir en él el Hijo de Dios, el Mesías prometido. «Y vosotros», agrega Jesús, «¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro; y sobre esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 13-18). Cristo, el Hijo del Dios viviente, era la roca sobre la cual iba a construir su Iglesia. Ella sería establecida sobre Aquel que ha vencido la muerte y ha quebrado las «puertas del Hades». Ella no tendría nada que temer del poder de la muerte.

Observemos todavía que el Señor declara: «Edificaré mi Iglesia». Por lo que era, en ese momento, algo futuro, una obra por venir, que requeriría su muerte sangrienta en la cruz, su resurrección, su asunción y la venida del Espíritu Santo a la tierra. Por lo tanto, la Iglesia no se basa solo en Cristo, sino en Cristo muerto y resucitado: por su muerte él ha borrado nuestros pecados; por su resurrección, anuló la muerte. Luego, habiendo ascendido al cielo, envió el Espíritu Santo a la tierra (Juan 16:7); la Iglesia fue formada por la unión, en un solo cuerpo, de todos los que creyeron en Su nombre.

Dios, en la eternidad, formó el plan para manifestar, ahora, su sabiduría a través de la Iglesia, a las autoridades y principados en los lugares celestiales. Leemos, de hecho, en Efesios 3:10: «para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la Iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales». Pero también quería mostrar a todos, en los siglos venideros, las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús (Efesios 2:7).

1.3 - Los carácteesr celestiales de la Iglesia: llamado, destino, bendiciones y esperanza

La Iglesia está por lo tanto, por su propia esencia, fuera del mundo y su destino es celestial. Separada del mundo, ella no tiene ningún objeto en la tierra para su corazón, sino que ese objeto está en el cielo. De ahora en adelante, aquellos que son bendecidos por ser parte de la Asamblea de Dios están invitados a recordar que esta parte es celestial, a saber:

  1. Sus bendiciones: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efesios 1:3).
  2. Su posición: «Dios… juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Efesios 2:6).
  3. Su herencia: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pedro 1:3, 4).
  4. Sus nombres: «Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lucas 10:20).
  5. Su burguesía: «Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo» (Filipenses 3:20).
  6. El objeto de sus pensamientos y afectos: «Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Colosenses 3:1, 2).
  7. Su esperanza (compartir su gloria y ser como él): «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado» (Juan 17:24). «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).

Por lo tanto, a diferencia de Israel, cuyas bendiciones son terrenales, el llamado y la esperanza de la Iglesia son esencialmente celestiales. Aunque compuesta de hombres procedentes de todos los pueblos, idiomas y naciones, ella constituye un pueblo nuevo que no es del mundo, sino llamado fuera del mundo, y a quien Dios hizo sentarse en «los lugares celestiales» con Cristo (Efesios 2:6). ¿Hasta qué punto los cristianos no son del mundo? El Señor mismo responde: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Juan 17:16). Por lo tanto, el mismo origen de la Iglesia es completamente diferente de aquel de Israel. Este había sido elegido por Dios como pueblo entre los otros pueblos de la tierra. Los redimidos de la economía actual son llamados individualmente, estando muertos y resucitados con Cristo. Por la fe en el nombre de Jesús, somos nacidos de Dios por el Espíritu Santo, y así llegamos a ser una nueva creación, participando en la naturaleza de Aquel que nos ha regenerado (engendrado de nuevo). «Cual el celestial (Cristo), tales también los celestiales (los redimidos)» (1 Corintios 15:48). Como Adán fue el jefe de una raza de hombres pecadores, Cristo, el último Adán, es el jefe de una nueva raza, que, como Él, está compuesta de seres celestiales, ciudadanos del cielo, «conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Efesios 2:19).

1.4 - Relaciones más cercanas con el Señor que Israel con Dios

Por lo tanto, estamos en una relación infinitamente más íntima con el Señor que Israel lo estaba con Dios. Las imágenes utilizadas por el Nuevo Testamento para expresar esta relación entre Cristo y la Iglesia ponen de manifiesto esta diferencia. Ciertamente, en el Antiguo Testamento, el Señor también manifiesta su gracia, su fidelidad y su preocupación por su pueblo Israel. Sin embargo, se mantiene ante todo como el Rey que salvaguarda sus derechos tan a menudo despreciados. En el Nuevo Testamento, por el contrario, encontramos la imagen de un cuerpo, del cual Cristo es la cabeza, imagen que saca a la luz la unión indisoluble que une a los redimidos con Cristo y Cristo con los redimidos, miembros de este cuerpo. Entre los pasajes que expresan esta preciosa verdad, citaremos los siguientes:

1.4.1 - Cristo Cabeza de la Iglesia, Jefe del Cuerpo

«Dios… lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud[2] de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1:22, 23).

[2] Note la fuerza de esta expresión que designa a la Iglesia como la «plenitud» de Cristo, es decir, su complemento.

«Él («su amado Hijo») es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia» (Colosenses 1:18; comparar Col. 2:10 y 19).

«Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo… Sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular» (1 Corintios 12:12, 13, 27).

Esta imagen utilizada por el apóstol Pablo para designar a la Iglesia –el cuerpo de Cristo– pone de manifiesto de manera particularmente expresiva la fuerza y ​​la naturaleza del vínculo que une a la Iglesia con Cristo: no es una relación simple, sino una unión vital. Un cuerpo sin cabeza está muerto y nada puede reemplazar este elemento constituyente. Por otro lado, la cabeza conduce al cuerpo, es ella quien manda, hay una relación de subordinación. Finalmente, la cabeza y el cuerpo viven de la misma vida, comparten los mismos dolores y las mismas alegrías, son, en una palabra, indisolublemente unidos. Tal es el caso de Cristo, la Cabeza glorificada en el cielo, y de la Iglesia su cuerpo en la tierra, unidos por un mismo Espíritu. «Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación» (Efesios 4:4). Es lo que explica que el Señor pudo decirle a Saulo en el camino de Damasco: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hechos 9:5); de hecho, consideró a sus redimidos, a quienes perseguía Saulo, como estando unidos con él.

1.4.2 - La Iglesia, Esposa de Cristo

Otra imagen, que la Palabra usa para resaltar la maravillosa intimidad y la fuerza del vínculo que une al Señor con su Iglesia, es la de un esposo y una esposa. «Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador… Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha… Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efesios 5:23, 25-27, 30). ¡Maravilloso amor del Esposo celestial por la esposa que ha adquirido al precio de su sangre derramada en la cruz! Cuánto entendemos el deseo de su corazón de traerla a su lado, en su propia gloria, a esta amada esposa. ¿Podría su felicidad ser perfecta y su amor satisfecho si no tuviera con él para siempre lo que es carne de su carne y hueso de sus huesos, y también la «perla preciosa» por la cual lo sacrificó todo? ¡Ciertamente no! Pero la esposa también aspira, con todo su ser, a esta unión con su Esposo glorioso y divino, respondiendo con el Espíritu: «¡Ven!», cuando ella lo oye decir: «Vengo en breve» (Apocalipsis 22:20).

1.4.3 - La Iglesia, Casa de Dios

La Palabra usa otra imagen para designar la Iglesia: una casa espiritual hecha de piedras vivas. «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pedro 2:4, 5). Es sobre un Cristo por el mundo rechazado que descansa la Iglesia. Por lo tanto, no es sorprendente que la Iglesia, a su vez, sea despreciada y rechazada por el mundo, compartiendo así la porción de su Jefe.

Esta comparación de la Iglesia con un edificio se encuentra en varios otros pasajes. Todos los redimidos son «miembros de la familia de Dios», de quien Jesucristo es la principal piedra del ángulo, en quien todo el edificio, encajando bien, crece para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios por el Espíritu (Efesios 2:20-22). Esta es la Iglesia, construida sobre la roca inquebrantable, de la cual Cristo habla en Mateo 16:18. Todos estos términos ponen de manifiesto la estabilidad y la durabilidad de la Iglesia, frente a la cual «las puertas del Hades no prevalecerán». Construida por Cristo, vencedor de la muerte, ella no tiene nada que temer, a pesar del odio de Satanás y del mundo.

Pero si, ahora, la Iglesia está asociada con el rechazo de Cristo en el mundo, también comparte su gloria por fe, esperando entrar en ella en plena realidad. Su título de Esposa le da una parte en la herencia del Esposo, es decir, a su gloria [3]. Posición única y bendita, que le da una preeminencia sobre los santos de las otras economías, y que procede de su unión con Cristo. De esta unión fluyen también los afectos recíprocos, una comunión de corazón y de espíritu, una alegría mutua que no pueden conocer ni experimentar los santos de otras economías. ¡Qué maravillosa gracia para pobres pecadores el ser introducidos en tal posición!

[3] A la exclusión de su gloria personal y esencial como Hijo de Dios.

1.5 - Los cuidados de Cristo para la Iglesia

Esto nos lleva a considerar todavía lo que Cristo está haciendo ahora por su Iglesia. En efecto, si se la ve en su perfección en Cristo, por otro lado, ella es preparada en la tierra para el glorioso día de su encuentro con Cristo en el cielo. Esta preparación es obra del Señor quien, a través del Espíritu Santo, le comunica las gracias indispensables para el crecimiento del cuerpo y la purifica de toda impureza mediante el «lavamiento del agua por la palabra». Por lo tanto, la Iglesia no es un organismo petrificado, sino un cuerpo vivo que crece y que, «todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Efesios 4:16). Con este fin, Cristo da todos los dones y confía todos los ministerios para construir y alimentar a su Iglesia (Efesios 4:7-16 y 1 Corintios 12). El objetivo final, la perfección absoluta, solo se alcanzará en el cielo, donde todos los que forman la Iglesia serán revestidos de un cuerpo glorioso similar al de Cristo. Entonces, ella aparecerá, en toda su belleza, como ciudad santa, nueva Jerusalén, Esposa de Cristo y morada de Dios (Apocalipsis 21). Pero todas sus perfecciones serán el fruto del trabajo y del amor de Cristo.

2 - Las características y las funciones de la Iglesia

Hemos visto, en el capítulo anterior, cuales eran el origen y la posición de la Iglesia. Ahora examinaremos cuales son sus características y su misión en la tierra. ¿Por qué está aquí la Iglesia y qué características debe manifestar? ¿Cuáles son sus funciones?

Así como el cristiano individual está llamado a glorificar a Dios glorificando a Cristo, así la Iglesia no tiene otra vocación, y todas sus atribuciones, como todas las características que tiene que manifestar, están dirigidas a ese elevado propósito.

2.1 - La santidad

El primer carácter de la Iglesia es la santidad. «Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos… Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os recibiré». Entonces, «puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Corintios 6:16-18; 7:1). Unida estrecha e indisolublemente a su Señor, la Iglesia no puede hacer otra cosa que poseer Sus propias características, la primera de las cuales es la santidad. Es importante poner en práctica este carácter en nuestra conducta cotidiana.

2.2 - La unidad

Un segundo carácter que posee la Iglesia de Cristo y que está llamada a manifestar es su unidad. «Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación» (Efesios 4:4). «Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros» (Romanos 12:5). «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo» (1 Corintios 12:12, 13). La Iglesia es por lo tanto una; Cristo tiene una sola Esposa, de la cual hacen parte todos sus amados redimidos, independientemente de cómo comprendan su posición eclesiástica. Solo un pequeño número de ellos ¡por desgracia!, han entendido esta verdad y dan testimonio de esta unidad en la Mesa del Señor.

2.3 - La presencia del Espíritu Santo

Un tercer carácter de la Iglesia de Cristo es la presencia en ella del Espíritu Santo. Este carácter es particularmente importante de considerar, porque es de esta presencia del Espíritu Santo en la Iglesia que fluye su santidad y su unidad. Hubo redimidos en la tierra antes del descenso del Espíritu Santo; almas, despertadas por el Espíritu, manifestaron la vida y el fruto del Espíritu. Sin embargo, es el descenso del Espíritu Santo como Persona de la Trinidad, en el día de Pentecostés, quien formó la Iglesia. Previamente, los creyentes estaban dispersos ​​e hizo falta la muerte y la resurrección de Cristo, seguido de Pentecostés, para congregarlos «en uno» (Juan 11:52). Enviado por la Cabeza glorificada de la Iglesia, el Consolador Divino pudo entonces animar, gobernar, santificar y unir a los miembros de la familia de Dios, como todavía lo hace hoy. «El Espíritu de verdad… mora con vosotros, y estará en vosotros. El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14:17, 26). «Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26). «Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber» (Juan 16:13, 14).

Era necesario, pues, para unir a los redimidos en un solo cuerpo, el poder del Espíritu Santo, el Consolador Divino, que no podía venir antes de que Cristo fuera glorificado. Encontramos, en el segundo capítulo de Hechos, el relato del descenso del Espíritu Santo y de la unión de los primeros cristianos constituidos en un solo cuerpo: la Iglesia. Este cuerpo podría parecer muy insignificante, ya que inicialmente contó solo alrededor de ciento veinte discípulos (Hechos 1:15). Pero el Espíritu inmediatamente manifestó su poder por la predicación de Pedro, y alrededor de tres mil almas fueron bautizadas en el nombre de Jesús (2:41). El capítulo se termina con estas palabras: «Y el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos» (v. 47).

Así se formó la Iglesia por el Espíritu, que continuó, a través de las edades, y continúa hoy a edificar este cuerpo de Cristo; hasta el día que el último de los elegidos habiendo sido manifestado, Cristo vendrá a buscar su querida Esposa, para introducirla en su propia gloria.

2.4 - La columna y baluarte de la verdad

La Iglesia es, en la tierra, la depositaria de la verdad, como leemos en 1 Timoteo 3:15, donde la llaman: «La Iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad». Poseyendo la Palabra y el Espíritu Santo, la Iglesia ha recibido la verdad, la manifiesta públicamente y la mantiene intacta, a pesar de los esfuerzos de Satanás por alterarla o hacerla caer en el olvido. Cabe señalar a este respecto, que si la Iglesia es el pilar y el soporte de la verdad, no es ella misma la verdad. La verdad no viene de ella, pero

– De Cristo: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Juan 14:6),

– De la Palabra: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Juan 17:17),

– Del Espíritu Santo: «El Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6).

En ninguna parte se dice que la Iglesia (o la Asamblea) es la verdad, pero la defiende y la manifiesta, para que la verdad se vea en ella.

2.5 - El lugar de la Iglesia en los planes de Dios

Entre las características de la Iglesia, cabe mencionar un quinto hecho, a saber, el lugar especial que ocupa en los designios de Dios. Aunque fue llamada al final en la realización de estos planes, ella existía desde la eternidad en sus pensamientos y consejos.

«Nos escogió en él (es decir, en Cristo) antes de la fundación del mundo» (Efesios 1:4). Este misterio se llama el «Misterio escondido desde los siglos en Dios» (3:9). Pero nos fue revelado y el instrumento elegido fue el apóstol Pablo (3:3-5). Anteriormente no se dio «a conocer a los hijos de los hombres». De hecho, no hay ninguna revelación acerca de la Iglesia en el Antiguo Testamento, a diferencia de los consejos de Dios con respecto a la venida de Cristo en la tierra, a sus sufrimientos, a su rechazo, a su muerte, a su resurrección, a su reinado, a las bendiciones del milenio. Estos consejos se encuentran claramente revelados en el Antiguo Testamento. Nada semejante en cuanto a la Iglesia, cuyo misterio había permanecido escondido «en Dios» y solo fue revelado por el Espíritu a los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento. Este misterio consistía en esto, que «los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (3:6). Es el del llamado distinto y de la gloria especial de la Iglesia, a saber, su unidad viviente en Cristo por el Espíritu Santo y su porción gloriosa de Esposa de Cristo. A partir de ahora, la Iglesia es bendecida con «toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (1:3), mientras que, como ya lo dijimos, Israel recibía bendiciones temporales (Deuteronomio 28:1-14). De la misma manera, las promesas hechas a este pueblo en relación con el milenio anuncian una prosperidad material extraordinaria (Ezequiel 34:23-31). Las bendiciones de la Iglesia son de naturaleza diferente, porque fluyen de su unión con un Cristo resucitado y glorificado. Estas bendiciones, que son la parte de cada uno de los redimidos, no se pueden enumerar todas y nos limitaremos a mencionar las principales, todas igualmente preciosas:

• La redención. «Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1 Pedro 1:18, 19). «En quien tenemos redención por su sangre» (Efesios 1:7).

• El perdón de los pecados. «En quien tenemos… el perdón de pecados según las riquezas de su gracia» (Efesios 1:7). «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados» (Colosenses 2:13).

• La aceptación. «Nos hizo aceptos en el amado» (Efesios 1:6). «Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.» (Hebreos 10:14).

• La adopción [4]. «Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Efesios 1:5). «Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Romanos 8:15). «Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!» (Gálatas 4:6).

[4] La adopción es la posición de hijo conferida a los redimidos (véase Gálatas 4:4, 5).

• La herencia con Cristo. «En él asimismo tuvimos herencia» (Efesios 1:11). «Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Romanos 8:17). «Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo» (Gálatas 4:7).

• El sello del Espíritu Santo. «En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efesios 1:13). «Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Corintios 1:21, 22).

• El conocimiento del pensamiento y la voluntad de Dios. «Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo» (Efesios 1:9).

Estas bendiciones, la Iglesia las encuentra «en los lugares celestiales» donde Cristo ha entrado ahora, y no en la tierra donde fue rechazado y ejecutado.

2.6 - Un sacerdocio santo

Ya vimos en el capítulo anterior que la Iglesia era considerada una «casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pedro 2:5). Si comparamos a la Iglesia con un edificio sólido e inamovible, ahora queremos enfatizar su posición de «sacerdocio santo», que implica el servicio de alabanza y de adoración. Privilegio cuán alto y precioso: «Oye, hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y deseará el rey tu hermosura; e inclínate a él, porque él es tu señor» (Salmo 45:10, 11). Cristo, objeto y tema, con el Padre, de esta adoración, está presente en medio de la Iglesia, aunque solo fuese representada por los «dos o tres unidos en Su Nombre». «A él sea gloria en la Iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén» (Efesios 3:21). La Iglesia adora a Dios el Padre a través de Jesús, que él mismo alaba entre sus redimidos, reunidos alrededor de Su Mesa. Es, de hecho, en la Iglesia que se encuentra la Mesa del Señor, y es en esta Mesa que la Iglesia celebra la Cena del Señor, ese precioso memorial de los sufrimientos y de la muerte de Cristo (1 Corintios 10:16, 17; 11:23-29).

2.7 - La desaparición de la distinción entre judíos y naciones

Un séptimo carácter de la Iglesia consiste en el hecho de que ya no existe ninguna distinción terrenal entre quienes la componen. Hubo, en el pasado, una diferencia considerable entre judíos y naciones, una diferencia establecida por Dios, que quería hacer de Israel su pueblo especial. Los judíos eran por lo tanto «el pueblo de Dios», mientras que las naciones estaban «sin Dios en el mundo». Desde la constitución de la Iglesia, esta distinción, que estaba vinculada al gobierno de Dios con respecto a la tierra, ha desaparecido por completo: «Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos» (Romanos 11:32). La gracia, por consiguiente, se dirige tanto a los pecadores de las naciones como a los ciudadanos de Israel, e incluso si, al comienzo de su existencia, la Iglesia estaba compuesta de cristianos judíos, ella ha abolido la distinción entre Judíos y naciones que previamente subsistía. Esta es la razón por la cual el apóstol, al dirigirse a los efesios, podía decirles: «Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación… para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo… porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efesios 2:13 y siguientes). Este «nuevo hombre» es el «cuerpo de Cristo», del cual los judíos y las naciones redimidos son miembros sin ninguna distinción en su posición. Solo tienen un título para invocar: aquel de pecadores salvados y redimidos por la sangre de Jesús, convirtiéndose en: «miembros de Cristo».

Si todos los creyentes comprendieran su posición, esta unidad total en Cristo, no podrían permitir que se conservaran las diferencias que crearon entre ellos y que dieron lugar a innumerables denominaciones. Mientras que la cruz de Cristo destruyó el muro divisorio que separaba a los judíos y las naciones, los hombres establecieron muros de todo tipo, traicionando así el carácter fundamental de la Iglesia, a saber, su unidad en Cristo. Pero, a pesar de la infidelidad del hombre, esta unidad subsiste, porque fluye de la obra de Cristo en la cruz, gracias a la cual el Espíritu de la verdad pudo ser enviado a la tierra, para bautizar en un solo cuerpo a todos los redimidos. Además, como ya hemos visto, el cuidado de Cristo por su Iglesia no cesa: la purifica mediante el lavado del agua por la Palabra, con el fin de hacerla perfecta para el día cercano cuando se la presentará a sí mismo, gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino santa y sin mancha (Efesios 5:26, 27).

3 - La esperanza de la Iglesia

En el momento de dejar a los suyos, el Señor les dijo: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:1-3). El Señor ha dado así a los suyos una esperanza gloriosa: la de su próximo regreso. Tal es la esperanza de la Iglesia. Al escribir a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo les dijo: «Porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1 Tesalonicenses 1:9, 10) [5]. El redimido tiene una doble misión que cumplir en la tierra: servir a Dios y esperar la venida del Señor. Esta esperanza tiene varias consecuencias para el hijo de Dios.

La certeza de pronto estar con el Señor, en el gozo de su presencia y en la gloria de la casa del Padre, liberado de las pruebas de la tierra, nos llena de alegría. Pero la expectativa de su regreso tiene un efecto santificador en nuestras vidas: «Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:2, 3). Encontramos en el Nuevo Testamento muchas exhortaciones serias acerca de cómo hay que esperar al Señor: no tanto «en teoría» solamente, sino prácticamente y de manera viva. Lo que la Iglesia espera, no es solo un evento, sino una persona, el Señor Jesús, como lo revela la Palabra, como cada uno de nosotros aprende a conocerlo en la comunión diaria con él.

El cristiano que vive cerca de su Salvador, goza cada vez más y comprende mejor cada día que Cristo es su vida, su paz, su alegría, su todo. Sin embargo, nunca lo ha visto y es solo por la fe que lo conoce y lo disfruta; por eso es comprensible y normal que cuanto más lo conoce y más lo disfruta, más desea verlo. «A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1 Pedro 1:8, 9). Esta alegría inefable y gloriosa es la parte del creyente, desde ahora. Pero ver a Cristo, serle semejante, contemplar su gloria ante el Padre, aparecer con él en gloria cuando venga a establecer su reino, reinar con él, ser asociado con él cuando todos le rendirán homenaje y se postrarán ante él, esta es nuestra esperanza, la esperanza de la Iglesia. Por lo tanto, la Esposa se asocia al Espíritu, en Apocalipsis 22:17, para expresar su deseo de ver a su Señor. «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven». Y, además, cuando el Señor repite: «Sí, vengo en breve», la Iglesia responde de nuevo, «Amén; ¡ven, Señor Jesús!» (v. 20).

Emocionante diálogo que refleja bien la expectativa santa de la Esposa a ser, finalmente, unida a su Amado en la gloria. Pero, no lo olvidemos, es en los corazones de los creyentes que esta preciosa esperanza debe mantenerse constantemente. Por eso está escrito: «Todo el que oye dice: ven». Por lo tanto, existe una identidad perfecta entre la esperanza de la Iglesia y la de los redimidos. La conclusión de la esperanza individual del creyente le traerá todo lo que habrá esperado; pero también aportará a la Iglesia la felicidad y la gloria prometidas como Esposa de Cristo. Ella espera, de hecho, al Señor como el amado Esposo que la arrebatará a su encuentro y la introducirá en la gloria del cielo, a las bodas del Cordero, y no como el Hijo del hombre que va venir a ejecutar juicios contra sus enemigos. Por lo tanto, tiene la certeza de que el Señor Jesús no vendrá a ella como un juez, sino que cuando aparezca en gloria como tal, ella será asociada a él, participando en su triunfo sobre sus oponentes y compartiendo sus glorias.

Ella será un reflejo de su magnificencia, «cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron» (2 Tesalonicenses 1:10). Ella también espera la aparición de Cristo en gloria, porque ella sabe que ese día traerá la liberación de la creación del yugo del pecado y el reino de la justicia y de la paz en la tierra. «Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios… Porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Romanos 8:19-21).

Pero la expectativa de la Iglesia va aún más allá, porque ella sabe que Satanás estará atado durante mil años y encerrado en el abismo. La gracia de Dios obrará en los corazones del remanente de Israel que será restaurado. El Mesías a quien había rechazado y traspasado, será Aquel que lo liberará. Habitantes de las naciones se convertirán, la soberanía de Cristo será reconocida por todos, de donde fluirán inmensas bendiciones para la humanidad. Esta saboreará por fin la justicia, la paz y la alegría que ella misma no ha podido establecer y que solo Cristo le traerá cuando establezca su reino, la Iglesia se asociará con él como Esposa del Rey de Gloria. Los redimidos de Cristo lo servirán y reinarán con Él. La Iglesia difundirá la bendición y la gloria por toda la tierra, estando estrechamente asociada a Él en el ejercicio de su justicia.

Pero el gozo más grande del corazón de la Esposa, será la misma presencia del Esposo, porque es él quien es nuestra esperanza (1 Timoteo 1:1). Sin él, el cielo no sería el cielo, se dijo. Sí, lo que el creyente espera, lo que la Iglesia espera, es el Señor. ¡Que nuestros corazones estén realmente llenos de esta expectativa hasta el punto de que las cosas de la tierra pierdan toda atracción para nosotros! ¡Que la alegría producida por esta esperanza también borre todos los dolores con los que se siembra tan frecuentemente nuestro camino terrenal, y que corramos con paciencia la carrera que tenemos ante nosotros, fijando nuestros ojos en Jesús, el autor y el consumidor de la fe! Es él quien, antes de cerrar el libro sagrado, nos dirige estas últimas palabras de aliento: «El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve». Que cada santo una su voz a la del Espíritu y a la de la Iglesia y clame con fervor: «Amén; sí, ven, Señor Jesús!»