El formalismo y no la fe


person Autor: J. Wilson SMITH 2

flag Tema: Los problemas y los obstáculos


1 - Ser un cristiano profeso confiere privilegios

Doy por sentado que el lector de estas líneas es un cristiano profeso [1], es decir, alguien que ha sido formado en la verdad del cristianismo, que está familiarizado con la letra de las Escrituras y que, si se le pidiera que explicara el camino de salvación de Dios, podría hacerlo fácilmente. No se puede negar que los privilegios de tal cristiano profeso exceden por mucho los de un hombre educado fuera del círculo del cristianismo. Es insensato ignorar la gran diferencia entre el cristiano nominal y el pagano, o negar los privilegios enormemente superiores del primero sobre el segundo.

[1] NdT. Cristiano de nombre, pero que no ha nacido de nuevo

Pero todo privilegio implica una responsabilidad y, en la misma proporción, el cristiano profeso tiene, por tanto, una responsabilidad proporcional a la grandeza de su privilegio, que los paganos no tienen.

Me refiero a la persona que afirma su profesión. Solo la gracia marca la diferencia en cuanto a la vida y la salvación; pero incluso cuando la gracia aún no ha llegado al corazón, la luz de la verdad brilla clara y resplandeciente, trayendo por un lado favores y privilegios, y por otro imponiendo necesariamente responsabilidades.

2 - Gozar de privilegios cristianos implica una realidad interior

Ahora, querido lector, permítame preguntarle ¿qué ha hecho por usted este favor? ¿Qué ha hecho por su alma su profesión de cristiano, su conocimiento de la letra de la Palabra, sus muchas oportunidades? ¿Es usted consciente de que tienen un efecto en la salvación? ¿Se ha dado cuenta de que implican para usted cuestiones de vida o muerte? ¿Han penetrado en usted más profundamente que el oído o el ojo, hasta tocar al corazón? Son preguntas importantes, sobre todo en una época en la que se insiste cada vez con más vehemencia en que las formas externas son suficientes en sí mismas, es decir, que basta con que el fiel esté revestido de una buena y respetable cantidad de ropas ceremoniales y religiosas para que no haga falta nada más.

Muchos nos dicen, por ejemplo, que el bautismo nos hace hijos de Dios y que, si después no rompemos nuestros votos bautismales, sino que realmente los confirmamos, y observamos debidamente sus solemnes consecuencias, estamos espiritualmente cualificados para el cielo. El bautismo tiene ciertamente su lugar en el cristianismo como rito inicial de la profesión cristiana, pues hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Efe. 4:5), y dondequiera que se reconozca el señorío de Cristo, hay también «un solo bautismo». Pero decir con la boca «¡Señor, Señor!», es una cosa, muchos lo dirán, y él responderá: «Nunca os conocí» (Mat. 7:22-23); pero otra cosa muy distinta es ser hijo de Dios, nacer de él. Lo uno es algo externo, lo otro es algo interno. Una es una forma administrativa hecha por el hombre; la otra es una realidad vital, y es obra del Espíritu de Dios.

¿Puede lo material, que afecta solo a lo exterior, alcanzar lo esencial, tocar lo espiritual? Es imposible.

3 - Estamos vivificados por Dios, no por rituales externos

Claro que Dios puede vivificar el alma en cualquier momento, en el bautismo o en cualquier otro momento; pero lo que comunica la vida es la vivificación de Dios, no el bautismo. No es el bautismo, ni ninguna forma o ceremonia externa que pueden hacer de nosotros hijos de Dios; hay ahí una trampa terrible que hay que desenmascarar, cuyo sutil encanto hay que romper, y todo verdadero siervo de Dios debe esforzarse por todos los medios, escritos u orales, en desengañar a los cándidos. Es bueno llamar la atención sobre lo que el Señor estaba insistiendo con Nicodemo: el nuevo nacimiento, nacer del Espíritu; nacer «de agua y del Espíritu», dijo –donde «agua» no puede significar agua material, concreta, como tampoco el nuevo nacimiento significa un nacimiento concreto en la carne; sino que «agua» simboliza claramente la Palabra de Dios por la que hemos «renacido» (1 Pe. 1:23).

Nunca se insistirá lo suficiente en este punto. Por tanto, es evidente que hay que ir más allá de las formas externas para obtener lo que salva.

4 - Llegar a ser hijo de Dios es para los que creen, pero la obra es de Dios

La salvación es la obra de Dios y, bendito sea su Nombre, también es su «don» (Efe. 2:8). «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (Juan 1:12-13).

Sobre este punto, los dos lados de la verdad están en equilibrio. Creer en el nombre del Hijo de Dios es la condición para llegar a ser hijos de Dios. Es nuestra parte, y toda nuestra parte (sin bautismo ni ninguna otra formalidad externa) en la obra maravillosa que nos introduce en la familia divina: la simple fe en Cristo, una fe que no es un mérito, e incluso es intrínsecamente la negación de todo mérito. Esta es toda la base de nuestra bendición: recibir a Cristo por la fe en su bendito Nombre. La plena relación de los hijos de Dios está ahí, y es para siempre nuestra parte inalienable.

Pero hay un factor de equilibrio: ¡los hijos de Dios son ¡«nacidos de Dios»! Esto protege la verdad, e impide que la carne reclame una relación tan distinguida, tan inefablemente bendita; no basta una simple afirmación de fe, ni el simple asentimiento de un corazón no renovado, ni una simple aceptación intelectual de los hechos del cristianismo.

No, los hijos de Dios no solo son «nacidos de Dios», sino que –nótese el triple cordón de defensa contra intrusiones indebidas– no nacen de la sangre, ni nacen de la voluntad de la carne, ni nacen de la voluntad del hombre.

Es como una fortaleza inexpugnable establecida por el Espíritu de Dios. Cuán cuidadosamente protege este triple marco la verdad de la filiación en la familia de Dios contra todos los intentos basados en ritos, de todos los tiempos.

1. En primer lugar, no se puede acceder por la sangre, es decir, por descendencia natural; ninguna genealogía que se remonte a un antepasado espiritual es válida, ya sea el padre «Abraham» (Juan 8:39) o cualquier otro padre.

2. En segundo lugar, «ni de la voluntad de la carne». Ningún rito de circuncisión, ningún bautismo, ninguna penitencia, ninguna buena obra, ningún producto de la carne es de utilidad.

3. En tercer lugar, «ni de la voluntad del hombre». Esto zanja el asunto de una vez por todas: el «hombre» nada tiene que ver en eso. Puede reformarle, educarle, civilizarle, hacerle religioso, pero no puede tocar este hecho de ser hijo de Dios. Eso es prerrogativa exclusiva de Dios.

5 - Dios da el nuevo nacimiento, pero esto presupone ejercicios muy profundos del alma

Son «nacidos de Dios».

Pero, ¿qué significa «nacer de Dios»? ¿Actúa Dios en nosotros sin ninguna sensibilidad de nuestra parte? En la soberanía de su gracia, ¿nos moldea como si fuéramos arcilla en manos de un alfarero?

Todo lo contrario. El proceso del nuevo nacimiento lleva a menudo al alma a ejercicios muy profundos. Todas las sensibilidades están puestas en juego, y abundan las búsquedas sinceras, como ningún otro medio podría producirlas. El descubrimiento del yo (el ego) –de una naturaleza radical y esencialmente hostil a Dios– de la total ausencia de poder de sanación, tanto la sanación del pecado como de la impotencia, es un descubrimiento que puede sumir al alma en una profunda angustia hasta que se conoce la gracia, y la verdad del amor de Dios, un amor que ha proporcionado la salvación a los que se vuelven a Dios con arrepentimiento, como el pródigo que vuelve a su Padre y hasta que la paz sea saborea dulcemente. Todo esto se experimenta en diversos grados. Así, en lugar de una mera operación mecánica que actúa externamente, cuando el alma está así «nacida de Dios» se producen ejercicios sumamente intensos. Los “horrores de grandes tinieblas” preceden a menudo a “la gloria de esta luz”, y tal experiencia es muy saludable, incluso necesaria. De hecho, «si no os arrepentís, todos pereceréis de igual manera» fue una de las condiciones de Cristo a los moralistas de Jerusalén (Lucas 13:3).

6 - No hay que dejarse engañar por ciegos conductores de ciegos

¿Cómo podría el bautismo, o cualquier otro rito externo, producir tales sentimientos? Si «el viento sopla de donde quiere» (Juan 3:8), oímos su ruido, y este ruido está lejos de ser tranquilizador. Se hace oír por potentes detonaciones que hacen añicos las rocas de la confianza en uno mismo y las murallas de la autosatisfacción. El alma hace naufragio en las costas de la gracia salvadora. ¡Feliz lugar! ¿Cuál será el juicio de los engañadores? ¿Cuál será el destino de los engañados? Ciegos conductores de ciegos, ¡todos caerán en la zanja!

Tal vez sea por los primeros que el Señor nos pide que los dejemos a su suerte. Pecan contra la luz. Pretenden saber más. Tienen a su disposición el Evangelio, donde la verdad está revelada plenamente. Obstinarse en su camino de engaño, es de su propia voluntad imperdonable. Responderán de ello ante el Señor.

Es con los engañados con quienes tenemos que tratar, con las grandes multitudes que están engañadas por la ilusión de los sacramentos, y que se dejan ser el juguete de los charlatanes espirituales. Son almas que aún no han sido convertidas, aunque sean cristianos nominales; que aún no han nacido de nuevo, aunque sean cristianos profesos; que aún no están salvas, aunque tengan privilegios; sin paz, aunque estén rodeados de ceremonias. Es por ellas por quienes temblamos y es a ellas a quienes anhelamos ganar.

Con pasos sigilosos y una zarpa de terciopelo, sus colmillos cuidadosamente ocultos, la superstición se arrastra en un cristianismo desprevenido. Cualquier ruido o causa externa de alarma se evita, hasta que la víctima no ha sido capturada, la trampa mortal nunca será detectada.

Por eso advertimos encarecidamente al lector que distinga lo real de lo irreal, la vida de lo que solo tiene el nombre, la verdad de la teoría, y a Cristo de lo que solo tiene la forma.

Es estando «justificados, pues, por la fe, que tenemos paz para con Dios» (Rom. 5:1), y solo por este medio. Todo lo que niega esta verdad debe ser desechado.