Perseguir la santidad


person Autor: Philippe LAÜGT 6

flag Temas: La santidad Las responsabilidades del creyente


Este versículo de la Epístola a los Hebreos nos anima a buscar la paz sin que esta vaya en detrimento de la santidad: «Seguid la paz para con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (12:14). La santidad nos permite asemejarnos cada vez más, desde este mundo, a nuestro Modelo divino, esperando el día en que seamos hechos como él (1 Juan 3:2). Él es el perfecto Nazareno y dijo: «Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal. 40:8).

1 - Santificados por la obra de Cristo

Especificamos que la santidad absoluta del creyente se establece en el momento de su nuevo nacimiento. Ahora es un “llamado santo”, es decir, «santificado» en virtud del llamado de Dios –en base a la obra de la cruz. Varios pasajes establecen esta verdad: «Sabemos que somos de Dios» (1 Juan 5:19). «Por él sois vosotros en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:30) y «habéis sido santificados» (1 Cor. 6:11).

Esta santidad es la parte bendita e inalterable de cada alma salvada. El creyente la recibe y la disfruta por medio de la fe. Fuimos escogidos en él «antes de la fundación del mundo» (Efe. 1:4), y es Jesús en quien «hemos sido santificados… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hebr. 10:10, 14). Jesús mismo es la santidad del creyente: «Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención» (1 Cor. 1:30).

Pero es del disfrute práctico de esta posición de lo que queremos tratar; los creyentes son responsables de su cumplimiento. Habiendo liberado nuestras almas de la muerte y del poder de Satanás, Dios nos moldea de esta manera, haciéndonos cada vez más semejantes a Cristo. En su gracia, opera en cada uno de los suyos una santificación práctica, cuyos efectos se hacen visibles en nuestros afectos, nuestros hábitos de vida y nuestra conducta.

2 - Lograr la santidad práctica

El Señor nos exhorta a avanzar en el cumplimiento de esta santificación. Siendo «santos», debemos mostrarlo: «Ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Efe. 5:8). Poseemos una nueva naturaleza; ella tiene nuevos motivos (1 Juan 3:9; 5:18). Es gracia a su presencia que la santificación práctica es posible.

Sin embargo, es gradual, porque la vieja naturaleza está todavía en nosotros y es incorregible. Pero si lo tomamos a pecho, resultará en fruto en nuestras vidas para la gloria del Señor. Disfrutaremos de su comunión y se podrá ver a Cristo en nosotros (Hec. 4:13).

Si no se realiza la santidad práctica, no se puede dar ningún testimonio. Ni la alegría, ni la paz, ni el poder son posibles. La Palabra habla, en este caso, de un cristiano «carnal». La carne se manifiesta en este creyente en lugar del Espíritu Santo.

Es a los tales que dice el apóstol: «Os habéis hecho perezosos para escuchar. Porque, debiendo ser maestros a causa del tiempo, tenéis necesidad que alguien os enseñe los rudimentos de los oráculos de Dios; y habéis llegado a tener necesidad de leche, y no de alimento sólido» (Hebr. 5:11-13). Permanecieron como «niños pequeños» en vez de llegar a ser «varones perfectos» (Efe. 4:13; 1 Cor. 3:1-3). No ven a Cristo en su belleza y es Dios que obra en nosotros, para que Cristo sea formado en nosotros (Gál. 4:19).

Esta obra no terminará hasta el «día de Cristo Jesús» (Fil. 1:6). «Dios es el que produce en vosotros tanto el querer como el hacer, según su buena voluntad» (2:13). Solo él puede mantenernos libres de culpa. Él usa su disciplina, si es necesario, para nuestro beneficio, para que podamos participar de su santidad (ver Hebr. 12:5-11). ¡No nos desanimemos si nos reprende! Por el contrario, bendigámoslo por su amor. Él nos educa: pidámosle, como David, que nos pruebe, que nos sondee y, conociendo nuestros pensamientos, que nos lleve por el camino eterno (Sal. 139:23-24).

Cristo intercede por los suyos ante el Padre para que sean guardados de caer. Es nuestro sumo sacerdote. Él «permanece para siempre»; de hecho, él tiene «un sacerdocio que no se transfiere» (Hebr. 7:24). Como resultado, él puede «salvar por completo a los que se acercan a Dios por medio de él» (v. 25). No permite que un redimido se pierda al cruzar el desierto: ¡su poderosa intercesión lo salva!

3 - La Palabra trabaja para nuestra santificación

Por el Espíritu, el creyente vive y hace morir las acciones del cuerpo (Rom. 8:13). Estas son las manifestaciones de la carne en él. Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo. Ya no nos pertenece. Hemos sido redimidos al precio de la preciosa sangre de Cristo. Tengamos cuidado de no obstaculizar la obra del Espíritu Santo en nosotros, para que Dios sea glorificado en nuestro cuerpo (1 Cor. 6:19-20).

La Palabra de Dios opera en un alma que se somete humildemente a su acción vivificante; actúa sobre nuestro estado interior. Dejémonos penetrar por ella. Los progresos en la santificación práctica se harán visibles. «La palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebr. 4:12). ¡No busquemos escapar del filo de esta espada! En su oración a su Padre, en Juan 17, el Señor Jesús le pide que santifique a los suyos con la verdad. Especifica: «Tu palabra es la verdad» (v. 17).

«Toda la Escritura es inspirada por Dios y es útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia, para que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17). Si deseamos que la Palabra opere una completa santificación, debemos aprender no solo a conocerla, sino también a obedecerla. El salmista dice: «Dentro de mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11). Es indispensable alimentarse de ella; debe ser «comida», como declara Jeremías (Jer. 15:16). En efecto, si falta esta obediencia a la Palabra, no puede ejercer su acción santificadora sobre nosotros. Nuestro corazón se endurece y somos rápidos para engañarnos a nosotros mismos (Sant. 1:22). El Señor Jesús insiste en la necesidad de guardar su Palabra y sus mandamientos (Juan 14:15, 21, 23-24). Él da advertencias solemnes al respecto: «El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad él» (1 Juan 2:3-6; véase también 3:24; 5:3-4).

4 - Contemplar a Cristo

La contemplación de Cristo en la gloria siempre lleva a la santificación. El Señor Jesús se «santificó» por nosotros (Juan 17:19). ¡Se puso aparte –como hombre– en la gloria! Fue para que los suyos fueran santificados por la verdad.

En la medida en que no contristemos al Espíritu Santo, él «dirige» nuestros afectos a un Cristo glorificado. Somos hechos cada vez más semejantes a Él. El apóstol Pablo deseaba que el Señor fortaleciera los corazones de los tesalonicenses para que fueran irreprochables en santidad ante nuestro Dios y Padre en la venida del Señor Jesús con todos sus santos (1 Tes. 3:13; lea también 1 Juan 3:2-3).

Si Cristo es el tesoro del creyente, su corazón está en el cielo (Mat. 6:21). No puede estar a la vez en la tierra y en el cielo. Acumular al mismo tiempo en la tierra es incompatible. «Todos nosotros, a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18).

Si hacemos de su Persona gloriosa el objeto de nuestra contemplación habitual, sus perfecciones serán reflejadas en nosotros. Se encuentran en el «hombre interior» y se verán en nuestra vida. Nuestra conformidad con él hace de nosotros una carta «conocida y leída por todos los hombres… sois una carta de Cristo» (2 Cor. 3:2-3). Su nombre está escrito en nuestros corazones.

5 - Totalmente santificados

La santificación se aplica a todo lo que somos y a todo lo que hacemos. Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, es «para el Señor». Debemos glorificar a Dios en nuestro cuerpo (1 Cor. 6:19-20).

El creyente es exhortado a poseer «su propio cuerpo en santidad», y no en la pasión de la concupiscencia. Dios no nos ha llamado a la impureza, sino a la santidad (1 Tes. 4:4-7). Tenemos el precioso privilegio de presentar estos cuerpos que le pertenecen como «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios»; deben ser consagrados enteramente a su servicio (Rom. 12:1; véase también Rom. 6:13, 19). En lo sucesivo, son instrumentos de justicia.

El hombre interior también debe ser santificado: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida», como ya dijo Salomón (Prov. 4:23). Es un centro motor que gobierna todo nuestro ser. David nos recuerda las exigencias de nuestro Dios. Él quiere «la verdad en el hombre interior» (Sal. 51:6) –¡no lo olvidemos nunca!

El apóstol Pablo invita a los corintios a purificarse «de toda impureza de carne y de espíritu» y a perfeccionar «la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1). Permanezcamos separados del mal en todas sus formas. La vida de Cristo en nosotros no puede encontrar gozo donde Cristo no encuentra el suyo. El que está unido al Señor es un solo espíritu con él (1 Cor. 6:17).

La santificación de nuestras palabras fluye de la santificación de nuestros pensamientos (Fil. 4:3). Debemos evitar muchos obstáculos, con la ayuda del Señor. El apóstol Pedro nos recuerda algunos: «Rechazando, pues, toda maldad, engaño, hipocresía, envidia y calumnia» (1 Pedro 2:1). También Pablo, en su Epístola a los Efesios, denuncia a otros: «Pero la fornicación, y toda clase de inmundicia o avaricia, ni sea nombrada entre vosotros, como conviene a santos; ni la obscenidad, las necedades y las groserías» (5:3-4). Más arriba en la epístola, menciona también la mentira, a la que hay que renunciar y hablar la verdad cada uno a su prójimo (4:25).

Cuánto descontento y división provocan las calumnias. Un espíritu de censura y de crítica es un gran obstáculo para la bendición espiritual. La Palabra condena severamente cada palabra o broma de mal gusto. La mentira que tiene al diablo como padre (Juan 8:44) es incompatible con la santidad. Es una falsedad interior que Dios aborrece (Sal. 51:6).

6 - El Modelo a seguir de Cristo

El creyente debe manifestar la santidad en toda su conducta, siguiendo el modelo perfecto dejado por el Señor. «El que dice permanecer en él, debe también andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). No hay una medida más alta. Si amamos al Señor, nunca encontraremos sus mandamientos gravosos. Esta santidad se caracteriza por la luz en todo su comportamiento.

Vosotros «sois luz en el Señor; andad como hijos de luz... comprobando lo que es agradable al Señor» (Efe. 5:8, 10). La perfección solo se alcanzará en el cielo: entonces seremos hechos semejantes a él. Ya no habrá ninguna diferencia entre el Modelo y los santificados. El propósito glorioso de Dios será alcanzado (1 Juan 3:2; Rom. 8:29; Fil. 3:2).

Es la obra de Cristo en la cruz la que hace posible el cumplimiento del maravilloso propósito de Dios. El deseo del Señor es que todos sus seres queridos puedan alcanzar «la medida de la estatura de la plenitud de Cristo», y que en esta expectativa puedan crecer «en todo hasta él que es la cabeza, Cristo» (Efe. 4:13, 15).

Dios ha hecho de nosotros sus propios hijos. ¡Qué gracia! Seamos «hijos obedientes», como dice Pedro en su primera epístola: «Como es santo el que os llamó, también vosotros sed santos en toda vuestra conducta; porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo» (1:14-16). También aquí tenemos un motivo poderoso para la santificación práctica: los hijos de Dios tienen un Padre que es santo, esencialmente puro, soberanamente perfecto, absolutamente separado de todo mal. No hay «iniquidad en él» (véase Deut. 32:4). Este Dios santo nos ha llamado, nos ha redimido por la sangre preciosa de Cristo, nos ha llevado a él. En la antigüedad, el pueblo terrenal estaba llamado a ser santo, como perteneciente a un Dios santo; pero, ¿con qué medios podían ser santos? En lugar de reconocer su condición e incapacidad, se comprometieron a la plena obediencia a Dios. Hoy, si nuestro Padre celestial nos llama a ser hijos santos de Dios, es porque nos da los medios para ser santos mediante la obra de Cristo. Vivamos cerca de él; comportémonos con temor durante el tiempo de nuestra estancia aquí en la tierra (1 Pe. 1:17), recordando constantemente la obra maravillosa por la cual hemos sido librados «del presente siglo malo» (Gál. 1:4), liberados «del poder de las tinieblas», y trasladados «al reino del Hijo de su amor» (Col. 1:13)!

Pruébame, oh Dios siempre fiel,
Sondea mi corazón para santificarlo;
Y llévame por el camino eterno
Concediéndome glorificarte.

Traducción libre de un cántico (Hymnes et Cantiques, 249.5)