Fruto y testimonio


person Autor: Hamilton SMITH 80

flag Tema: Ser un discípulo


1 - Dar fruto para Dios y ser testigo ante los hombres (Juan 15:1-8)

El capítulo 13 nos presenta el servicio de amor del Señor en favor de los suyos, para que, durante su ausencia, puedan tener comunión con él, allí donde está ahora, en la casa de su Padre. En el capítulo 14, consuela nuestros corazones hablándonos de la venida del Espíritu Santo, por cuya acción le será posible estar con nosotros, ya que puede decir de quien guarda sus mandamientos: «Le amaré y me manifestaré a él». Y de nuevo, hablando del Padre y de sí mismo, dice: «Vendremos a él, y haremos nuestra morada con él» (v. 21-23). La parte que tenemos con Cristo donde él está, y la parte que él tiene con nosotros donde estamos, es la base del fruto del que habla el capítulo 15.

El Señor se presenta como la verdadera vid, el Padre como el viñador y los discípulos como los sarmientos. Para evitar cualquier confusión sobre este pasaje, observemos que no habla de Cristo como Cabeza y de los creyentes como miembros de su Cuerpo, como encontramos en las epístolas de Pablo. Se trata de Cristo y de los que profesan ser sus discípulos en la tierra. Cuando es cuestión de los creyentes como miembros del Cuerpo de Cristo, pensamos en sus privilegios celestiales, al estar unidos a la Cabeza en el cielo. Lo que solo tiene apariencia no puede entrar en este Cuerpo, y ningún miembro puede ser sacado de él. Por el contrario, cuando consideramos a los creyentes como discípulos del Señor, pensamos en su responsabilidad de llevar sus caracteres para ser sus representantes en el mundo del que está ausente. Entre estos discípulos puede haber algunos que no tienen la vida, ramas que serán quemadas.

Para entender la enseñanza de este pasaje, podemos hacernos tres preguntas: ¿En qué consiste el fruto del que habla el Señor? ¿Por qué medios los discípulos de Cristo son llevados a dar fruto? ¿Y cuál es el resultado del fruto obtenido?

2 - ¿En qué consiste el fruto del que habla el Señor?

Podemos decir que el fruto es todo aquello que agrada a Dios en nuestra vida. Ahora bien, solo lo que es de Cristo en nosotros puede ser para el gozo del Padre. El fruto es, pues, el carácter de Cristo reproducido en la vida de sus discípulos. El apóstol Pablo escribió: «El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio proprio» (Gál. 5:22). Estos son los rasgos que caracterizaron al Señor Jesús en su camino en la tierra y que llevaron al Padre a expresar el placer que encontró en él. Una voz vino del cielo diciendo: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Por lo tanto, el fruto no es precisamente la realización de un servicio en la predicación, la enseñanza o cualquier otra cosa, ni las almas llevadas a Cristo a través de la predicación, sino los caracteres de Cristo manifestados en los que le pertenecen. Desgraciadamente, es posible ser muy activo en el servicio cristiano y, sin embargo, manifestar muy poco a Cristo y, en consecuencia, dar poco fruto para la gloria del Padre.

Ahora bien, lo que sube a Dios como fruto es al mismo tiempo un testimonio ante los hombres. Esto se desprende de las palabras del Señor: «En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto; y así seréis mis discípulos» (v. 8). La vida que glorifica al Padre y alegra su corazón es un testimonio ante el mundo de que somos discípulos de Cristo. El hecho de que somos sus discípulos se hace mucho más evidente con un poco de gentileza y amabilidad que con mucha actividad. La tranquila confianza de María en el Señor, al sentarse a sus pies y escuchar su Palabra, fue un fruto que encontró más aprobación que la actividad de Marta. No todos estamos llamados o dotados para predicar y enseñar o ser activos en varios servicios. Pero todos tenemos la oportunidad, tanto los creyentes más jóvenes como los mayores, de manifestar en nuestras vidas los hermosos caracteres de Cristo, de dar frutos que glorifiquen al Padre y de ser testigos ante los hombres. Cristo ya no está personalmente en la tierra, pero Dios desea que siga siendo visto en los suyos. En la medida en que esto se realice en nosotros, habrá fruto y un testimonio.

3 - ¿Por qué medios los discípulos de Cristo son llevados a dar fruto?

El Señor dijo: «Yo soy la vid verdadera» (v. 1). El fruto de la vid se produce en los sarmientos, pero estos solo pueden ser productivos si tienen una relación vital con la vid. Cristo es la fuente de la vida del creyente. El carácter natural puede manifestar a veces cualidades amables, pero no puede reflejar los rasgos maravillosos de Aquel que se anonadó a sí mismo para servir a los demás en el amor. Separados de Cristo, la fuente de vida, no podemos dar fruto para el Padre. Para que haya «fruto», «más fruto» y «mucho fruto», según las palabras del Señor hay algo que hace el Padre, algo que hace el propio Señor y algo que podemos hacer nosotros.

En primer lugar, están los caminos del Padre en castigo y en disciplina (v. 2). Puede haber sarmientos que no den fruto. Su relación con la vid es puramente externa; es una mera profesión sin ninguna relación vital con Cristo. Esto se reconoce por el hecho de que no dan fruto. El viñador los retira. Tarde o temprano, Dios manifiesta su condición y ya no forman parte de los sarmientos. Parece que la imagen de los sarmientos improductivos puede aplicarse también a un sarmiento que está en conexión vital con la vid pero que no da fruto, y que el cultivador «quita». Esta sería una forma extrema de castigo, del que la Epístola a los Corintios nos da un ejemplo solemne. La vida de muchos de ellos deshonró a Dios hasta el punto de ser arrebatados por la muerte: «Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen» (1 Cor. 11:30).

También están los caminos del Padre hacia los que dan fruto, para que den más fruto. El Señor dice de ellos: «Todo aquel que lleva fruto, lo poda». Nuestro Padre nos disciplina «para nuestro provecho, para que participemos de su santidad» (Hebr. 12:10). Las pruebas por las que pasamos, las dificultades en nuestro camino, las enfermedades que nos pueden sobrevenir, los duelos que nos rompen el corazón, los insultos o agravios que podemos sufrir, todo ello es permitido por un Padre que nos ama, para que podamos discernir y juzgar todo lo que no es correcto en nuestros pensamientos, palabras y obras, para que Cristo sea formado en nosotros y que podamos dar fruto, manifestando algo de los maravillosos caracteres de Cristo.

En segundo lugar, está lo que el Señor hace para que demos fruto (v. 3). Ya había lavado los pies de sus discípulos, y por eso puede decirles: «Ya estáis limpios por medio de la palabra que os he dicho». El lavado de pies en Juan 13, que nos permite tener comunión con Cristo, nos prepara para manifestar en nuestra vida los excelentes caracteres de Cristo.

En tercer lugar, además del cuidado del Padre por nosotros y el servicio de amor del Señor hacia nosotros, está nuestra propia responsabilidad de tener una vida fructífera (v. 4 y 5). Si queremos que nuestra vida se convierta, en alguna medida, en una expresión viva de Cristo, debemos tomar a pecho su exhortación: «Permaneced en mí». ¿Cuál es el significado de estas palabras, tan repetidas en estos versículos? Implican una dependencia personal de Cristo, que nos mantiene cerca de él y nos hace vivir en el disfrute de su amor. Es muy útil ayudarnos y servirnos unos a otros. Pero si permanecemos en Cristo, no dependemos del ministerio de un siervo del Señor, por muy correcto que sea ese siervo en su lugar. Permanecer en Cristo implica una dependencia personal del Señor, mirando solo a él.

La novia en el Cantar de los cantares dice: «Bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar» (2:3). Cuando consideramos los maravillosos caracteres que son manifestados perfectamente en Cristo, encontramos nuestro deleite en este excelente fruto. Y estando ocupados de él, estamos marcados por aquello que deleita y alimenta nuestra alma. «Mirando… la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria» (2 Cor. 3:18).

Consideremos atentamente esta palabra del Señor: «Separados de mí, nada podéis hacer». Esta es una verdad que a menudo olvidamos. Nos necesitamos los unos a los otros, como muestran muchos pasajes. Pero, sobre todo, necesitamos a Cristo porque, a la hora de dar fruto, sin él no podemos hacer nada.

En el versículo 6, el Señor presenta la terrible situación del sarmiento sin vida, de un hombre que solo tiene la profesión de ser discípulo, de alguien que puede tener una gran actividad, pero no tiene ninguna conexión vital con Cristo, y por lo tanto no da ningún fruto para el Padre. Nada de los caracteres de Cristo se ve en él. No simplemente se «quita», como en el versículo 2, sino es «echado» como una rama seca al fuego, y «arden». Judas es un ejemplo aterrador de alguien que había hecho profesión ante los hombres ser discípulo de Jesús, pero que no tenía ninguna conexión vital con él.

4 - ¿Y cuál es el resultado del fruto obtenido?

Finalmente, el Señor nos anima mostrándonos el resultado del fruto obtenido.

Si permanecemos en Cristo y llevamos sus caracteres, tendremos su pensamiento expresado en sus palabras. Así seremos capaces de orar correctamente y nuestras oraciones serán respondidas. «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (v. 7).

Al dar fruto, glorificaremos al Padre mediante la manifestación de los caracteres de Cristo, que fue, él mismo, la expresión perfecta del Padre. «En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto» (v. 8).

Al llevar los caracteres de Cristo, nos convertiremos en testigos ante el mundo de que somos verdaderamente sus discípulos «y así seréis mis discípulos», añade el Señor (v. 8). Seremos testigos ante los hombres del Hombre glorioso que se encuentra en la gloria. El Señor no dice: “Si predicáis, seréis mis discípulos”, sino si lleváis «mucho fruto». El testimonio a Cristo se encuentra en la vida de sus discípulos. Es un testimonio vivo.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2010, página 25