La cruz


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flag Tema: Su obra en la Cruz, su resurrección y su elevación: Salvador, Redentor, Señor


1 - La cruz

«Haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz» (Colosenses 1:20).

«La cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gálatas 6:14).

1.1 - El fundamento de nuestra paz con Dios

Vemos en la cruz el fundamento eterno de nuestra paz con Dios, habiendo reconocido ante él que somos pecadores y culpables. A través de la cruz nuestro pecado es juzgado y quitado. Vemos a Dios como el Amigo del pecador y como Aquel que es justo, y que justifica al impío y al pecador (véase Rom. 3:26). Se ocupa del pecado de tal manera que él mismo es infinitamente glorificado. La cruz muestra todos sus caracteres divinos: el amor que atrae a nuestro corazón; la sabiduría que escapa a los demonios, pero que asombra a los ángeles; la santidad que repele al pecado; la aversión de Dios hacia el pecado, en su máxima expresión; y, sobre todo, la gracia que coloca al pecador en la misma presencia de Dios. Así, la cruz es, para el pecador, el fundamento de la paz, de su alabanza y de su relación eterna con Dios.

1.2 - El fundamento de nuestro cristianismo y de nuestro testimonio práctico

La misma cruz que nos une a Dios nos separa del mundo. «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Estando así indisolublemente ligados a Cristo, tenemos parte en su aceptación por Dios, así como en su rechazo por el mundo. Las dos cosas van juntas: la cruz ha venido a interponerse entre nosotros y nuestros pecados, y también se interpone entre nosotros y el mundo. En el primer caso, nos pone en paz con Dios; en el segundo caso, nos pone en conflicto con el mundo, y nos separa de él.

El creyente distingue correctamente entre estos dos aspectos de la cruz. No deberíamos declarar que conocemos uno, mientras nos negamos a entrar en el otro. Sopesemos estas cosas seriamente, honestamente, en oración, y entremos en el pleno poder práctico de ambos aspectos de esta cruz.

 

«Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas… Sobre mí han pasado tus iras, y me oprimen tus terrores» (Salmo 88:7, 16).

«Todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí» (Jonás 2:4).

Si queremos ver en toda su realidad el gobierno de Dios, su ira contra el pecado y el verdadero carácter de su santidad, tenemos que contemplar la cruz, escuchar ese grito de angustia que resonó en medio de las tinieblas del Calvario: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Nunca antes se había hecho tal pregunta, nunca más será expresada una parecida. Ya sea que consideremos a Aquel que la hizo o a Aquel a quien fue dirigida, permanece única en la eternidad. La cruz es la medida del odio de Dios al pecado, así como es la medida de su amor por el pecador. Es la base eterna del trono de la gracia, el terreno divinamente justo sobre el que Dios puede perdonar nuestros pecados y, en un Cristo resucitado y glorificado, hacernos perfectamente justos.

Pero si los hombres desprecian la cruz y persisten en su odio contra Dios, diciendo que es demasiado bueno para castigar a los malvados, ¿qué será de ellos? Aquí está la respuesta: «El que no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Juan 3:36). Puesto que Dios tuvo que dar a su Hijo, abandonarlo y golpearlo para salvar a su pueblo de sus pecados, los pecadores, los burladores y los rebeldes ¿podrían ser salvados quedándose en sus pecados? ¿Habría muerto el Señor Jesús por nada? ¿Dios lo habría golpeado sin necesidad? ¿Por qué entonces los horrores del Calvario y las tres horas de tinieblas? ¿Por qué lo habría hecho si los pecadores pudieran ir al cielo sin eso? ¡Qué inconcebible locura!

C.H. Mackintosh

Cuando llegó la hora suprema
Fuiste abandonado,
El mismo Dios Santísimo
De ti se ha alejado.
Misterio insondable,
Tú, el objeto de su corazón,
Conociste su ira,
En todo su rigor.

(Cántico 213, 3; en francés)

2 - La crucifixión de Jesús

«Desde entonces Pilato procuraba liberarlo; pero los judíos gritaron, diciendo: ¡Si tú liberas a este, no eres amigo de César! ¡Todo aquel que se hace rey, está contra César!» (Juan 19:12).

Caifás, el sumo sacerdote, condenó al Señor Jesús a muerte porque había confesado que era el Hijo de Dios (Mat. 26:63-66; Juan 19:7). Pero al no tener ya el derecho oficial de imponer la pena de muerte, los judíos entregaron Jesús a Pilato (Juan 18:31). Su objetivo, sin embargo, no era solo la muerte del Señor Jesús, sino expresamente su crucifixión. Creían que ningún judío reconocería a un hombre crucificado como Mesías (Deut. 21:23). Pronto entendieron que Pilato nunca crucificaría a Jesús basándose en lo que dijo que era: «el Hijo de Dios» (Juan 19:6-8).

Pilato buscaba seriamente liberar a Jesús, pero los líderes judíos plantearon la cuestión de la realeza. Sabían muy bien que cuando Pilato dejó Roma para ir a Palestina y asumir su nuevo cargo de gobernador, Tiberio le concedió un prestigioso honor: le dio un anillo de oro especial llamado “Amicus Caesaris”, que significa “amigo de César”. Más tarde, se produjo un intento de asesinato de la persona del emperador, y se sospechaba de muchos funcionarios romanos, incluyendo a Poncio Pilato.

Los jefes de los sacerdotes sugieren a Pilato que, si libera a Jesús, su lealtad al César será cuestionada. Llenos de hipocresía, dicen: «No tenemos más rey que César» (v. 15).

Estas palabras tienen el resultado deseado; de hecho, aunque Pilato testificó de la inocencia de Cristo, lo entrega para ser crucificado como el «Rey de los judíos» (v. 19). Así el Señor fue condenado en los mismos términos de lo que realmente era: Hijo de Dios y rey de Israel (Juan 1:49).

B. Reynolds

Por fin ha llegado la hora, ¡Oh! el oscuro día
Donde, en ese duro camino, llevando tu pesada cruz,
Tu cabeza, oh Redentor, de espinas coronada,
¡Fuiste insultado, por mil voces abucheado!
Abandonado por nosotros en el madero del Calvario,
De amargura abrevado, por nuestras faltas castigado,
Soportaste del pecado el castigo severo;
Señor, ¡nos salvaste! – ¡Bendito sea tu nombre!

A. Guignard

(Traducción, cántico 178, 4; en francés)

3 - La muerte del Señor, la base de todo

«Y he aquí que dos varones hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías, quienes apareciendo en gloria, hablaban de su muerte, que iba a cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9:30-31).

Moisés y Elías hablaban de su muerte que él iba a cumplir: tres palabras preciosas e importantes. Nos hablan de la intimidad –una intimidad personal– que existe entre el Señor y los elegidos en su glorioso reino. Este era el caso en el Jardín del Edén en el principio, luego en el tiempo de los patriarcas, y después para los discípulos con su divino Maestro; será lo mismo durante los siglos de gloria. Habrá una intimidad personal entre el Señor y su pueblo, como esta expresión lo da a entender: «hablaban».

Pero también aprendemos el tema de su conversación: era «su muerte» –un tema particularmente digno de ocupar a los creyentes en la gloria. Podemos hablar de ello todos los domingos, a la luz de la resurrección, ya que los redimidos lo harán en el cielo, en la luz de la gloria. De hecho, este gran misterio será celebrado para siempre, ya que se revelará ser el fundamento de la eternidad, el fundamento de la creación de Dios.

Y además estas palabras nos enseñan algo muy importante sobre este tema: esta muerte tenía que ser cumplida, una palabra que sugiere el carácter completo, acabado, perfecto, de los medios por los cuales este gran misterio –la muerte del Cordero de Dios en Jerusalén– debía ser revelado. Una gran solemnidad debía marcar este hecho, para que nada de lo que resultara de esta muerte quedara sin terminar, incompleto o incierto.

¡Qué consuelo para nosotros! El sacrificio del Cordero de Dios era el precioso secreto de la eternidad, que debía darnos una paz eterna. Todo lo que este sacrificio tenía encargado hacer para el cumplimiento de los planes de Dios, lo hizo. Todo fue satisfecho hasta la última «jota» (Mat. 5:18).

según J.G. Bellet

Cordero, ¡víctima expiatoria!
Contemplamos tu caridad,
Tu muerte sangrienta y tu victoria
Para nosotros, tu pueblo redimido.
Reunidos alrededor de tu mesa,
Nuestros corazones celebran tu amor;
Adorándote, oh Salvador caritativo!
Esperamos tu glorioso regreso.

G. Kaufmann

(Traducción libre, cántico 24, 1; en francés).

4 - Dios no perdonó a su propio Hijo

«No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados» (Salmo 103:10).

Al leer las Escrituras, ¿ha descubierto usted alguna vez algo que le impresionara, algo de lo que nunca se había dado cuenta antes? Esto es lo que me pasó esta mañana cuando leí estas palabras escritas por el «gentil salmista de Israel».

Es un salmo maravilloso que insta a los creyentes a «bendecir» a Jehová. Exalta y magnifica su misericordia hacia Israel, la cual también se ejerce hacia nosotros que pertenecemos al período actual de la Iglesia. Sin embargo, son las palabras: «No ha hecho con nosotros» lo que detuvo mi atención. Es muy conmovedor ver que Dios no ha tratado con nosotros la cuestión de nuestros pecados. Sin embargo, esto no significa que Dios no se haya ocupado de nuestros pecados. Ciertamente los ha tratado de manera justa, en perfecta concordancia con su santidad. Pero con respecto a ellos, no los trató con nosotros; Él los trató en la persona de su amado Hijo, tanto que nos dice: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Muchos imaginan que Dios ejerce su gracia, su misericordia y su perdón considerando nuestros pecados tan ligeramente como nosotros. ¡Él no pasa –no podría pasar– simplemente la esponja sobre nuestros pecados, lo que seguramente haríamos nosotros! Pero ha tratado el tema de los pecados de tal manera que fue glorificado y nosotros justificados. La justificación significa que Dios ahora declara justos a los que creen en Jesucristo, los considera como tales (Rom. 4:5). No olvidemos esto. Somos fácilmente frívolos con nuestros pecados o los pecados de otros. Sin embargo, Dios los ha tomado en serio, muy en serio. Él «no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom. 8:32). Dios no nos ha tratado como merecíamos, pero, por nosotros, cargó a su Hijo de nuestros pecados. «Bendice, alma mía, a Jehová» (Sal. 103:1).

según B. Reynolds

Venid a contemplar en el Calvario
El Cristo sufriente y despreciado;
Ved al Amado del Padre,
El cuerpo maltratado, el corazón roto.

¡Muere por nosotros, muere en la cruz!
¡Oh mi alma, adora y cree!
Exalta, Iglesia del Señor,
¡Tu Dios, tu Esposo, tu Salvador!

Adaptado de E.L. Budry

(Traducción libre de un cántico).

5 - El alcance de los resultados de la obra de la cruz

«Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Isaías 49:6).

El pueblo judío puede haberse sorprendido al leer tal versículo. Cuando el profeta Isaías lo escribió, Israel se encontraba en un estado muy triste, ya que las diez tribus ya habían sido llevadas cautivas por los asirios. Restaurar las tribus y devolver a Israel a un estado de unidad y de paz ya habría requerido habilidades extraordinarias para un siervo de Dios. Sin embargo, para este siervo que ha elegido, Dios dice que sería «poco». ¿Quién es este «siervo»? Solo puede ser Cristo, el Mesías de Israel. Los hijos de Israel conocerán muchas pruebas y sufrimientos durante el «tiempo de angustia para Jacob» (Jer. 30:7), pero Dios preservará un gran número de ellos (llamado remanente, o resto fiel), que, en un día venidero, su siervo traerá de vuelta.

Pero Cristo también será una «luz» para las naciones, ya que su infinita gracia los alcanza y los incluye en sus extraordinarios consejos de bendición. En efecto, durante su reinado de mil años, las naciones caminarán a su luz (Is. 60:3), y toda la tierra disfrutará de su gloria en el resplandor del «Sol de justicia» (Mal. 4:2). Toda la tierra se maravillará ante la grandeza de Aquel que ha cumplido tales pensamientos de gracia y de gloria para la tierra.

Otra misión, que no se menciona aquí, es hecha por el Señor Jesús: actualmente está edificando su Iglesia (Mat. 16:18, 21). Mientras que Israel no acepta a su Mesías, el Señor reúne a los que por la fe se inclinan ante él, ya sean del pueblo de Israel o de los gentiles; los une en un solo Cuerpo aunque vienen de naciones hostiles, reservándoles en el cielo, cerca de él, un lugar para la eternidad.

Este maravilloso resultado –los benditos de la Iglesia, pero también los benditos del fiel remanente de Israel y los benditos de las naciones que disfrutarán en la tierra del glorioso reinado del Señor y de su Iglesia– proviene del infinito valor del sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz. «Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11).

según L.M. Grant

6 - La cruz, centro de los pensamientos de Dios

«Era ya como la hora sexta; y hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. El sol se oscureció y la cortina del templo se rasgó por la mitad. Jesús clamó a gran voz: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!, y habiendo dicho esto, expiró» (Lucas 23:44-46).

Cuando el Señor fue hecho prisionero en el huerto de Getsemaní, declaró que ese momento era la hora del poder de las tinieblas. El hombre era entonces el personaje principal –el hombre tomó a Jesús, lo clavó en el madero, y así confirmó su palabra: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lucas 22:53). El hombre decidió todo como él quiso hasta la sexta hora.

Pero entonces, durante tres horas de tinieblas, de la sexta a la novena hora, fue Dios quien actuó: Golpeó al Señor, e hizo de su alma un sacrificio por el pecado (Is. 53:10). Es muy deseable que podamos ver el carácter especial de este momento. A lo largo de la vida del Señor, la cara de su Padre brillaba sobre él. Pero ahora, de acuerdo con la profecía, él estaba allí –el Cordero de Dios sometiéndose al juicio de Dios por nosotros.

Entonces, en un instante, se convirtió en el Vencedor. ¡Dios no esperó a la resurrección para aceptar la muerte de Jesús! Lo demostró perfectamente al rasgar el velo. Era la aprobación personal de Dios y ocurrió antes del tercer día cuando su aprobación pública tuvo lugar con su resurrección.

Jesús hizo la voluntad de Dios de dos maneras. A lo largo de su vida, su propósito en la tierra era cambiar la oscuridad en luz –esta era la voluntad del Padre para él cuando era un predicador vivo. Cuando murió como una víctima santa, hizo la voluntad de Dios en relación con el juicio, y el juicio de Dios fue satisfecho cuando entregó su espíritu.

Después de eso, habiendo atravesado la hora del hombre y luego la hora de Dios, lo vemos en resurrección en su propia hora (véase Juan 2:4; 13:1). Esta hora que es suya, ¡es la eternidad! ¡Qué felicidad será estar en su compañía, entrar en una eternidad luminosa e íntima con Jesús!

J.G. Bellett

Nunca el ojo verá cosa más maravillosa
Que la cruz, donde fue atado
El Príncipe de la vida, en la hora tenebrosa,
Donde Dios condenó el pecado.

S. Ladrierre

(Traducción libre, cántico 172, 4, en francés).