Aportar, ofrecer a Dios


person Autor: Pierre COMBE 19

flag Tema: La asamblea reunida


1 - ¿Aportar, o recibir?

El hombre sin una relación vital con Dios no le puede aportar lo que a Él le agrada. Solo puede poner a sus pies, en confesión, el peso de sus pecados. Entonces, liberado de esta carga, recibe de él la «gracia de Dios que trae salvación» que apareció en Cristo para cada pecador (Tito 2:11).

Cuando el hombre cayó en el pecado, la bondad de nuestro gran Dios Salvador no tardó en manifestarse a él, llamándolo mientras que buscaba a esconderse. Ya en el fresco del día, la voz de Dios le habló: «¿Dónde estás?… ¿Qué es esto que has hecho?» (Gén. 3:9, 13). Entonces Dios mismo trae y pone sobre los hombros de Adán y de Eva las vestiduras de piel que había hecho para ellos, vestido que prefigura aquel del cual los creyentes están vestidos ante Dios. Estas son las «ropas de salvación… manto de la justicia» con las que estamos cubiertos (Is. 61:10). Tenemos aquí una imagen de Cristo que hizo por sí mismo la purificación de nuestros pecados. Él es la medida de nuestra aceptación ante Dios. ¿No es Él para nosotros la «mejor ropa» que fue sacada al hijo arrepentido? (Lucas 15:22). Es el don del amor del padre lo que nos permite estar ante él. En el crepúsculo del día de la gracia, esa misma voz todavía suena, la voz del «que trae buenas nuevas, del que publica la paz, que trae buenas nuevas de felicidad, que publica salvación» (Is. 52:7). ¡Quiera Dios que ella todavía pueda encontrar el camino de muchas conciencias y corazones!

El creyente, consciente de la gracia de la que es objeto, puede entonces aportar al Autor de su salvación la gratitud, la alabanza y la adoración. Y desea hacerlo. No teniendo nada que ofrecer que venga de él mismo, solo puede aportar a Dios lo que de él ha recibido. Como dice David: «De lo tuyo propio nosotros te hemos dado» (1 Cr. 29:14).

La necesidad de presentar una ofrenda a Dios ya animaba a los primeros descendientes de Adán y Eva. Tanto Caín como Abel habían heredado una naturaleza pecaminosa, y en esto eran similares; pero lo que los distingue es la conciencia de su condición ante Dios y su percepción de la santidad de Dios. La ofrenda de Caín es el resultado de un arduo trabajo, pero es el producto de una tierra maldita a causa del hombre. Ella no puede ser aceptada. La de Abel es la expresión de una conciencia despierta que se da cuenta de la necesidad de un sacrificio sangriento. Ella es agradable a Dios.

La ofrenda hecha a Dios es algo que se encuentra a lo largo de las Escrituras. Se ha hecho, en las diversas dispensaciones, según la revelación de los pensamientos de Dios. En los tiempos de Enós, el nombre de Jehová fue invocado por primera vez (Gén. 4:26). Noé construyó un altar y ofreció holocaustos sobre él, «olió Jehová un olor grato» (Gén. 8:20, 21). Abraham construyó varios altares, entre los cuales el altar de Moría ocupa un lugar especial. Moisés construyó el altar de Jehová-Nissi después de la victoria sobre Amalec; levantó otro al pie de la montaña cuando escribió el libro del pacto (Éx. 17:15; 24:4). Las ordenanzas de Dios relativas al tabernáculo y a los sacrificios que debían ofrecerse allí subrayan lo que Jehová esperaba de Israel, un pueblo puesto aparte para que lo sirva. Dios había formado este pueblo para sí mismo, para que declarara su alabanza (Is. 43:21). Y dijo: «No tardarás en hacer la ofrenda de tus cosechas y de tus licores. Me darás el primogénito de tus hijos» (Éx. 22:29).

Si Israel fue llamado a ofrecer sacrificios, si en verdad ha alabado y adorado a Jehová muchas veces, ¡cuánto más podrá y tiene motivos el pueblo celestial de Dios para aportarle algo! Es «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo» (1 Pe. 2:5). Si nos damos cuenta de lo que tenemos en Cristo, seremos prestos a ofrecer, «por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15).

La naturaleza humana está a menudo más dispuesta a recibir que a dar. Pero el apóstol Pablo nos dice que el Señor Jesús dijo: «Más dichoso es dar que recibir» (Hec. 20:35). El amor que gusta a dar, y se da a sí mismo, ha encontrado su expresión gloriosa, su medida perfecta en Aquel que dio su vida por nosotros. ¿Qué podemos ofrecer a cambio del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom. 5:5), sino las primicias de nuestros afectos y de nuestra vida? Nuestros mismos cuerpos tienen que ser presentados como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios.

Nuestra vida cristiana, en el ejercicio de la piedad, así como nuestra vida de iglesia, tiene un ciclo completo: Pedimos por la oración, recibimos por la Palabra y ofrecemos bajo varias formas lo que es agradable al Dador divino.

2 - Ofrecer las primicias a Jehová (Deut. 26:1-10)

Las ordenanzas divinas dadas a los israelitas incluían el apartar para Jehová las primicias del producto de su tierra. Trasladada al nivel espiritual, esta institución conserva todo su valor para nosotros. El apóstol Pablo, escribiendo a los colosenses, enfatiza este primer lugar que Dios le dio a Cristo «en todo» (Col. 1:18). Este versículo debe tocar nuestros corazones y dictar nuestras elecciones y prioridades en todas las áreas de la vida. Tal disposición del corazón –que no es dolorosa, incluso cuando implica renuncias– nos lleva a apartar para él las primicias, lo mejor de nuestra existencia. Se trata de su gloria en los suyos, de nuestra prosperidad espiritual, de nuestra bendición. Así es como podemos «agradarle en todo aspecto», caminar con él, delante de él y para él.

Hablando de los creyentes en Macedonia, el apóstol Pablo escribe que «se dieron primeramente al Señor». Con alegría, y a pesar de su gran pobreza, actuaron espontáneamente, abundando en la riqueza de su liberalidad (2 Cor. 8:1-5). Y lasulamita, hablando de todos los frutos exquisitos, nuevos y viejos, podía gritar: Los «tengo guardados para ti, oh amado mío» (Cant. 7:13). Como nos gusta cantarlo, ¡que nuestro deseo sea poner a su servicio nuestros días, nuestras posesiones, nuestros cuerpos y nuestros corazones!

3 - ¿Cómo ofrecer, y quién puede aportar? (1 Cr. 29)

Aportar a Dios, ofrecer al Señor, es un privilegio concedido a los creyentes. David entendió este favor cuando dijo: «¿Y quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que podamos ofrecer esto voluntariamente? porque todo viene de ti, y lo que sale de tu mano te lo damos» (1 Cr. 29:14). En una profunda devoción a su Dios, dedicó todas sus fuerzas y afecto a preparar en abundancia los materiales preciosos para la casa de Jehová. Al hacerlo, consideró una gracia, concedida tanto a él mismo como al pueblo, el hecho de poder ofrecer algo a Dios para Su morada. Destacamos algunas expresiones significativas y alentadoras de este capítulo: la ofrenda fue «preparada», es un acto «voluntario», «espontáneo», fruto de un «sincero corazón», de modo que «el pueblo se regocijó» y el rey tuvo «gran alegría».

¿Hace falta ser rico para ofrecer? Ciertamente no. Hay muchos pasajes que muestran el aprecio del Señor por aquellos que, aunque pobres, estaban decididos a ofrecer. Ya hemos recordado el ejemplo de los macedonios, que mostraron una gran generosidad a pesar de su extrema pobreza. El don de la pobre viuda que arrojó dos pequeñas piezas de cobre en el tesoro del templo, dando «de su pobreza», «todo su sustento», no pasó desapercibido a los ojos de Aquel que conoce los corazones. Su recompensa será grande (Marcos 12:41-44; Lucas 21:1-4). Lo que importa para el Señor no es la importancia del don, sino el estado del corazón de quien lo da. David estaba al tanto de esto. Cuando trajo a Jehová la abundancia de bienes preparados para la casa que él no pudo construir, declaró: «Yo sabía también, Dios mío, que tú pruebas los corazones, y te complaces en la rectitud» (1 Cr. 29:17). En la preparación del tabernáculo, en Éxodo 35, se hace especial hincapié en la disposición de los corazones, el espíritu liberal. Volveremos a esto más tarde. La invitación a ofrecer a Dios se dirige a cada uno en particular, en la medida y en la forma que mostrará un ejercicio de fe y de dependencia. Joás, el fiel rey de Judá, invitó a los sacerdotes a recoger lo que había subido al corazón de cada uno para llevarlo a la casa de Jehová, a fin de reparar las brechas (2 Cr. 34:8-9). El don no debe ser forzado: «Haga cada cual como se propuso en su corazón; no con tristeza, o por obligación; porque Dios ama al dador alegre» (2 Cor. 9:6-7).

4 - Aportar para la casa de Dios

En las sucesivas edificaciones de la casa de Dios en el Antiguo Testamento, es decir, bajo la Ley, la Escritura gusta de subrayar el celo de quienes colaboraron en ella con diversas ofrendas. Estas ofrendas materiales reflejaban el valor que tenía para cada uno de ellos la presencia divina entre el pueblo. En este aspecto, el capítulo 35 del Éxodo muestra un celo, una disposición que nos confunde. Cada lector puede anotar el número de menciones del verbo «traer, aportar». Muchas de las enseñanzas de este capítulo conservan todo su valor para nosotros.

Primero, ¿qué oro ha podido ser dado para Jehová, para su casa? ¡Ciertamente no es el oro que se ofreció antes para el becerro de oro! Este se quemó, se molió hasta convertirlo en polvo y se derramó sobre la superficie del agua (Éx. 32:20). Solo podemos ofrecer una vez lo que la gracia de Dios nos concede. Lo que ponemos al servicio de la carne o del mundo, ya sea en tiempo o en energía, para satisfacer sus deseos, ya no podrá ser puesto al servicio del Señor. Más adelante, se puede sentir un profundo pesar al medir la pérdida espiritual resultante. Pero el tiempo que pasa solo se vive una vez. Jacob se dio cuenta dolorosamente de esto cuando confesó que sus días habían sido «cortos y malos» (Gén. 47:9). Además, hay un tiempo para colaborar, pero un tiempo en el que el servicio se termina (Éx. 36:4-7). Hay un tiempo para todo, dice Eclesiastés; no lo dejemos pasar.

En segundo lugar, leemos: «Tomad de entre vosotros una ofrenda para Jehová» (Éx. 35:5). David dijo a Ornán sobre el lugar de la era donde iba a construir el altar: «Dame el recinto de la era… (por su pleno valor me lo darás)», «ciertamente lo compraré por su pleno valor; porque no tomaré lo que es tuyo pará Jehová, ni sacrificaré holocaustos sin costo» (1 Cr. 21:22, 24). Poner aparte para el Señor lo que nos cuesta, renunciar a las cosas que están en el mundo para ser encontrados fieles, para honrar a Aquel de quien somos testigos, implica muchas opciones. Notemos que es más fácil desatar nuestra bolsa que pagar con nuestra persona, de nuestras comodidades. Cortar las amarras que todavía atan nuestros corazones a cosas que no son espiritualmente provechosas se sentirá como una privación mientras que nuestros afectos estén compartidos. Y sin embargo, tal es el precio de la aprobación del Señor y de la bendición que viene con ella. ¿Estamos listos para renunciar a algo por el Señor? Él recompensará ricamente lo poco que se ha hecho por él (Mat. 25:21, 23).

En tercer lugar, encontramos la expresión repetida: «Toda persona a quien su corazón le impulsó, y todo aquel cuyo espíritu lo movió a liberalidad» (v. 21, etc.). De este capítulo, que podría titularse «La ofrenda del corazón», se exhala un perfume que encontramos al principio del libro de los Hechos. En los días primaverales del cristianismo, los creyentes tenían todo en común, vendían sus posesiones y bienes y los repartían a todos, según la necesidad de cada uno (Hec. 2:45). El apóstol Pablo nos enseña que «el que siembra escasamente, también cosechará escasamente» (2 Cor. 9:6).

En cuarto lugar, ¿qué se traía? Lo que Jehová ordenó, ¡nada más! Cada ofrenda fue ordenada por Dios mismo (v. 5-9). No basta con ser activo, con aportar generosamente, es importante ser obediente. Ahora bien, esta obediencia de los israelitas, atestiguada en los capítulos 39 y 40 del Éxodo por dieciocho menciones de que hicieron estas cosas «como había mandado Jehová» o «como Jehová había mandado a Moisés», condicionaba el descenso de la nube, la presencia de la gloria de Jehová en su morada. De la misma manera hoy en día, la presencia del Señor en medio de los suyos reunidos en su nombre implica el respeto de sus derechos sobre nosotros y sobre su casa. ¿Puede una reunión hecha según los pensamientos humanos contar con su presencia?

En quinto lugar, leemos que todo hombre que poseía cosas que tenían su utilidad en la casa de Dios las traía (v. 23). Esta expresión sugiere que tal vez no se encontraban en todos ellos. ¡Qué triste es no tener nada que ofrecer a Dios, para su casa! La madera que los hombres que subieron del cautiverio babilónico usaron para adornar sus casas no pudo ser llevada a la casa de Jehová (Hageo 1:4, 7-9).

Se dice también que las mujeres colaboraron, en su lugar en sus tiendas, al enriquecimiento de la Casa de Dios, hilando con inteligencia y devoción las cortinas y alfombras, contribuyendo así a lo que habla del testimonio visible de la casa de Dios.

Esto subraya la estrecha conexión entre nuestras casas y la casa de Dios, en la que se encuentra la calidad de lo que se teje en nuestros hogares.

5 - Aportar lo que contribuye a la edificación en la Iglesia

Sobre todo, lo que aportamos a la presencia del Señor es el estado de nuestros corazones. Que la oración de David, «¡Crea para mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!» (Sal. 51:10) también sea la nuestra. El Espíritu Santo solo podrá obrar en y a través de nosotros si no está entristecido. Solo a través de él recibiremos lo que ha preparado para el disfrute de nuestras almas (Juan 16:14), y podremos aportar lo que es agradable al Señor: ejecutar el servicio. Pero en la vida de la congregación, ¿no adoptamos a veces una actitud pasiva? Venimos con la idea de recibir. Tal vez hasta nos quejamos de no recibir nada, en lugar de preguntarnos si nosotros mismos no estamos llamados a aportar lo que puede contribuir a la edificación. Entonces diremos: No tengo ningún don para la edificación; eso puede ser cierto, pero la Palabra nos dice que lo que edifica es el amor (1 Cor. 8:1). El solo hecho de leer algunos pasajes apropiados puede ser una gran bendición. Sin extenderse mucho, las cinco palabras habladas con inteligencia espiritual pueden ser suficientes para instruir, para animar (1 Cor. 12:19). ¿Qué dice el Señor a sus discípulos que sugieren que haga regresar a las multitudes para comprar comida? «Dadles vosotros de comer». ¿Qué tenían? Cinco panes y dos peces. ¿Qué es eso para una gran multitud? Las palabras del Señor están entonces llenas de enseñanza y aliento: «Traédmelos acá»… (Mat. 14:16-18). Distribuyendo lo que se le trae, él mismo satisfará a las multitudes y habrá un resto. Lo poco que se pone a sus pies puede, por su gracia, ser una bendición para todos. Así, «todo el cuerpo… según la actividad de cada miembro, lleva a cabo el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor» (Efe. 4:16).

El apóstol Pablo, en 1 Corintios 3, nos enseña qué materiales pueden ser traídos sobre el fundamento del edificio, que es Cristo. En primer lugar, la naturaleza del fundamento impone condiciones sobre la calidad de los elementos que se colocan sobre él. Entonces, tenemos una seria advertencia en cuanto a cómo aportar, cómo construir: «Que cada uno mire cómo edifica sobre él» (v. 10). Lo que el siervo trae debe estar fundado en Cristo. Además, la edificación es un servicio individual, una responsabilidad personal: «Cada cual recibirá su propia recompensa, según su propio trabajo» (v. 8). La Iglesia no edifica, no enseña; es edificada, es enseñada a través del ejercicio de los dones. Si el obrero pone sobre el fundamento elementos que están de acuerdo con él, y que así resiste la prueba del fuego, recibirá una recompensa, la aprobación del maestro.

Por otro lado, si lo que se trae no tiene valor, no quedará nada del trabajo realizado y quien lo ha hecho experimentará una pérdida. En cuanto a sí mismo, no es consumido; «será salvo, si bien como a través del fuego» (v. 15).

El mal trabajo del tercer obrero, que consiste en aportar elementos corruptores o destructivos, será seguido de un juicio particularmente severo. ¡Qué grave es pensar que se puede construir la Casa de Dios con elementos que le son ajenos! Las ordenanzas levíticas prescriben lo que no debe ser aportado sobre el altar de oro, es decir, ningún incienso extraño, ni holocausto, ni ofrenda vegetal, ni libación (Éx. 30:9), ni fuego extraño (Lev. 10:1). Por lo tanto, velemos por lo que aportamos a la congregación.

Por medio del profeta Malaquías, Jehová pronuncia palabras muy duras sobre su pueblo para reprocharle su desprecio. Entre otras ofensas, esto se tradujo en la ofrenda de pan inmundo, o de una bestia coja o enferma. No habiéndose preocupado por darle gloria, habiendo hecho tropezar a muchos, corrompido el pacto de Leví, frustrado a Jehová en cuanto a sus derechos sobre su pueblo y en su casa, Israel infiel conocerá el fuego del refinador. Sin embargo, un remanente precioso para su corazón saldrá de él, el cual aportará la ofrenda en una vasija limpia a la casa de Jehová en un día futuro (Is. 66:20).

Que el Señor nos conceda la gracia de aportarle lo que le glorifica, lo que edifica, el fruto de corazones probados y sumisos que tiemblan ante su palabra y temen su nombre.

6 - No aparecerán con las manos vacías delante de mí (Éx. 23:15)

La repetición de esta advertencia (cf. Éx. 34:20; Deut. 16:16) subraya su importancia. Y sin embargo, ¿no aparecemos a veces con las manos vacías en la presencia del Señor, especialmente en la hora de la adoración?

Notemos, al final de nuestro tema, algunos ejemplos de adoradores que se presentan ante Dios habiendo preparado para ofrecerle lo que tenían en el corazón.

En Deuteronomio 26, el israelita que entró en la tierra prometida, la poseyó y vivió allí, debía venir al lugar que Jehová había elegido para hacer habitar allí su nombre. Debía llevar una canasta llena de las primicias de todos los frutos de la tierra que le fue dada, y entregarla al sacerdote, quien la colocaba ante el altar de Jehová. Después de mencionar su origen miserable y la opresión de los egipcios, los israelitas debían proclamar la liberación de Jehová en respuesta a su clamor y a su esclavitud, así como su introducción en una tierra que fluye leche y miel. Aportando la ofrenda que habían preparado, estaban realizando un acto que tipifica la adoración. Sin embargo, el tema de su alabanza era principalmente acerca de la gratitud por lo que el Señor había hecho por ellos.

David, en su notable oración de 1 Crónicas 29:10-19, va más allá. Está contento de ofrecer a su Dios la abundancia que ha preparado para construir una casa para su nombre. En sus acentos de gratitud, evoca cinco atributos divinos dignos de alabanza: la grandeza, la fuerza, la gloria, el esplendor y la majestad. Esta acción de gracias comporta algunos elementos que se encuentran en el culto cristiano: el recuerdo de la indignidad de quien se acerca y el favor que se le concede para ofrecer voluntariamente, el hecho de que toda bendición tiene su fuente solo en Dios, la expectativa de un hogar que no es de este mundo y el deseo de que los pensamientos del corazón del pueblo de Dios se ocupen de Él.

En el Salmo 45, los hijos de Coré, que pueden recordar haber sido protegidos del juicio que le ocurrió a su padre, traducen proféticamente la alabanza del futuro remanente al ver al Libertador, en el día de su aparición. En este salmo mesiánico, el salmista no habla más de sí mismo, sino de aquel que él ha contemplado y cuya belleza ha discernido. Su corazón está lleno de alegría y su pluma, guiada por el Espíritu Santo que le inspira, transcribe sin vacilar lo que ha compuesto. Las perfecciones del Hombre Cristo Jesús hacen que sea incomparable. Es el abanderado entre diez mil, aquel cuya persona completa es deseable. La atracción de su belleza reside en la gracia. «¡Cuán grande es su bondad! ¡Y cuán grande es su hermosura!» (Zac. 9:17). Ya no es la espada de dos filos que sale de su boca (Apoc. 19:15), sino la gracia que se derrama en sus labios, que pronuncia palabras buenas, palabras de consuelo (Zac. 1:13). No solo sus adoradores lo bendicen, sino que es bendecido para siempre por Dios.

Aquí la alabanza es aún mayor. El adorador ya no habla de sí mismo, no limita su adoración a lo que la bondad de Dios ha hecho por él, sino que exalta Su persona. El día en que la gloria de Jehová entrará en la casa por el camino de la puerta que da al oriente, el remanente podrá ver al Cordero de pie en el monte Sion. Verá con sus ojos al rey en su belleza, y contemplará el país lejano (Eze. 43:4; Apoc. 14:1; Is. 33:17).

Ahora llegamos a la escena de Betania, citada en varios evangelios. María viene, llevando un frasco lleno de perfume de nardo puro de gran precio (Marcos 14:3-4). En su amor por su Señor, ella ha preparado su ofrenda. Instruida a los pies de su Maestro, discierne el momento en que debe aportarlo. Solo esta digna mujer hizo algo para la sepultura de Jesús. María Magdalena y sus compañeras, que también prepararon especias para embalsamar el cuerpo del Señor, llegaron demasiado tarde. En Betania, mientras el rey está en la mesa, el nardo exhala su aroma (Cant. 1:12). Un acto de amor incomprendido y despreciado, culpado incluso por los presentes, pero muy apreciado por el Señor que lo aprueba públicamente: «Dejadla; ¿por qué le causáis molestias? Ella ha hecho una buena obra conmigo». Y la memoria de este acto será recordada en todo lugar donde se predique el Evangelio.

En esta escena no escuchamos ni una palabra de la adoradora. Se eclipsa. El tema de su alabanza es su Señor, y el lenguaje es el perfume que llena la casa.

¡Que el Señor nos preserve de aparecer con las manos vacías ante él! En la imagen de estos adoradores, ¡que podamos aparecer ante su rostro con corazones preparados, corazones que tienen algo que decir sobre Aquel a quien han contemplado en el secreto de la comunión con él!

7 - Se le aportará a Él la gloria y el honor

Si, desde el principio del Génesis, los hombres de fe sintieron la necesidad de ofrecer sacrificios y holocaustos a Jehová, si, durante la economía de la ley, el sacerdocio era el servicio que Dios esperaba de su pueblo (Éx. 19:6), y si, en el tiempo presente, el Señor ha hecho de los suyos un reino, de sacerdotes (o adoradores) para su Dios y Padre (Apoc. 1:6), ¿se terminará este servicio el día que él venga? Por supuesto que no. Cuando seamos introducidos en la casa del Padre, todas las aspiraciones del nuevo hombre serán plenamente satisfechas. Entonces no tendremos nada más que pedir, pero nuestras bocas se abrirán para expresar una alabanza perfecta, celestial y eterna.

Durante el reinado milenario, las naciones de la tierra le aportarán la gloria y el honor (Apoc. 21:26), mientras que, en la Casa del Padre, la alabanza será la actividad de los santos glorificados.

La Palabra menciona diferentes categorías de adoradores celestiales. En Apocalipsis 5, los veinticuatro ancianos cantan un nuevo cántico; proclamando la dignidad del Vencedor, se prosternan ante el Cordero que está en medio del trono. Alrededor de ellos, los ángeles, que no cantan, celebran en voz alta el Cordero que fue inmolado. Entonces, «toda criatura que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos» (v. 13), da honor y gloria al que está sentado en el trono, y al Cordero.

Entonces, ¡aportar la alabanza, la adoración, es el servicio por excelencia! Comienza en la tierra y continuará en la eternidad. En la eternidad, resonarán los acentos de un himno siempre renovado.

Que esperando ese día eterno, nuestros corazones, llenos del amor de Cristo, estén dispuestos a ofrecer «por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15).


Traducido de «Le Messager Évangélique» año 1997.